lunes, 12 de noviembre de 2012

Mudanzadicta


Todo el mundo en la oficina se está fabricando sus propias cajas, y yo empiezo a considerar las posibilidades melódicas del chirriar de la cinta adhesiva. Así suena este lunes. Riiiiiis Riiiiiis. De vez en cuando, un golpecito en las paredes de cartón, un gesto que parece inevitable cuando uno monta una caja plegable. Chof. Chof. Carpetas atiborradas de expedientes se amontonan dentro de ellas, dejando las cajoneras metálicas melladas. Riiiis. Los iniciados cierran las cajas con la ayuda de un cacharro parecido a una manga pastelera, que deja la cinta de embalar lisa y derecha como una autopista alemana. Los demás nos dejamos la yema de los dedos olvidados bajo la cinta. Plaf. Al suelo con ella. Plaaaaf. Para qué vas a deslomarte cargando una caja, si puedes arrastrarla. “Señorita, ¿piensa usted bajar una caja por cinco plantas a fuerza de puntapiés?”. Mi jefe, que está sobreexcitado. Es posible que sus niveles de dopamina alcancen hoy niveles tóxicos. Pero yo lo comprendo. Este es uno de sus días grandes. Y puedo leer en su mente: ese cerebro está generando órdenes a una velocidad digna de premio Nobel. Se pasea de aquí para allá con el carrito de transporte; pone poses de pensador de cómic; nos hace gestos con un par de dedos para que le sigamos al almacén. Ni Tony Soprano. Y husmea, también. Mira los muebles que van quedando vacíos con los ojos del provecho propio. Este es de los que buscan cartillas de ahorros en el velatorio de la suegra.


¿Pues no me está apeteciendo trabajar en una empresa de mudanzas? Cotilleo infinito asegurado.

Luego están los que se pasean como dandis entre las cajas. Un paso de pies gordos. Otro. Otro. Las manos juntas en la espalda, haciendo de contrapeso a la barriga. A eso en mi pueblo se le llama “zascandilear”. Y te sueltan el chiste. Tú estás liado con tu cajita, dándole de comer papeles, o empujándola hacia el compañero de allá, por si acaso se apiada, y te lo ves venir. No te hace falta ni mirarle. Hueles el chiste que se avecina, igual que los perros antes del terremoto. “¿Qué? ¿Es que se muda alguien?”. El chiste. No han podido resistirse. Y entonces los miras, por fin, con el cansancio propio de un Sísifo, y compruebas que en la cara tienen esa sonrisa satisfecha que se traduce como “soy la monda, colega”. A ver cómo les explicas que no son ni las nueve de la mañana, y tú ya has escuchado ese chiste por lo menos siete veces.

Y los que suspiran. La administrativa del megáfono interno, famosa desde hace un par de post, es de esos. Os la podéis imaginar: suspira como si quisiera derribar las murallas de Jericó. No la dejan llevarse al edificio nuevo su pothos, que tiene los bordes quemados por culpa de un exceso de riego y decibelios. Y no está segura de que su voz no vaya a diluirse en aquel espacio sin paredes ni puertas. ¿Cómo hará allí para hacerse escuchar? Pero no es por eso por lo que suspira. Es que son muchos años, muchos días de vocerío volcado sobre un teléfono que, como la planta, o los armarios metálicos, se quedará aquí, como víctimas olvidadas de la pequeña catástrofe que es una mudanza. Muchas horas que ahora se rasgan y van a parar a unos contenedores de papel usado tan altos como las Torres Gemelas.

También a ella la comprendo. ¿Cómo no, si estoy a punto de abandonarme a una nostalgia parecida? Pienso en el zumbido de relaciones y micromomentos que este oasis de burocracia ha propiciado, y trato de calcular el tiempo que habrá de pasar hasta que el enjambre que somos se adapte a la nueva colmena. Pienso en todos aquellos con los que me he cruzado cada día, camino del trabajo, a los que he puesto mote, Apu, el Lánguido Zopitilla, la Delantero Centro, a los que he visto dar un estirón o engordar. Eran como hitos kilométricos de esa porción de mi rutina y, a partir de pasado mañana, serán como todos los que sobreviven a difuntos desconocidos. Pienso en la panadera a la que Jose, de vuelta a casa, compra una barra de Alfacar para la comida, y otra integral para el desayuno. Pienso en ella, y le deseo que sus ventas mejoren, y que la gente no tenga por qué recortar por ahí su gasto doméstico.

Pienso en la Marilyn de doscientos kilos que a las ocho menos un minuto ya está fumando en la puerta junto al segurata. Caigo en que me voy a quedar con la intriga de si su idilio acabará fructificando. Vuelvo a sentirme igual de astuta que me he sentido cada vez que la puerta del ascensor se cerraba conmigo sola adentro. Pienso en todo lo que he maniobrado para que mis compañeros aceptasen tomar café en un lugar distinto al que llevaban yendo año tras año, para provecho de mi epitelio gástrico. En el camarero que respondía a mis buenos días con un “¿con leche desnatada, o un zumito?”. Pienso en los transeúntes del paso de peatones vistos desde la quinta planta. En mi farmacéutico preferido, tan recortadito y conspirador, que tanto se benefició de mis primeros, apocalípticos brotes de dermatitis. Pienso en cuánto he escrutado los balcones, cuando en un momento muerto me asomaba a la ventana del baño. En tantas sintonías chorras o discotequeras de teléfonos que me han hecho bordear ocasionalmente la locura homicida. En las puestas de sol salvajes sobre la poca vega. Pienso en todo eso, lo estoy recordando ya, y poco falta para que me gane la melancolía de los viejos hábitos perdidos.

Sólo que lo que me llevo de esta oficina – una agenda a punto de caducar, un par de libros sobre libélulas y plantas acuáticas – cabe en la funda de un archivador. Que mi equipaje sea así de ligero me pone contenta. He arrugado cientos de bolas de papel, he arrojado carpetas a la basura con una determinación propia de Atila. Son muchas de mis mañanas, también, muchas horas mías. Sí. Y qué. Seguiremos empezando de nuevo.


8 comentarios:

  1. Me parto con el momento CHISTE... y con la identificación de la gente que te cruzas. Desde que voy en bici he perdido "hitos", pero sí recuerdo a "La Señora del Cigar"...jajaja.
    Laura

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    1. Y yendo en bici, ¿no te encuentras matrículas-hito?

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  2. Que viva el desapego!.

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  3. Anónimo entre comillas13 noviembre, 2012 22:48

    ¿Has pensado las distintas variedades de mudanzas que podríamos ir anotando siguiendo los pasos de nuestras vidas laborales? Trasladarse de oficina y de ciudad, de oficina dentro de la misma ciudad, con cambio de compañeros, cambio de oficina llevándote a los compañeros "puestos"...Tengo que reconocer que pocas veces me ha ganado lo que tú llamas la "melancolía de los viejos hábitos perdidos".
    ¿No sería Sísifo el perfecto santo patrón de los funcionarios? (Bueno, de algunos).

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    1. ¿Tampoco te ha ganado la melancolía de los antiguos escenarios? ¿No te ha dado cosica al pasar por el portal de una antigua casa?

      Me llevo a los jefes puestos, pardiez!

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  4. Las mudanzas de casa joden, pero las del trabajo... ¡Flipas!

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    1. Pero al final ves la oficina llena de cajas, más pequeña de lo que parecía, y oye, que te da sentimiento.

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