Todo
el mundo en la oficina se está fabricando sus propias cajas, y yo
empiezo a considerar las posibilidades melódicas del chirriar de la
cinta adhesiva. Así suena este lunes. Riiiiiis Riiiiiis. De vez en
cuando, un golpecito en las paredes de cartón, un gesto que parece
inevitable cuando uno monta una caja plegable. Chof. Chof. Carpetas
atiborradas de expedientes se amontonan dentro de ellas, dejando las
cajoneras metálicas melladas. Riiiis. Los iniciados cierran las
cajas con la ayuda de un cacharro parecido a una manga pastelera, que
deja la cinta de embalar lisa y derecha como una autopista alemana.
Los demás nos dejamos la yema de los dedos olvidados bajo la cinta.
Plaf. Al suelo con ella. Plaaaaf. Para qué vas a deslomarte cargando
una caja, si puedes arrastrarla. “Señorita, ¿piensa usted bajar
una caja por cinco plantas a fuerza de puntapiés?”. Mi jefe, que
está sobreexcitado. Es posible que sus niveles de dopamina alcancen
hoy niveles tóxicos. Pero yo lo comprendo. Este es uno de sus días
grandes. Y puedo leer en su mente: ese cerebro está generando
órdenes a una velocidad digna de premio Nobel. Se pasea de aquí
para allá con el carrito de transporte; pone poses de pensador de
cómic; nos hace gestos con un par de dedos para que le sigamos al
almacén. Ni Tony Soprano. Y husmea, también. Mira los muebles que
van quedando vacíos con los ojos del provecho propio. Este es de los
que buscan cartillas de ahorros en el velatorio de la suegra.
¿Pues no me está apeteciendo trabajar en una empresa de mudanzas? Cotilleo infinito asegurado. |
Luego
están los que se pasean como dandis entre las cajas. Un paso de pies
gordos. Otro. Otro. Las manos juntas en la espalda, haciendo de
contrapeso a la barriga. A eso en mi pueblo se le llama
“zascandilear”. Y te sueltan el chiste. Tú estás liado con tu
cajita, dándole de comer papeles, o empujándola hacia el compañero
de allá, por si acaso se apiada, y te lo ves venir. No te hace falta
ni mirarle. Hueles el chiste que se avecina, igual que los perros
antes del terremoto. “¿Qué? ¿Es que se muda alguien?”.
El chiste. No han podido resistirse. Y entonces los miras, por fin,
con el cansancio propio de un Sísifo, y compruebas que en la cara
tienen esa sonrisa satisfecha que se traduce como “soy la monda,
colega”. A ver cómo les explicas que no son ni las nueve de la
mañana, y tú ya has escuchado ese chiste por lo menos siete veces.
Y los
que suspiran. La administrativa del megáfono interno, famosa desde
hace un par de post, es de esos. Os la podéis imaginar: suspira como
si quisiera derribar las murallas de Jericó. No la dejan llevarse al
edificio nuevo su pothos, que tiene los bordes quemados por culpa de
un exceso de riego y decibelios. Y no está segura de que su voz no
vaya a diluirse en aquel espacio sin paredes ni puertas. ¿Cómo hará
allí para hacerse escuchar? Pero no es por eso por lo que suspira.
Es que son muchos años, muchos días de vocerío volcado sobre un
teléfono que, como la planta, o los armarios metálicos, se quedará
aquí, como víctimas olvidadas de la pequeña catástrofe que es una
mudanza. Muchas horas que ahora se rasgan y van a parar a unos
contenedores de papel usado tan altos como las Torres Gemelas.
También
a ella la comprendo. ¿Cómo no, si estoy a punto de abandonarme a
una nostalgia parecida? Pienso en el zumbido de relaciones y
micromomentos que este oasis de burocracia ha propiciado, y trato de
calcular el tiempo que habrá de pasar hasta que el enjambre que
somos se adapte a la nueva colmena. Pienso en todos aquellos con los
que me he cruzado cada día, camino del trabajo, a los que he puesto
mote, Apu, el Lánguido Zopitilla, la Delantero Centro, a los que he
visto dar un estirón o engordar. Eran como hitos kilométricos de
esa porción de mi rutina y, a partir de pasado mañana, serán como
todos los que sobreviven a difuntos desconocidos. Pienso en la
panadera a la que Jose, de vuelta a casa, compra una barra de Alfacar
para la comida, y otra integral para el desayuno. Pienso en ella, y
le deseo que sus ventas mejoren, y que la gente no tenga por qué
recortar por ahí su gasto doméstico.
Pienso
en la Marilyn de doscientos kilos que a las ocho menos un minuto ya
está fumando en la puerta junto al segurata. Caigo en que me voy a
quedar con la intriga de si su idilio acabará fructificando. Vuelvo
a sentirme igual de astuta que me he sentido cada vez que la puerta
del ascensor se cerraba conmigo sola adentro. Pienso en todo lo que
he maniobrado para que mis compañeros aceptasen tomar café en un
lugar distinto al que llevaban yendo año tras año, para provecho de
mi epitelio gástrico. En el camarero que respondía a mis buenos
días con un “¿con leche desnatada, o un zumito?”. Pienso en los
transeúntes del paso de peatones vistos desde la quinta planta. En
mi farmacéutico preferido, tan recortadito y conspirador, que tanto
se benefició de mis primeros, apocalípticos brotes de dermatitis.
Pienso en cuánto he escrutado los balcones, cuando en un momento
muerto me asomaba a la ventana del baño. En tantas sintonías
chorras o discotequeras de teléfonos que me han hecho bordear
ocasionalmente la locura homicida. En las puestas de sol salvajes
sobre la poca vega. Pienso en todo eso, lo estoy recordando ya, y
poco falta para que me gane la melancolía de los viejos hábitos
perdidos.
Sólo
que lo que me llevo de esta oficina – una agenda a punto de
caducar, un par de libros sobre libélulas y plantas acuáticas –
cabe en la funda de un archivador. Que mi equipaje sea así de ligero
me pone contenta. He arrugado cientos de bolas de papel, he arrojado
carpetas a la basura con una determinación propia de Atila. Son
muchas de mis mañanas, también, muchas horas mías. Sí. Y qué.
Seguiremos empezando de nuevo.
Me parto con el momento CHISTE... y con la identificación de la gente que te cruzas. Desde que voy en bici he perdido "hitos", pero sí recuerdo a "La Señora del Cigar"...jajaja.
ResponderEliminarLaura
Y yendo en bici, ¿no te encuentras matrículas-hito?
EliminarQue viva el desapego!.
ResponderEliminarViva!!
Eliminar¿Has pensado las distintas variedades de mudanzas que podríamos ir anotando siguiendo los pasos de nuestras vidas laborales? Trasladarse de oficina y de ciudad, de oficina dentro de la misma ciudad, con cambio de compañeros, cambio de oficina llevándote a los compañeros "puestos"...Tengo que reconocer que pocas veces me ha ganado lo que tú llamas la "melancolía de los viejos hábitos perdidos".
ResponderEliminar¿No sería Sísifo el perfecto santo patrón de los funcionarios? (Bueno, de algunos).
¿Tampoco te ha ganado la melancolía de los antiguos escenarios? ¿No te ha dado cosica al pasar por el portal de una antigua casa?
EliminarMe llevo a los jefes puestos, pardiez!
Las mudanzas de casa joden, pero las del trabajo... ¡Flipas!
ResponderEliminarPero al final ves la oficina llena de cajas, más pequeña de lo que parecía, y oye, que te da sentimiento.
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