jueves, 29 de noviembre de 2012

La realización celular

Las epifanías son sucesos traidores: te atacan cuando menos las esperas. La mía de hoy me pilla a eso de las cinco de la tarde, bajo unas sábanas que todavía no han conocido hoy una mano que las alise. En condiciones normales, seguir a esa hora bajo el iglú del edredón significa lloriquear. La campana de la iglesia de San Cecilio suena cinco veces, y yo me siento como si estuviera a punto de ser conducida por el corredor de la muerte. La vida es un brete, en tales circunstancias. Porque fuera hace ya taanto frío, y en la cama se está tan, pero taaaan calentito, que levantarse es como robarle la infancia a un niño.

Sólo que hoy la normalidad no ha querido guardar las cuatro esquinitas que tiene mi cama. He escuchado las campanas, y me he dicho, solemnemente, “al carajo. ¿Acaso no soy, desde que me quito el uniforme, dueña y señora de mis horas? ¿Y qué si me quedo aquí un ratito más?” En esas, la epifanía se ha metido bajo el edredón conmigo, y me ha abrazado por la espalda, como si fuéramos un par de cucharas recién compradas. De repente me he sentido liberada de todo mis compromisos verticales. Si estoy perfectamente a gusto en la cama, ¿para qué voy a levantarme? ¿Para poder rendir cuentas al final del día, mediante la demostración de mi lista de tareas tachadas? ¿Para justificarme y sentir plenamente mi derecho a la vida? El caso es que, así, neutral y mansa,me he sentido ostentosamente viva, sin más atributo que mi respiración, y el calor que desprende mi cuerpo.

Es bueno recuperar la conciencia del propio calor, así, metida en un nidito, incubándome a mí misma. Mi calor constante y presumido, frente al frío que, ahí afuera, ha dejado de ser un juego. Lo irrefutable de su presencia demuestra que, pese a las veleidades dermatológicas o menstruales, sigo siendo un ser vivo eficiente. Todos mis billones de células, a esa hora, son una fábrica donde se están quemando los músculos del atún, la celulosa de la lombarda, la dulzura soleada de la naranja que me comí hace un rato. Mi calor, fruto de tantas prodigiosas reacciones de combustión y rotura de moléculas, es el envés de la energía empleada en el crecimiento de todo eso de lo que me alimento. Mi calor me conecta a la secreta química de los suelos y de los mares, a los ciclos de lluvia y sequía, a los jaleos atmosféricos. Mi calor le devuelve al sol lo que es suyo.

Y es asombroso todo lo que mi cuerpo no deja de hacer por mí. Me redime de todas las tareas a las que lo someto, y de toda esa presión de rendimiento que acarrea querer vivir una vida rica y bella. Con solo elaborar mi lote de calor automático, ya puedo echarme a descansar: no es preciso que haga esto, aquello, lo otro, para demostrar que mi tiempo está siendo aprovechado. No necesito producir nada, no consumo más que un poco de oxígeno. He dejado de ser un Homo economicus. Así que puedo quedarme en suspenso, tan ricamente, nada más que respirando. El resto de mis gerundios, yo escribiendo, yo respondiendo, yo actuando, no son ya tan perentorios.

Pero es que también tengo una memoria, y una imaginación que, aunque no sea muy fulgurante, me concede volver a los lugares que he amado, y continuar conversaciones pendientes con personas que he perdido. Tengo también la caja fuerte de las sensaciones que he ido ahorrando. Meto la cabeza bajo el edredón, y huelo la corteza color salmón de los alcornoques recién descorchados. Siento en mi lengua la gotita afrutada que se obtiene al chupar el tallo de una flor de madreselva, y en los pies, el tacto de polvorón de la arena mojada en la playa de Bolonia. Siento como si una mano me subiese rodilla arriba, al recordar la forma en que Nick Cave (venga, hacía mucho que no lo sacaba a pasear) arrastra la frase bring it on. El tirante del sujetador sobre un hombro quemado. El nudo en el esófago mientras espero en una sala de embarque. Mis dedos que no se atreven a rozar siquiera el agua salvajemente turquesa en un puertecito en Croacia. Un beso muy, muy apretado sobre la mejilla. Casi puedo tocar los hoyuelos que aparecen en tus mejillas al sonreír.

Ni en mi memoria ni en esta foto hay gota de Photoshop

Sigo nadando en mis tesoros, como el tío Gilito, cuando Jose se revuelve, y haciendo de mí misma, lloriquea. Él tampoco quiere levantarse, pero lo hace, porque ha decidido salir hoy a comprarme regalos de cumpleaños. Hombre adorable. Y yo, que soy solidaria, cierro la tapa de mi cofrecito de recuerdos físicos, y me levanto con él. En poco tiempo estoy desmintiendo los términos de mi epifanía. Hago la cama. Hago unas lentejas para mañana. Hago una diminuta vida social a través del chat de Facebook. Hago como que escribo las primeras líneas de este post. Hago, hago, hago. Voy al Corte Inglés a por leche de coco y huevos ecológicos. Voy a la carnicería, para comprar un salchichón que le gusta mucho a Jose, y devolverle así un poco de su gentileza. El aire de la calle me cura la cara como si fuera un jamón de Trevelez. Y, sin embargo, si fuera lo bastante insensata como para meterme una mano gélida bajo la camiseta, volvería a encontrar mi precioso calor. Llegue adonde llegue, y consiga lo que consiga, mi fabrica de tibieza y recuerdos irá conmigo. Todo lo que vaya sumando a ese depósito de suerte será un rendimiento neto. Y eso porque, a pesar de la letra pequeña, y de la credulidad con que nos tragamos la gran estafa final, la vida es un buen trato.

4 comentarios:

  1. Cualquier adjetivo, comentario o añadido al post ha de ser considerado mancillamiento...me encanta!
    Laura

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  2. De acuerdo con Laura.
    Besos.

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  3. Gracias, amiguitas. Laura, voy a hacer una antología con tus comentarios, para cuando me entren las dudas y me flaquee la motivación.

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  4. Anónimo entre comillas01 diciembre, 2012 22:51

    Releo este post después de leer el que has escrito hoy, con la inevitable humedad todavía en las pestañas y soy yo la que te ve ahora, recorriendo el camino con los ojos tan despiertos con que desde pequeña lo mirabas todo hasta alcanzarnos y mucho más rápida tú en tantos aprendizajes, superarnos limpiamente. Por eso me encanta ver fotos como la de arriba y saber que nos asombramos juntas viendo esas aguas turquesa, y que seguramente guardamos el momento en el mismo lugar, algún buen rinconcillo de nuestra "fábrica de tibieza y recuerdos"...

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