Nos separa poco más que la anchura de
una de las albercas del patio del Alcázar. El espectáculo de agua y
luz que nos ha regalado el Ayuntamiento de Córdoba no está mal, de
verdad, si eres de Wisconsin y no tienes referencia alguna sobre lo
que fue la Costa del Sol en los años ochenta. Y si no te has
levantado a las cinco de la madrugada para hacer un viaje de dos
horas, y tirarte luego otras nueve escuchando un número inclemente
de ponencias. Es de noche, no el tipo de noche postiza característico
de las tardes de noviembre, sino la noche que empieza a partir de las
horas prudenciales en las que el cuerpo humano necesita una cena. La
coreografía de surtidores y chorros de agua en parábola está
durando ya lo mismo que cualquiera de los abusos denunciados por
Amnistía Internacional. Por todo eso, porque estoy agotada,
hambrienta, amodorrada, y porque el recuerdo es a veces de una avidez
que apabulla, es por lo que llevo unos minutos mirando a ese hombre
de ahí enfrente.
Es tan delgado como la persona a la que
ahora recuerdo, no tan alto. Tiene la misma sombra incrustada bajo
los pómulos. Aquella intuición de vello oscuro y fino asomando
irremediablemente por el cuello de la camisa. Las manos dentro de los
bolsillos de un pantalón al que le sobra tela. El tono de voz
parecido, si es que no me lo he ido inventando con el paso de los
años, delicado y vacilante como el de un monje tras un retiro de
silencio. Ambos portugueses. Faltaría más.
¿A cuántos metros estamos uno de otro?
¿Quince, veinte? ¿Y cuántos años hace que conocí al original?
Más de seis. Hay poca luz. Desde
entonces me ha crecido la miopía. No es tan raro confundirse. Miro a
este pobre hombre, inocente de mis cicatrices, que, como yo, tampoco
presta atención a los dichosos chorros de agua. Y me parece estar
protagonizando una secuela de escaso presupuesto de mi propia vida.
La noche de entonces fue en un julio que daba caricias. Hoy nadie se
va a enamorar del aire. Córdoba es una bella ciudad. Lisboa es
subyugante. Entonces unos ojos desconocidos me contemplaron desde la
distancia. Esta noche todo el mundo anda por aquí igual de dormido.
Fue un encantamiento entonces, lo sé.
Uno de esos lapsus preciosos que vienen de la mano de las vacaciones,
y de los que es mejor no sacar ninguna conclusión. Vete a dormir, si
estás a tiempo, con la huella de unos besos inocuos aún fresca en
la boca. Y si ya es el día siguiente, coge tu maleta y continúa el
viaje previsto. No hagas literatura de una postal. Mi razón podría
haberme dictado esto. Todo hubiera sido más dulce e higiénico. Pero
mi razón estaba anestesiada. Y ahora, en Córdoba, descubro la
causa.
Pasó que aquella noche, en Lisboa, V. me
prestó atención. No fue el paisaje, aunque algo sí sazonó. No fue
que derrochara un particular encanto. No fue culpa del verano ni de
la tregua del viaje. Simplemente, V. me miró desde una distancia
parecida a la que ahora me separa de su doble dudoso. Me contempló.
Y cuando mi prima y yo pasamos a su lado, camino del hotel, me
interceptó. Me habló con esa voz cartuja. Me llevó a un mirador
sobre el río. Luego fuimos andando un buen par de kilómetros hasta
donde teníamos que separarnos. Y al final nos besamos. Una historia
de verano como tantas. Pero yo me enganché porque me prestaron
atención. Es posible que fuera un guión tan interiorizado que ni él
mismo se daba cuenta, pero me dijo que descubrir que yo venía de
Andalucía le había hecho gracia. Porque me había visto acercarme,
allí donde nos encontramos, y le había parecido que yo andaba como
emitiendo un reguero de luz. Andalucía... Anda luzzzz, tarareó. En
mis circunstancias, fue demasiado. Estaba deseando que alguien me
dijera algo bonito en un lugar tan bonito. Y mi corazón picó.
Ahora creo que no fui especialmente boba,
o infantil. Fui humana. No importan cuantos años vayamos cumpliendo:
nos pasamos la vida reclamando atención. Desde los primeros lloros
tiránicos, descaradamente, en los primeros años. Mira lo que hago,
mamá. Me duele aquí, dame un besito en la herida. Todas las veces
que de niña me caí, me indignó que la cosa se solventara con un
moratoncillo, en lugar de con una carrera hasta Urgencias y una buena
escayola en el brazo. Y poco a poco vamos perdiendo la gracia, y la
venia que nos concede la tierna edad. La atención mengua, mengua. Y
duele tanto, que en la adolescencia uno quiere desaparecer. Fundirse
en su grupo, encerrarse en un cuarto. Y, sin embargo, deseas ser
descubierto por alguien. Quieres que te rescaten. El anhelo de
atención se va haciendo sutil. Ni tú mismo te das cuentas de cuánto
necesitas que los demás te den la medida de tu propia valía. Así
van viniendo las comparaciones. Los complejos. La rigidez en ciertas
situaciones sociales. La vergüenza. El miedo de no poder responder
con eficacia a la atención de los demás. Los celos. La
competitividad emocional. ¿Es que vas a largarte otra vez con tus
amigos? ¿Podrías dejar de mencionar de una vez a tu mamá?
Esta noche, en Córdoba, vuelvo a
recordarme encandilada, enamorada de la atención que V. tuvo a bien
dispensarme un rato. Y me veo otra vez rota, como una yonqui, cuando
al cabo de pocos meses me retiró brutalmente esa atención. Miro al
hombre tan flaco y portugués como él, que bosteza y hace esfuerzos
por interesarse mínima y cortésmente por el espectáculo. Desde
donde estoy le dedico una sonrisa minúscula. Vuelvo a fijarme en los
chorros de agua. Acabo de descubrir con alegría lo reconfortante que
es no necesitar la atención de nadie.
Gato lisboeta |
Pero que rebién contada esa necesidad,tan humana,de atención-y reconocimiento-con la que cargamos desde que nacemos.
ResponderEliminarY qué consoladora la frase final...si pudiera aplicarmela.
La Piedra de Rosetta que descifra el porqué del amor.
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