Entonces se abren ante ti dos caminos: el
de tu derecha es llano y poco exigente, y tiene un firme bien
asentado; el de tu izquierda sube más de lo que tus gemelos, a estas
alturas de la excursión, están dispuestos a admitir. El de la
derecha discurre por un prado de hierba tierna donde pastan
seis o siete vacas de ojos mansos. El otro se interna en un enredo de
árboles, de formas y de sombras, de seres vivos que se dejan ver lo
justo como para despertar en ti el entusiasmo de perseguirlos e
identificarlos. Este camino te excita. Aquel sabes que te calma.
¿Cuál de los dos te llevará antes adonde has dejado el coche, cuál
te aportará más? La verdad es que no has preparado la excursión
con mucho ahínco, para variar. Has llegado hasta aquí sin plano ni
GPS. Has vuelto a optar una vez más por la improvisación. Y ya has
recorrido kilómetros suficientes como para que desandar el camino
que traías sea una opción.
Así me encuentro yo esta mañana:
dividida ante la alternativa de escribir o un relato, o un nuevo
ejercicio para mi rutina de entrenamiento vital. Hay días en que sé
que las palabras no van a fluir. Hoy es uno de esos. En días así no
me queda otra que ir encadenando pasos. Recojo el zafarrancho de
mieles y mermeladas del desayuno. Me lavo los dientes. Y decido que
lo mejor será dejar la comida hecha, antes de ponerme a escribir,
para que, llegado el momento, no pueda aferrarme a ninguna urgencia
para levantar la vista de la pantalla. Logro demorarme tres buenos
cuartos de hora pelando castañas. En una situación crítica como
esta, viene bien encontrar un chivo expiatorio al que poder maldecir
a gusto. La piel de las castañas es culpable, hoy, de que vaya ir de
cabeza al infierno por blasfema, y no mis dudas acerca de lo que me
convendría escribir.
El potaje de castañas y calabaza que se
me ha puesto entre ceja y ceja cocinar, borbotea ya a ritmo de cocina
de abuela. Ha llegado la hora de encender el ordenador. Bien, es
cierto que podría tumbarme en la cama con un libro, o vagabundear un
rato por internet. Pero he andado ya lo bastante como para que volver
por el camino de la pereza sea una opción. Y, sin embargo, sigo
aplazando el momento de elegir la primera frase. Miro el correo. Me
levanto a echarme crema en las manos. Vuelvo a levantarme, una, dos,
tres veces, para ver cómo va el chup-chup de la olla, para mear,
para bailotear el Theme from Shaft de Isaac Hayes. Me recuerdo
a mi padre, que siempre se para a estudiar toda esparraguera, o
cualquier otro matorral aprovechable por el diente humano, cuando no
puede seguir el ritmo vietnamita que le meto a nuestros raros paseos
por el campo.
Entonces es cuando decido cortar de raíz
mi creatividad dilatoria. Estoy por fin en el cruce de caminos. Tengo
un duendecillo en el hombro derecho que me sugiere que me deje llevar
por mi deseo, y que escriba por fin la lista de los diez mandamientos que
quiero que gobiernen mi vida. En el hombro izquierdo, otro
duendecillo gruñón me señala con el dedo, como el entrenador de
baloncesto en un tiempo muerto, y me exhorta a dedicar un poco de
esfuerzo a la ficción. Me dice que me estoy regodeando más de la
cuenta en los simpáticos cuentecillos del crecimiento personal. Me
advierte de que, si no empiezo a echarle más horas a lo que de verdad
me cuesta, o sea, a la narrativa, nunca lograré avanzar. Y vuelve a
darme la murga con eso de que uno no se merece ser llamado escritor
hasta que no es capaz de dar vida a unos personajes, y levantar un
mundo de la nada.
Mis duendecillos están a punto de llegar
a las manos, cuando decido agitar mis hombros como una bailarina
profesional de salsa. Fuera los dos. Porque, en este punto de duda,
consigo recordar que no importa el camino que elija. Da igual lo que
voy a dejar de aprender, o las zonas de mi musculatura creativa que
voy a dejar de reforzar, si elijo tirar por este camino, en lugar de
por el de al lado. Da igual si uno es más duro, pero más directo, o
si en el otro tendré que dar cien complacientes rodeos para llegar
al mismo sitio. Da igual cuál es ese sitio al que quiero llegar. No
importa si no termino de definirme como escritora. El hecho de que
estos apuntes míos de antropología personal no puedan ser amparados
por la ley de la literatura no es, en realidad, significativo. Porque
lo fundamental es que me siga moviendo, y que siga nutriendo esa
imagen de mis manos sobre el teclado que tanto aprecio. Uno es
escritor cuando escribe, no por lo que escribe.
Y tambien,no importa lo que cuentes sino cómo lo cuentas.
ResponderEliminary retambién, cuando tienes cosas que contar, que es tu caso, amiga mía. Viviendo en mis dos casitas de papel...
ResponderEliminarSois dos chachi-chupis, los dos
ResponderEliminar(Yo quiero casita de Punta contigo, amigüito)
Muy buena oferta este 2x1.
ResponderEliminar¿Cómo que vas sin planos? Esos 10 mandamientos te harán llegar al lugar que quieras.
Deberías cobrarme el copyrigth! Voy sin planos porque reincido una y otra vez en la peligrosa improvisación.
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