martes, 23 de octubre de 2012

Ventajas de ceder


En los primeros minutos cruciales, ninguno se hubiera dado la vuelta. No nos engañemos: los dos compartimos ese matiz traicionero de nuestro carácter. Los dos nos mandamos ágilmente a la mierda, cuando encarta. Los dos somos de un terco crónico. Tú hubieras seguido andando con ese gesto inescrutable que yo no querría ver nunca en tu cara, si fueras mi padre. Yo iría con la mano derecha en el bolsillo del forro polar, cerrada en torno a la llave del coche. Entre nosotros el camino se haría cada vez más largo. Primero daríamos pasos ciegos, como toros recién salidos al ruedo, dirigidos por una misma furia. Después tampoco llegaríamos a fijarnos en las gotas de lluvia que todavía penderían de cada hoja de pino. Habría llegado el momento del parloteo mental, de la indignación, de las recriminaciones. Yo llegaría a insultarte en voz alta. Tú, quién sabe lo que pasa por tu cabeza en momentos así, quizás reclamaras el papel de víctima. Seguiríamos andando, poniendo una tierra de por medio que, a pesar de su nombre, no sería otra cosa que el verdadero campo de nuestra batalla. Ninguno iba a dar su brazo a torcer en esos primeros metros.

A los pocos minutos yo ya vería brillar la carrocería de mi coche. Ahí comenzaría la vacilación. Quizás esta rabieta se nos estuviera yendo de las manos y, en medio de un brillo semejante, de la colocación perfecta de cada piedra en el paisaje, del cuchicheo de los árboles movidos por el viento, pareciera cada vez más ridícula. Pero no iba a ser yo la que dejara caer antes el puño en este pulso. Te daría de plazo hasta que llegara al coche. Tendrías que llamarme para decirme que lo sentías, que no estuvo nada bien decirme, sin venir a cuento, que tenías que ser gilipollas para estar conmigo. Los últimos metros los haría a paso muy lento, apretando la llave como si fuera un amuleto. Al llegar al coche me apoyaría sobre el capó. Cerraría los ojos y suspiraría, como si la última cuesta hubiera sido de subida. Y después, olvidada ya de las razones del cabreo, sacaría mi móvil de la mochila. Te demostraría que yo sí sé claudicar. Que hace falta mucho coraje y mucha elegancia para pronunciar la primera palabra conciliadora después de una pelea. Aunque no me hubieras llamado, te ganaría. El orgullo tiene estrategias sutiles.

Entonces, al toparme con la pantalla renegrida del teléfono, recordaría los últimos pitidos agónicos que soltó antes de que su batería se apurase del todo. Quizás, al fin y al cabo, hubieses sido tú el primero en recobrar la cordura. Pero en ese momento no podría saberlo, ni era una cosa que me interesara. Lo que yo querría adivinar era cómo iba a ponerme en contacto contigo. Puede que tras un instante de bloqueo desolado, decidiese esperarte ahí mismo. Porque tú tenías que haberte parado, después de nuestra primera arrancada en sentidos contrarios. Seguro que habrías intentado llamarme y que, al escuchar esa voz irritante que se recrea en comunicarte que mi teléfono está apagado o fuera de cobertura, habrías sabido darte la vuelta. Estarías a punto de llegar, claro. Y pasarían minutos que no sabría cuantificar, porque el único reloj que suelo llevar es el del móvil. Terminaría comiéndome el puñado de nueces que preparé en caso de pájara, y agotando la botella de agua. Y después de que mi instinto me dijera que el tiempo que llevaba esperando debía de estar más cerca de la hora completa que de la media, empezaría a sospechar de mi razonamiento.

Quizás me hubieras llamado, es cierto, y también que tu voluntad reconciliadora se esfumase por completo al interpretar que yo había apagado el teléfono. Hija de puta, habrías pensado, apretando inmediatamente el paso. Cuando las mandíbulas empezaran a dolerte de tanto apretarlas, y las piernas a pesarte, habrías parado a tomar aire. Me habías entregado la llave del coche, en un gesto airado propio de Hernán Cortés. Y yo había sido lo bastante hostil como para cortar la comunicación. Consecuentemente, te había dejado tirado en medio del monte. Ahora qué. 

Mientras, yo habría decidido volver a desandar los pasos hasta el punto donde nos separamos, pensando que a lo mejor eras tú el que me estabas esperando. Y no te vería. Así que me desharía la voz, a fuerza de llamarte. Seguiría avanzando por el sendero, cada vez más asustada, corriendo a tramos para alcanzarte por donde tenías que haber echado, parándome a gritar tu nombre, con voz de niño atrapado en una pesadilla

El tiempo perdido en esperarte junto al coche, y luego en buscarte, tú lo habrías empleado en llegar a una bifurcación, señalizada, bendita sea, por la Junta de Andalucía. Trazándote un croquis mental, habrías elegido la dirección que tenía que desembocar en uno de los carriles principales de la sierra. Tal vez hubieras terminado encontrándote con una pareja madurita que, vestida con chándal, paseaba al perro. Superando tu timidez, les habrías dado el alto, y con esos ojos redondos que tienes, con tus modales de nieto perfecto, y la historia de que tus amigos te habían hecho la inocentada, habrías sabido darles lástima. Yo, en cambio, no hubiera conseguido superar el trauma de la encrucijada. Temiendo perderte todavía más, o perderme definitivamente, habría decidido volver al coche. En el último tramo estaría tan hecha polvo que ya no sería capaz de discernir lo mejor, o lo menos malo. Una voluntad externa me obligaría a meterme en el coche y a conducir hasta Granada.

Y me habrías encontrado acurrucada en la puerta de casa, con los ojos hinchados. Porque si yo me quedé con las llaves del coche, tú te quedaste con las del piso. Suerte que te habría dado apuro pedirles a tus rescatadores que te alargaran hasta donde tus padres. Suerte que yo habría estado demasiado derrotada como para buscar una cabina y llamar a mi tía. Suerte que a esas alturas del día ya no nos habrían quedado fuerzas ni para odiarnos.

Y qué suerte que la convivencia nos haya enseñado a domesticar el carácter, y que a lo largo de estos años hayamos llegado a dominar el fino arte de la diplomacia. Al menos, lo bastante como para dar el brazo a torcer mucho antes de que nos perdamos.




3 comentarios:

  1. Anónimo entre comillas23 octubre, 2012 23:40

    Es curioso. Por otra de las infinitas casualidades que tanto me asombran, mientras ojeaba los correos y me disponía a leer el post de hoy, a través del whatsapp estaba siguiendo la angustia de una amiga que había perdido esta tarde dos de sus perros en el campo y estaba alli sola, en mitad de la noche, buscándolos todavía, oyendo nuestros consejos e intentos de mantenerla animada. He empezado a leer el post y se me ha ido encogiendo un poquito el corazón...Justo al final, cuando dices: "...mucho antes de que nos perdamos", escribe mi amiga: "Ehhhhh!!!! Aquí están!!!!...Gracias por vuestros ánimos y consejos...final feliz!!!"
    Pues eso.

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  2. 09:15 de la mañana; llevo bastante más de dos horas despierta. A lo mejor eso hace que me sienta especialmente vulnerable a los ecos que vamos generando, sin que se nos ocurra pararnos a escucharlos. Así que este asunto bloguero valdría la pena, aunque sólo fuera por lo útil que es como entrenamiento para la empatía.Porque me he sentido tan cerca del sentimiento expresado por "ahí sola, en mitad de la noche".

    Y yupi por los perros!!!

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