martes, 16 de octubre de 2012

Lo que se queda a las puertas

 
Me faltan dedos de la mano para contar las veces que esta escena se ha reproducido: una hora indeterminada entre el desayuno y la comida, el patio de la casa de mis abuelos, soleado, la hiedra destellando como si estuviera hecha de mármol pulido, y yo, piernas en alto, con un libro abierto entre las manos. Los momentos de verdadero silencio son raros, aquí: cuando no está de visita una prima, está la otra, está mi tía la que vive en el pueblo, o mi tío, solo o con sus hijos pequeños, o son los vecinos voceando, o cualquiera de los que, aparte de mí, duermen en esa casa, y que vienen de la compra, o salen al patio a por escoba y recogedor, o asocian, automáticamente, sol con la ingestión indiscriminada de cortezas de cerdo. Mi tía Esperanza se lamenta de que no me estén dejando leer. Y si yo respondo que no me importa, no es que le esté devolviendo graciosamente la cortesía, es que, en serio, no me importa. Porque esta no es una de esas ocasiones en las que, al leer, toda realidad que no sea la del libro se desdibuja. No. Ahora soy como un animal híbrido: una mitad de mi cuerpo pertenece al reino literario, y la otra, a mi circunstancia. No puede decirse que esté especialmente concentrada en ninguna de esas dos verdades, pero de un modo subterráneo, estoy en ellas. A veces cierro los ojos, y en la pantalla naranja de mis párpados me parece ver cómo los personajes de la novela que descansa ahora en mi regazo chancletean por el patio en pos de la bolsa de cortezas. O cómo mi hermana interroga a Irina, la protagonista del libro (es El mundo después del cumpleaños, de Lionel Shriver), sobre los aspectos más escabrosos de su adulterio, mientras engullen juntas un pollo tandoori.



No obstante, en una de esas, estoy lo bastante atenta como para entender que esta frase: “No contadas, la historias parecían no haber ocurrido nunca”, es justo lo que llevaba buscando desde hacía un buen rato. En realidad, desde que llegué al pueblo, y dejé de relatarme mi propio discurrir por el mundo. La penúltima vez que había cerrado los ojos, precisamente, me vi comparando lo que vivo y después escribo, con lo que nunca llegará a traducirse en frases con sujeto y predicado. En el primer caso, lo escrito deja de ser exactamente como lo viví. En el segundo, la vida se va haciendo cada vez más vaga y más abstracta. Escrita, la vida se convierte en un museo. No escrita, en una operación matemática con más incógnitas que cifras reales.

Lo que hoy me escuece es todo eso que se queda a las puertas de la escritura. Yo pienso el menú que voy a poneros por delante mientras estoy sentada en la oficina o en mi sofá, o andando por el monte, o de camino a la frutería. Y en muchas de esas ocasiones me siento como el trabajador de una cooperativa agrícola que se pasa ocho horas separando los pepinos presentables para el mercado. La cinta transportadora no para nunca, venga pepinos, y yo sólo puedo seleccionar los más derechitos e impecables. La cantidad de pepinos con un piquete o una punta retorcida, perfectamente comestibles, que van a parar al cesto de los descartes...La de cosas que llaman tímidamente al museo de las escenas escritas, sin que nadie escuche su llamada.

Como el cielo lleno de bolas de algodón para desmaquillarse que vi hace tres días sobre el pueblo de mi madre. ¿Podría acordarme yo, dentro de nueve años, de una cosa tan suntuosa, si no la rescatase ahora mediante la palabra y esta imagen?



Como la inquietante sensación de que sólo al aire libre y cerca de los árboles está el lugar donde puedo ser sin adjetivos ni formalidades. Fuimos a dar un paseo por una carretera picada de óxido, que podría ser colonizada por encinas y bicicletas en un abrir y cerrar de ojos. Allí, bajo un cielo tan macizo y transparente que parecía cristal tallado, me di cuenta de que me dolía la cara, de tanto tiempo como llevaba forzándola. Poniendo cara de merienda familiar. Cara de “se-busca-una-pregunta-amable-para-cada una de mis-titas-y-primas”. Cara de “¿yo, en las nubes?-para nada”. Cara de “joder-para-de-mirarme-en-busca-de-defectos”. Cara de “que-no-me-pasa-naada”. Cara de “por favor-Silvia-es una provocación-no respondas”. Sólo cuando salí de la casa pude dejar de poner caras y de buscar desesperadamente esas justificaciones que creemos necesarias para estar con los demás. Sólo entonces me di cuenta de que las primeras inseguridades no nacen en la escuela o en la calle, sino alrededor de una mesa camilla.

Como Nico, el gatito microscópico que mi madre se encontró, igual que a un Moisés, junto al cubo de la basura, y que se ha convertido en el nuevo miembro de mi familia. Como la envidia que me dio darme cuenta de que incluso un animalito tan pequeño viene dotado de serie con cuatro o cinco órdenes simples – mamar/ronronear/tapar la propia mierda/lavarse la cara – , mientras que los humanos tenemos que sudar sangre para aprender tres verdades claras en la vida.

Como el nudo que se me puso en la garganta cuando olí el guiso de los vecinos, y me acordé de la receta de pollo en salsa pobre que, según la memoria discutible de mi madre, hacía mi abuela con las pocas verduras, puro bodegón lóbrego, que se morían de pena en quién sabé qué rincón de su casa sin cocina. Y pensé en todos esos actos cotidianos, perdidos como la civilización maya, de gente que lleva mucho tiempo muerta, y sin cuyo paso por la existencia, no estaría yo aquí ahora mismo, rescatando lo poco que puedo de mi propia vida.




3 comentarios:

  1. Cierto qque mi memoria deja mucho que desear-siempre fué así,no es cosa de la edad-pero ese pollo en salsa es más real y está más presente q
    que lo que he comido hoy.
    Te quiero.

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  2. Un día voy a hacer un post o un taller de la comida de nuestros amores.

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  3. Anónimo entre comillas20 octubre, 2012 23:24

    Esa tía Esperanza tuya debe ser bastante coñazo. En vez de lamentarse de que no se te dejaba leer, podía haberte dejado leer, digo yo ¿no?.
    Tu familia y tú debíais denunciar a los vecinos que pintaron la pared de su casa de ese color rosa puticlub, digo yo ¿no?.
    ¿Desconfías de la vida no escrita? Hmmm, no sé...
    Sí sé que no me inquieta la sensación de que mi lugar esté al aire libre y cerca de los árboles.

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