Querido Doctor Citripio:
(Dado que esta es la tercera carta que
te escribo, amigo arqueólogo, considero que me he ganado el derecho
a llamarte por tu nombre. ¿Estamos?)
Déjame confesarte algo: si hoy me dirijo
a ti es porque me he levantado un poco nostálgica. Y en los últimos
tiempos eso me pone especialmente nerviosa. Porque, ¿sabes? me he
decidido a seguir una dieta muy baja en alimentos melancólicos. La
nostalgia, desde el punto de vista de la nutrición emocional, es un
producto saturado de calorías vacías. Es estéril, es
autoindulgente, es una capitulación de la voluntad. Pura bollería
industrial del corazón. Yo quiero suponer que en tu tiempo ya
habréis solventado la cuestión, absurdamente aplazada hoy día, de
qué es lo que los seres humanos deben comer para estar sanos (y si
no lo habéis conseguido es que el futuro es un fraude). Por eso es
posible que no me entiendas si te digo que lo más normal, cuando
alguien está a dieta, es que padezca frecuentes brotes psicóticos a
costa de los alimentos prohibidos. Uno deja de comer pan o lácteos,
para perder unos kilos, o porque piensa que así va a recuperar la
salud, y de pronto se sorprende confundiendo a todo transeúnte con
un bocadillo de queso andante.
Hoy mi bocadillo de queso eres tú.
Porque ¿qué es lo más psicótico que puede hacer uno, cuando está
a dieta de nostalgia? Pues, precisamente, escribirle una carta a un
arquéologo del siglo LXXI. Analicemos: cinco mil años es una
distancia tan irreal, tan inviable, que lo único que se puede hacer
para acortarla es echar de menos. Estamos tan lejos el uno del otro,
que yo ni siquiera puedo imaginar tu tiempo. Qué es lo que narices
comes, dónde duermes, cómo se organiza tu sociedad, a quién amas.
Y aun así, lo echo de menos. A ti te ocurrirá exactamente lo mismo
conmigo. Por eso te hiciste arquéologo, ¿no? Porque tienes que
saber que ni el oficio de la poesía (¿tenéis poesía?) es tan
nostálgico como el tuyo. Y luego está el asunto de las cartas.
Déjame que lance un suspiro que es un puro desliz azucarado. Ah, las
cartas...
Verás, está mía es una época rara,
bastante perdida todavía entre transiciones. Si ahora mismo me
atrevo a escribirte es porque, a lo largo de mi vida no tan larga, el
concepto de lejanía ha ido perdiendo entidad. Cuando yo era
pequeña, no había ordenadores más que en la NASA (ya hablaremos),
en la CIA (idem), y en yo qué sé qué otros lugares escondidos detrás de
afiladas siglas, y los únicos teléfonos que se encontraban eran
escasos, fijos y más bien poco inteligentes. Recorrer en coche la
distancia de cuatrocientos kilómetros que había entre el extremo
sur y el centro de la Península Ibérica daba para escribir la
segunda parte de La Odisea (¿Homero te suena?). Chicago, Kyoto,
Manaos...Uno podía soñar todavía a partir de cualquier nombre
pronunciado en un documental de la tele (idem), y olvidarse de cómo
era la voz de sus primos entre las vacaciones de verano y las de
Navidad. Ahora, en cambio, la distancia es una cosa flaca y
desdibujada. Si se me antoja un libro que venden en Boston,
Massachusset, me lo compro sin moverme del sofá. Si me siento
desamparada entre las ochenta personas que se aprietan en un autobús
urbano, saco el teléfono del bolso y hablo con mi mamá. Si un
secreto me escuece, lo publico entre cuatro mil millones de
potenciales orejas internautas.
Y
mira, en esta actualidad desde la que te escribo, el medio de
comunicación a distancia favorito de las masas es el mensaje corto a
través del teléfono o del ordenador, pero cuando yo iba a la
escuela (ah, la escuela. Ya hablaremos), muchas personas utilizaban
todavía las cartas para decirse cosas desde la sólida lejanía. Una
carta no era más que, glup, un papel escrito a mano o a máquina,
que se doblaba, se metía en un contenedor de papel llamado sobre, y
se hacía llegar a su destinatario a través de un intermediario
oficial llamado “Correos”. Aunque fueran privadas, las cartas se
escribían siguiendo una especie de esquema protocolario que se
aprendía en edades tiernas: primero saludabas (“Estimado
arqueólogo, etc”), luego te interesabas por la salud de la persona
a la que la dirigías y por su familia, a continuación le contabas
el desarrollo de tus días, con un poquito de adorno, y luego seguías
con un “¿y tú qué?”. Entre medias podías meter
recriminaciones, chismes, secretillos, indirectas o confesiones. Al
final te despedías y firmabas. Más o menos.
No,
perdona, era mucho más que menos. En nuestras casas había un trasto
llamado buzón, que era una caja metálica con una rendija por donde
el señor que repartía las cartas (“el cartero”) depositaba esa
carga de palabras. Cada cierto tiempo tú revisabas el buzón, y
cuando veías algo blanquear a través de la rendija...Bueno, no te
puedes hacer una idea de la ilusión que eso hacía. Tu nombre
completo escrito por una mano ajena en el dorso del sobre. La
liturgia de abrirlo cuidadosa, lentamente, en plan amante refinado y
un poco sádico, o rasgándolo a las bravas, en plan amante de las
cavernas. La letra del otro, como una huella de su personalidad
única. Lo precioso de cualquier información, por nimia que
fuera, en un tiempo en que no circulaba tantísima moneda en el
mercado de la comunicación. El nudo de pánico justo antes de
entregar tu carta al correo. La resolución temeraria, el
arrepentimiento posterior. Cartas de amor que se conservaban mucho
más tiempo de lo que duraba el amor. Cartas de emigrantes que
exageraban sus éxitos y disimulaban sus ganas de gachas con chorizo
(un tipo burdo de comida, querido). Cartas desde el frente de guerra
o la revolución. Cartas cuando no te atrevías a declararte en
persona. Cartas de un viaje que llegaban después de
que el viajero regresara a casa. La primera carta que un
niño escribía a su abuelita para que supiera que ya sabía
escribir. Telegramas (eso era una especie de carta muy, muy urgente)
para avisar de una boda o de una muerte...Si yo te contara sobre
algunas de las cartas que llegué a recibir o a enviar...
Y ahora déjame que suelte una lágrima
por ti, y por la cantidad de información preciosa que nunca podrás
rescatar para tu trabajo, porque, en el año 7012, todas las cartas
de la historia se habrán pulverizado. ¿Verdad que la nostalgia es
insana?
Ay, pero cómo me gustan las cartas que le escribes a este hombre!.
ResponderEliminarDile de mi parte que a mí también me encantaba ese sistema de comunicación humana y que cuando llegaba una con tu nombre, como dices, escrito con mano ajena y veías que pesaba más de lo normal, ya te ibas relamiendo de gusto imaginando cuántas hojas tendría escritas.
Se echan de menos, sí. Ahora todo es más rápido aunque seguimos buscando como yonquis la sensación de tener un mail nuevo, un whatsapp nuevo, o un post de Silvia nuevo... ;P
Besicos!,
Laura
Pero espera..."burda comida" las GACHAS?????. My God!, esto podría romper cualquier blogui-amistad!. Si las catara el señor Citripio ya se vería, ya.
EliminarLaura (one more time)
Laura, con permiso de los animales con los que comparto appellido, eres mi manchega favorita. Lo que no me corta para repetir que las gachas las inventó Lucifer cuando estaba de vacaciones en Tomelloso. Que gustarme, me gustan. Seguro que la cicuta también tiene buen sabor.
ResponderEliminarBesicos redoblados
Qué estupendo ejercicio de nostalgia, niña. Uf, debería prestarte los casi 20 años que nos separan y ya verías, ya...Aquellas cartas cuando llegaba de clase (air-mail, decía el sobre con los bordes en rayitas de colores) de un novio que estaba muy lejos, colocadas cuidadosamente por mi madre sobre una chimenea que tú ni recordarás...
ResponderEliminarNo la recuerdo, no, esa chimenea, porque nunca la conocí. Esa casa de vuestra niñez es arqueología para mí.
ResponderEliminar