miércoles, 10 de octubre de 2012

La puntualidad


Lo natural es tan sigiloso que a veces parece invisible, y sin embargo, siempre acude a sus citas con una puntualidad extraordinaria. Hace un par de semanas, en un cafetería, mencionábamos mi tía y yo la manera en que las primeras lluvias se habían sincronizado con el comienzo oficial del otoño. En ese momento puse yo carita de té a las cinco, como diciendo, muy estirada, “vaya, vaya, querida, qué previsible, esta meteorología”. En cambio, ayer, el primer “uh” sonó justo, justo, cuando las palabras del libro que acababa de retomar se estaban desdibujando, y cuando más necesitábamos que un hechizo nos rescatara a Jose y a mí de la preocupación en la que llevábamos un rato instalados. Sonó ese primer “uh”, bajito, aislado, como tanteando el terreno, y nosotros, dentro del coche, nos quedamos callados. “¿Será...”, nos dijimos con la mirada. Pero no continuamos la frase, porque todavía teníamos que terminar las que nos traíamos entre manos.

Estábamos en medio de cierta polémica. Resulta que nuestra Delegación de Medio Ambiente se traslada de manera inminente a la otra punta de la ciudad, lo que nos obligará a coger el coche para ir todas las mañanas al trabajo, y a levantarnos todavía más temprano, si queremos llegar con puntualidad. Y resulta que, como consecuencia de un mandato gubernamental especialmente kafkiano, ya mismo deberemos comenzar el horario no a las ocho, como lleva pasando desde los tiempos de Keops, sino a las siete y media. Lo que nos obligará a levantarnos todavía más temprano si queremos, etc, etc. Y, a ver, que yo ya me estoy levantando a las seis y media. La perspectiva de hacerlo una hora antes me provoca, simplemente, escalofríos. Jose no entiende porque hago pucheros cada vez que sale el tema. “Sólo va a ser media hora, una hora como mucho, mujer”, dice, y pronuncia la palabra “mujer” como haciéndome un favor, porque está claro que, a sus ojos, me estoy comportando como una cría. “No estoy dispuesto a cambiar toda mi vida por una hora”, termina su parte del diálogo, tajante. Yo acabo de insinuar que quizás nos convendría dejar nuestra preciosa, cálida y adorable madriguerilla con vistas a Sierra Nevada.

Y, sí, puede que esta vez vayan a catearme en la asignatura de madurez, y que esté demostrando ser más rígida y egoísta de lo que creía ser, viendo como anda últimamente el percal del trabajo. Pero lo cierto es que una hora de más sí te cambia la vida. Porque o la acortas del sueño, o te acuestas una hora más temprano. O recuperas por imperativo físico la costumbre traicionera de la siesta. En resumen, que tienes que dejar de hacer cosas. Desde luego que podría ser peor, que hay pobre gente que, bla bla, que tu padre no volvía de la oficina hasta bla bla bla. El caso es que los sacrificios sólo puedo entenderlos de manera pragmática. Si sirven para algo, bueno va, no seré yo la que diga que bienvenidos sean, pero, venga, los acato. Pero imaginad a un papá que le amputa los brazos a su niño para evitarse la molestia de tener que cortarle las uñas. Vale, es una comparación idiota. Igual de idiota que trabajar media hora más, cuando actualmente ya nos pasamos la mitad de la jornada tocándonos las narices a dos manos. Adelantar el horario, sin tocar la eficacia o la carga del trabajo a realizar, no contribuirá a que ahorremos, queridos contribuyentes, sino a que gastemos media hora más de luz, calefacción e internet.

Y en esas estábamos, Jose todavía con un gesto displicente en la cara, yo volviendo a mi libro y tragándome las ganas de gimotear, cuando escuchamos el primer “uh”. Siguió un silencio. Nos callamos nosotros, se callaron los demás pájaros parlanchines. “Uh”. Y luego otro “uh”, y otro, y otro, retumbando en la pared de piedra que teníamos a la espalda, cada vez más hondos y profesionales, sonando como el mar suena al meterse por las oquedades de una costa rocosa. Había llegado la hora de la primera noche, la del búho real, la hora en que las encinas se adueñan del color negro, para repartirlo luego entre todo lo demás. Sólo eran las ocho de la tarde. El verano se ha acabado, pero las guardias de incendios no lo harán hasta el próximo día quince. A partir de esta hora, si uno quiere hacer algo en las dos que le restan a la jornada laboral, tiene que elegir entre iluminar el libro con la pantalla del móvil, o ponerse a escuchar a las rapaces nocturnas, cuyos cantos se van revelando como en un laboratorio de fotografía.

Bueno, no necesito ser muy elocuente pare que os imaginéis lo mucho que mola. Podéis quedaros dentro del coche, si lo preferís. En el pueblo la gente todavía se reúne en corrillo a la puerta de sus casas, pero aquí, a media ladera de la montaña, el calendario se adelanta un mes, por lo menos. A mí me gusta más quedarme de pie, apoyada contra la carrocería, y dando gracias a la humilde sensación de seguridad que supone tener abrigo cuando el viento viene fresco. Se oye aún al búho, a los grillos, a algún chotacabras todavía más despistado de lo normal. Y más pájaros cuyos nombres me gustaría poder enseñaros. Pero soy una forestal muy, muy generalista. Aunque casi es mejor no saber nombres, para que cuando el silencio se instale en nuestras mentes, no tengamos ni un asidero, no podamos decir siquiera “un pinzón”, “una curruca”. Empiezan las conversaciones, los avisos, las llamadas. Una civilización entera de sonidos que todas las noches se levanta, haya o no un oído humano para escucharla. Maravilla, y abruma, y vuelve a maravillar, todo ese entramado de relaciones cuya finura y complejidad no seremos capaces de descifrar completamente. Escucho el monte, o pego mi espalda al tronco de la encina, y mis dilemas sobre el hacer y el tiempo que apremia se desvanecen. Si me obligasen esta noche a echar otras dos horas de trabajo, podría dar hasta las gracias.

2 comentarios:

  1. Anónimo entre comillas17 octubre, 2012 11:55

    ¿Puedo enviar este post (bueno, quitando el final, que sería contraproducente) a los inútiles que dediden cuántas horas debemos trabajar? ¿Cuántas serían rentables o -más, todavia- ruinosas? ¿Y no podría yo cambiar por la charla de esos inteligentes seres tan inofensivos que se asoman al final del post, esta inagotable, insoportable e insulsa que escucho sin remedio todas las mañanas?

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  2. También habría que traducir lo que dicen las lechuzas, Anonimillas, con esa cara de reviejas sabelotodo que tienen. Funcionarias, completely

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