viernes, 19 de octubre de 2012

Geografía apolillada


Es una manía, lo sé. Llego a casa del trabajo, y antes de soltar la mochila o sacarme las botas de montaña, enciendo la tele para sentir el telediario. El resto del día  la tele es ese trasto que ennegrece la pared como una chimenea del Londres dickensiano (jeje, este tipo de adjetivos me horripila), y que se burla de mis esfuerzos por reducirla a un estado de Polvo Cero. Salvo a la hora de las comidas, la tele me la pela. Lamentable, dicen. Jose lo dice. Jose, que caga con el transistor en la oreja, se lava los dientes, duerme, sueña pegado a la radio. Los gurús de la gastronomía y la convivencia en el hogar lo dicen. No comáis viendo la tele, o vuestra atención, vuestros matrimonios o vuestras lorzas sufrirán estragos. Los cultos lo dicen. La tele, buah, sopor, embrutecimiento, asquito. Y yo también lo digo. Pero no hago nada por evitarlo. Porque los animales somos esos seres vivos que a menudo, siempre, se dejan poseer por el espíritu y las costumbres de sus padres. Es la ley inexorable de la impronta. Y mis padres no entendían una comida o una cena sin la banda sonora del telediario. Así les fue.

Sólo que, últimamente, las noticias son capaces de que hasta los piononos amarguen. Y a mí el castellano que los reporteros evacuan me produce reflujo esofágico. Por eso, a veces me veo con el tenedor en la mano derecha y el mando a distancia en la izquierda, como si llevara viviendo sola quince años. Ayer me topé con un documental sobre exploraciones arqueológicas en el Nilo. Velas blancas triangulares surcando las aguas. El dichoso y fértil limo negro. Piedras garrapateadas con pajaritos y ojos y gente con pies desproporcionados. Carne humana con aspecto de mojama de Barbate. Lo de siempre. Volví a La Primera, resignada a dejarme seducir de nuevo por la lengua de peluche del Querido Preshidente.

Pero, un momento, me dije. A ver. Que hace unos quince años yo moría por el Alto y el Bajo Egipto. Quería ir allí, sobre todas las cosas. Estudiaba folletos de agencias de viajes como si fueran las cláusulas del testamento de mi tío abuelo el marqués del Velerín. Me compré libros de esos que tan bien quedan en la mesas de centro de un salón. Me aprendí las treinta y tres dinastías de faraones. Saqué del protointernet de entonces un montón de apuntes sobre la escritura jeroglífica. Egipto era...Una reminiscencia de mi tópica vocación infantil por la arqueología. Unas ganas de aventura puramente cerebrales. Un asombro de tiempo sobre tiempo sobre tiempo. Juguetitos de madera que te hacían llorar de ternura. Palmeras y gente de brazos largos y cabeza rapada. Una caja fuerte de vida encapsulada por metros y metros de piedra y arena y siglos, cuya clave, como en una novela de Sherlock Holmes, era preciso descifrar. Y ahora qué es. Un motivo más para decir “chico rollo”.

Entonces pensé en aquella persona fascinada que, curiosamente, compartía conmigo nombre y DNI. ¿Podemos ser ella y yo la misma persona, cuando nos separan tantos embelesos? Si su fantasía se alimentaba según una dieta que a mí o me deja fría, o me cuesta digerir. Los enamoramientos pasan y, a veces, nos llegamos a avergonzar de ellos. Pero, al recordarlos suele ocurrir que nuestro termostato emocional vuelve a calibrarse. Porque, en el fondo del corazón, quedan todavía unas gotas de compasión o de escozor o de nerviosismo. Pero ¿qué pasa cuando un amor exaltado de antaño sólo provoca desconcierto? Que uno siente como si le hubieran amputado media vida. Como si hubiera nacido anteayer. Entonces no cuesta mucho comprender que la vida se parece más a la estructura de un árbol de lo que pensamos: hay un tronco de experiencias recias e inamovibles, hay ramas que siguen brotando y dando frutos, y hay otras que se secaron.

Y antes de Egipto fue Rusia. La adolescente apocada que fui tenía ensueños cosacos. No le parecía descabellado imaginarse que terminaría aprendiendo a cabalgar a pelo, o yendo al instituto con rojas faldas bordadas y botas de cuero, o ahorrando la modesta paga semanal para colarse de polizona en el Transiberiano. Creo que la única cliente que Planeta Agostini consiguió en la Costa del Sol para su curso de ruso fue servidora. ¿No tendría yo otra cosa que hacer, más que repetir los números que me dictaba una señorita encerrada en una casette, a la que yo llamaba Tatiana, flipando al descubrir la existencia de los seis casos gramaticales? ¿Por qué no se preocuparon mis padres, por favor, pazhalsta? ¿Por qué no me metieron de cabeza en los scouts o en la consulta de un psicoanalista? Mamá, pronuncia conmigo: Iz-Vi-Ni-Tie. Te perdono, moya mam.

Mi pasión granadina estuvo llena de altibajos y reincidencias. Nos peleamos y nos reconciliamos más que Elizabeth Taylor y Richard Burton (soy una antigua, peeero...no veo la tele). Antes de empezar la carrera, le escribía a la Alhambra poemitas de amor. Durante la carrera había calles que me parecían tan piojosas y malolientes como ese tío desconocido junto al que te despiertas la mañana siguiente a una fiesta. Después, el año que pasé en Sevilla, me emocionaba cada vez que veía mocárabes y arrayanes. En el exilio de Jimena se me hacía la boca agua imaginando que volvía y me colaba de oyente en clases de Filología y conocía a gente rica en historias y generosa en abrazos. Ahora...Hablo por ahí de ella como un marido hastiado. Pero yo, que tanto echo de menos los bosques en los que empecé a trabajar. Yo, que cuando fantaseo con mi vida ideal nunca pienso en la ciudad en la que vivo. Yo, que a veces voy con el alma en los pies, agraviada por el humo de los coches o la desolación de los montes que me rodean, yo, ayer, casi me arrodillo para plantar el morro en el suelo como Wojtyla. Porque poder pasar de la Zanja Perpetua al encanto entre íntimo y zarrapastroso del Albayzín a un trozo de tierra donde hozan jabalíes, todo ello en cinco minutos, es algo que se merece decir gracias. Pronuncio esa palabra con alegría, y así me doy cuenta de que esa rama de mi árbol aún no se ha secado completamente.

Quejigos de la Dehesa del Generalife que me hicieron sentir en casa



4 comentarios:

  1. Preocuparme dices,pues anda que no estaba yo contenta con mi niña estudiando ruso,nada menos!.Recuerdo cuando me enseñaste que gracias se decía spasíva.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Mamaa, pos, retrospectivamente, yo me siento de un friki que borda la ilegalidad.

      Eliminar
  2. Anónimo entre comillas21 octubre, 2012 23:55

    Oye, no conocía yo esa aventurilla tuya con el ruso. Tiene c...Ahora que a veces oido hablar ese idioma por algunas personas cercanas a mi, dudo que sea posible aprenderlo en siete vidas.
    Yo le he dado muchas vueltas a eso de no poder comprender cómo es posible que mirando a la persona que fuimos nos parezca imposible reconocernos. Y no hablo de "ramitas" precisamente, sino de lo que se supone que es (bueno, lo es para mucha gente) el tronco central, incluso las raíces.
    Eso sí, mi pasión granadina no ha cambiado, y siento como si fuera algo mutuo, como decía la frase final de una pelicula: "Esta ciudad tiene un aire que me quiere".

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. A lo mejor es porque, después de todo lo que nos remacha la autoayuda y otras religiones, sólo sabemos vivir en el presente.
      Me gusta esa frase! Yo siento que a mí me quieren los árboles. Hasta me siento más guapa bajo ellos.

      Eliminar