Es una manía, lo sé. Llego
a casa del trabajo, y antes de soltar la mochila o sacarme las botas
de montaña, enciendo la tele para sentir el telediario. El resto del
día la tele es ese trasto que ennegrece la pared como una chimenea
del Londres dickensiano (jeje, este tipo de adjetivos me horripila),
y que se burla de mis esfuerzos por reducirla a un estado de Polvo
Cero. Salvo a la hora de las comidas, la tele me la pela. Lamentable,
dicen. Jose lo dice. Jose, que caga con el transistor en la oreja, se
lava los dientes, duerme, sueña pegado a la radio. Los gurús de la
gastronomía y la convivencia en el hogar lo dicen. No comáis viendo
la tele, o vuestra atención, vuestros matrimonios o vuestras lorzas
sufrirán estragos. Los cultos lo dicen. La tele, buah, sopor,
embrutecimiento, asquito. Y yo también lo digo. Pero no hago nada
por evitarlo. Porque los animales somos esos seres vivos que a
menudo, siempre, se dejan poseer por el espíritu y las costumbres de
sus padres. Es la ley inexorable de la impronta. Y mis padres no
entendían una comida o una cena sin la banda sonora del telediario.
Así les fue.
Sólo que, últimamente, las
noticias son capaces de que hasta los piononos amarguen. Y a mí el
castellano que los reporteros evacuan me produce reflujo esofágico.
Por eso, a veces me veo con el tenedor en la mano derecha y el mando
a distancia en la izquierda, como si llevara viviendo sola quince
años. Ayer me topé con un documental sobre exploraciones
arqueológicas en el Nilo. Velas blancas triangulares surcando las
aguas. El dichoso y fértil limo negro. Piedras garrapateadas con
pajaritos y ojos y gente con pies desproporcionados. Carne humana con
aspecto de mojama de Barbate. Lo de siempre. Volví a La Primera,
resignada a dejarme seducir de nuevo por la lengua de peluche del
Querido Preshidente.
Pero, un momento, me dije. A
ver. Que hace unos quince años yo moría por el Alto y el Bajo
Egipto. Quería ir allí, sobre todas las cosas. Estudiaba folletos
de agencias de viajes como si fueran las cláusulas del testamento de
mi tío abuelo el marqués del Velerín. Me compré libros de esos
que tan bien quedan en la mesas de centro de un salón. Me aprendí
las treinta y tres dinastías de faraones. Saqué del protointernet
de entonces un montón de apuntes sobre la escritura jeroglífica.
Egipto era...Una reminiscencia de mi tópica vocación infantil por
la arqueología. Unas ganas de aventura puramente cerebrales. Un
asombro de tiempo sobre tiempo sobre tiempo. Juguetitos de madera que
te hacían llorar de ternura. Palmeras y gente de brazos largos y
cabeza rapada. Una caja fuerte de vida encapsulada por metros y
metros de piedra y arena y siglos, cuya clave, como en una novela de
Sherlock Holmes, era preciso descifrar. Y ahora qué es. Un motivo
más para decir “chico rollo”.
Entonces pensé en aquella
persona fascinada que, curiosamente, compartía conmigo nombre y DNI.
¿Podemos ser ella y yo la misma persona, cuando nos separan tantos
embelesos? Si su fantasía se alimentaba según una dieta que a mí o
me deja fría, o me cuesta digerir. Los enamoramientos pasan y, a
veces, nos llegamos a avergonzar de ellos. Pero, al recordarlos suele
ocurrir que nuestro termostato emocional vuelve a calibrarse. Porque,
en el fondo del corazón, quedan todavía unas gotas de compasión o
de escozor o de nerviosismo. Pero ¿qué pasa cuando un amor exaltado
de antaño sólo provoca desconcierto? Que uno siente como si le
hubieran amputado media vida. Como si hubiera nacido anteayer.
Entonces no cuesta mucho comprender que la vida se parece más a la
estructura de un árbol de lo que pensamos: hay un tronco de
experiencias recias e inamovibles, hay ramas que siguen brotando y
dando frutos, y hay otras que se secaron.
Y antes de Egipto fue Rusia.
La adolescente apocada que fui tenía ensueños cosacos. No le
parecía descabellado imaginarse que terminaría aprendiendo a
cabalgar a pelo, o yendo al instituto con rojas faldas bordadas y
botas de cuero, o ahorrando la modesta paga semanal para colarse de
polizona en el Transiberiano. Creo que la única cliente que Planeta
Agostini consiguió en la Costa del Sol para su curso de ruso fue
servidora. ¿No tendría yo otra cosa que hacer, más que repetir los
números que me dictaba una señorita encerrada en una casette, a la
que yo llamaba Tatiana, flipando al descubrir la existencia de los
seis casos gramaticales? ¿Por qué no se preocuparon mis padres, por
favor, pazhalsta? ¿Por qué no me metieron de cabeza en los
scouts o en la consulta de un psicoanalista? Mamá, pronuncia
conmigo: Iz-Vi-Ni-Tie. Te perdono, moya mam.
Mi pasión granadina estuvo
llena de altibajos y reincidencias. Nos peleamos y nos reconciliamos
más que Elizabeth Taylor y Richard Burton (soy una antigua,
peeero...no veo la tele). Antes de empezar la carrera, le escribía a la Alhambra
poemitas de amor. Durante la carrera había calles que me parecían
tan piojosas y malolientes como ese tío desconocido junto al que te
despiertas la mañana siguiente a una fiesta. Después, el año que
pasé en Sevilla, me emocionaba cada vez que veía mocárabes y
arrayanes. En el exilio de Jimena se me hacía la boca agua
imaginando que volvía y me colaba de oyente en clases de Filología
y conocía a gente rica en historias y generosa en abrazos.
Ahora...Hablo por ahí de ella como un marido hastiado. Pero yo, que
tanto echo de menos los bosques en los que empecé a trabajar. Yo,
que cuando fantaseo con mi vida ideal nunca pienso en la ciudad en la
que vivo. Yo, que a veces voy con el alma en los pies, agraviada por
el humo de los coches o la desolación de los montes que me rodean,
yo, ayer, casi me arrodillo para plantar el morro en el suelo como
Wojtyla. Porque poder pasar de la Zanja Perpetua al encanto entre
íntimo y zarrapastroso del Albayzín a un trozo de tierra donde
hozan jabalíes, todo ello en cinco minutos, es algo que se merece
decir gracias. Pronuncio esa palabra con alegría, y así me doy
cuenta de que esa rama de mi árbol aún no se ha secado completamente.
Quejigos de la Dehesa del Generalife que me hicieron sentir en casa |
Preocuparme dices,pues anda que no estaba yo contenta con mi niña estudiando ruso,nada menos!.Recuerdo cuando me enseñaste que gracias se decía spasíva.
ResponderEliminarMamaa, pos, retrospectivamente, yo me siento de un friki que borda la ilegalidad.
EliminarOye, no conocía yo esa aventurilla tuya con el ruso. Tiene c...Ahora que a veces oido hablar ese idioma por algunas personas cercanas a mi, dudo que sea posible aprenderlo en siete vidas.
ResponderEliminarYo le he dado muchas vueltas a eso de no poder comprender cómo es posible que mirando a la persona que fuimos nos parezca imposible reconocernos. Y no hablo de "ramitas" precisamente, sino de lo que se supone que es (bueno, lo es para mucha gente) el tronco central, incluso las raíces.
Eso sí, mi pasión granadina no ha cambiado, y siento como si fuera algo mutuo, como decía la frase final de una pelicula: "Esta ciudad tiene un aire que me quiere".
A lo mejor es porque, después de todo lo que nos remacha la autoayuda y otras religiones, sólo sabemos vivir en el presente.
EliminarMe gusta esa frase! Yo siento que a mí me quieren los árboles. Hasta me siento más guapa bajo ellos.