Todos tienen la misma barrigota
encaramada en el mismo par de piernas, largas como zancos, la misma
piel abotargada, y una manera parecida de que el flequillo se les
quede pegado a la frente. Todos hablan de su padre de una manera que
hace pensar en Vito Corleone. Todos pronuncian “ahora” con
resonancias trágicas, sin necesidad alguna de aludir a la crisis.
“Ahora no producimos”, “ahora que, ya podéis ver, estamos
parados”... Pero no, no lo podemos ver. En la cantera hay un
hormigueo raquítico pero incesante. Un hombre roe la pared de piedra
con la retroexcavadora. Otro hace chapuces en el taller pringoso de
aceite. Éste, como si no entendiera el día sin el ruido de las
máquinas, acciona los molinos que mastican el poco mineral
arrancado, y lo convierten en arena. Aquél mueve de acá para allá
los montones recién triturados, como si tuviera en mente un plan
estético, como si fuera un ama de casa que a las diez de las mañana
ya se ha quedado sin faenas.
Hay un aire desenfadado en este rincón
del mundo donde la arena es tan blanca que dan ganas de esquiar.
Queda claro rápidamente que aquí no hay jerarquía ni diplomas
universitarios ni director facultativo. No hay siquiera una
estrategia común de trato con la administración a la que
representamos. Cuando llamamos la atención sobre tal o cual
incumplimiento, el hermano mayor pone los ojos redondos de
ignorancia. El que le sigue nos reconoce abiertamente que sí, que
han estado rellenando ilegalmente los boquetes de la cantera con
escombros, pero que ahora mismo los tapa con arena y aquí no ha
pasado nada. El siguiente acusa a unos gitanos espectrales, y el
pequeño se aleja refunfuñando. Esta es una explotación familiar en
la que todos van e improvisan a su aire.
Pero todos, tarde o temprano, mencionan
la autovía. Cuando hagan la autovía...Cuando empiecen las
obras...Toda esta parte de aquí se quedará asá...Aquí vendrán
los camiones cargados con la tierra agrícola levantada...En cinco
años nos comemos este cerro. Casi puede verse en sus ojos el fragor
de las palas, de las cintas transportadoras, de la maquinaria de
ruedas colosales. Los escuchas hablar como si fueran pioneros camino
del Lejano Oeste. Y sabes que no es el brillo del oro lo que los
deslumbra, o no es sólo eso. Arrancarle arena al cerro es lo que
hizo su padre y lo que ellos llevan haciendo desde que salieron de la
escuela. Como uno de ellos dice, este es su trabajo y esta es su
vocación. Cualquiera a quien un lugar así sólo le recuerde a
Sísifo, podría pensar que lo dice con fatalismo, y se equivocaría.
Este tío, el brutalmente honesto hermano segundo, el que en la
primera de nuestras visitas pensó que necesitaba contarme que se
acababa de comer cinco plátanos de Canarias, tiene alegre y
meridianamente claro lo que quiere y para lo que vale, y eso se
merece todo mi respeto.
Juro que no fui yo la que puso esa silla en el filo de un talud de quince metros |
En la segunda visita lo pillamos a punto
de irse a comer un Danone y una manzana. Pero al momento se olvida
del hambre. En este trabajo en el que, según el día, puedes tratar
a pastores, a cazadores, a trabajadores de talleres, de cementeras,
de viveros, de retenes contra incendios, a canteros, a dueños de
rapaces, a agricultores, a jubilados en su huerto de tomates, sólo
hace falta una actitud mínimamente amable, y un par de preguntitas
inocuas, para que la gente empiece a largarte su vida. El hermano
número dos habla, habla, mientras mi compañero y yo cruzamos
miradas entre divertidas y sobrepasadas. Nos aclara que, aunque los
moros no, que no, que son malos y huelen mal, él no es racista,
porque está casado con una polaca a la que conoció en uno de los
encuentros. Y como la imaginación es más rápida que el sonido, uno
se figura a una caravana de solteros tratando de escoger entre un
montón de frías pero diligentes Olgas, de taciturnas Janas, o de
bullangueras Abigailes. Pero no. Enseguida nos despierta diciendo que
aquello fue en uno de los encuentros juveniles del Camino. Hay
mayúsculas que se escuchan. ¿El camino? Sí, el Camino. El Camino
Neocatecumenal, pronuncia tropezando entre ce y ce. Y a continuación
viene un disparate de loas al papa Wojtyla, santificaciones,
milagros, la educación inmoral que se les da a los niños en las
escuelas, donde el gobierno de antes los obligaba a toquetearse entre
sí y a que las niñas sintiesen cosas por las niñas y los niños
por los niños. De conjuras, de la caída del Muro, de encuentros
internacionales como este de Toronto al que va a mandar a sus hijas,
que tienen ya diecisiete y catorce años, y ya es hora de que definan
su camino, y que decidan si quieren casarse y con quién, o ser
monjas o permanecer célibes.
A veces pasa. Te encuentras con gente
así, gente a la que le vale una sola versión para explicar la
ética, el comportamiento cotidiano, la historia o el propio destino,
gente con una vocación inconmovible, gente que resume su propia
utopía con una palabra. Hablan, libres de duda y de indefinición, y te parece oír a las sirenas, y te
dan ganas de alejarte rápidamente o de meterte cera en las orejas.
Porque, si no lo haces, corres el riesgo de admirarlas.
Cuando la gente solo tiene una versión y la tiene "tan clara" a mi lo que me da es miedo. (Y, a veces, un poquito de envidia.)
ResponderEliminarSobresaliente cum laude en resumen de textos, queridito Bubo
ResponderEliminarOHÚ! La de "elementos" que se encuentra uno por esos cerros de dios!! Mae mia!
ResponderEliminarAhí hay filón, joven escritora, al menos para una trilogía, un epílogo y un "cómo se hizo" con fotos en sepia polvorienta y visitas organizadas al lugar inspirador. ¡No lo desaproveches!
;-)
Desde luego, que si hubiera empezado a coleccionar datos e historias recién aterrizada al mundo forestal, a estas alturas sería rica y habría colgado el uniforme. Esos Hermanos Dalton que tú conoces, ese Risitas... Un beso, primo
ResponderEliminarNo te entusiasmes. En las estaciones de autobuses tenemos "un jartón" de datos e historias y nadie nos paga nada. (Doce libros de incidencias que pueden dar mucho de si.)
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