domingo, 28 de octubre de 2012

El aprendizaje de la generosidad

Ni en domingo dejan de cantar los pajarillos encerrados en el despertador. Por primera vez en mi vida, confraternizo con el pérfido horario de invierno. Son las 07:40, pero no, son las 06:40, y espera un ratito para levantarte, Jose, total, no creo que hayan abierto siquiera las puertas del hospital. Aunque sospecho que esas puertas nunca se cierran. Remoloneamos un poco, y por un momento nos sentimos idiotamente al margen del ataque de la enfermedad, como si el edredón que volvimos a rescatar hace un par de días fuera uno de esos escudos o mantos de invulnerabilidad que los dioses griegos les regalaban a sus héroes favoritos. Hasta que él suspira, y yo, por solidaridad, suspiro también.

Al momento estoy en la cocina, intentando que los panqueques que me ha dado hoy por hacer salgan redondos, como en todas las fotos de internet. Luchando a la vez contra el sueño y los churretes de masa, se me ocurre que quizás esta sea una estrategia para retener el domingo: no tenemos que trabajar, la piel todavía guarda, bajo el albornoz, el calor de la cama, y tú y yo vamos a encender el fuego y a cocinar un desayuno inusual, como si tuviéramos todo el tiempo del mundo, y nuestros corazones rebosaran ingenuidad americana. Sólo que Jose pasa de panqueques, porque es fiel como el Papa a sus tostadas, y porque sabe que las he preparado con trigo sarraceno y kéfir, y esos son ingredientes que aberran a cualquier estómago mediterráneo. Tampoco tenemos todo el tiempo del mundo. En media hora él estará saliendo de casa, para pasar la mañana con su padre en el hospital. Y yo, mientras friego el piso, haré el calentamiento para seguir entrenando mi generosidad. Si fuera un poco más melodramática, diría que los panqueques me salieron con forma de lágrima. Pero eso no fue culpa del tiempo o de los hospitales, sino de lo líquida que estaba la masa.

Pero es duro este ejercicio. Hace unos días la querida Laura comentaba por aquí lo arduo que resulta el camino hacia la profundidad de uno mismo, y no sólo, quiero entender, porque la personalidad sea una receta más intrincada y con más ingredientes que la de la Coca Cola, sino porque no siempre es agradable toparse con lo que uno es realmente, por debajo de todos los eslóganes y las maniobras de marketing social. Uno piensa que la bondad está chupada, y que, a poco que se ponga, conseguirá que sus nobles principios se amolden a lo que la situación demanda. Porque, igual que los estudiantes que se dan atracones de última hora consideran que no necesitan trabajar día a día gracias a su natural inteligencia, todos confiamos en la verdad y en la luz de los valores que son nuestro faro. Todos somos buenos, compasivos y altruistas, cómo no, y por tanto, todos sabremos actuar bien, en toda ocasión, con respeto y dulzura hacia nuestros semejantes. Nadie quiere reconocer que la solidaridad sea otra de las cosas que decimos de boquilla, como la frecuencia con la que nos duchamos o la pulcritud con que separamos la basura. Nadie está dispuesto a admitir fácilmente que la cruz de la bien vendida generosidad es el sacrificio.

Así que mi plan de entrenamiento es el siguiente: si Jose me llama desde el hospital para ver cómo va la mañana, no pondré voz de resfriada, aunque tenga la garganta como forrada por la cara áspera del velcro. Prepararé la comida con una entrega consciente y cursi propia de Como agua para chocolate, y si él llega después de la hora acordada, no protestaré porque la comida se esté enfriando, aunque normalmente el remoloneo frente al plato puesto me parezca una declaración de guerra. Diré “mira la sierra, cuánta nieve”, para apoderarme del estropajo, su estropajo, y fregar los platos. Y después de recoger la cocina, me vestiré y le acompañaré al hospital, y derrocharé ternura. Tendré la mano de su padre entre las mías, largo rato. Forzaré mi imaginación para poder contemplar a sus compañeros de habitación como si fueran algo mío. Y al atravesar en sentido contrario las puertas que nunca se cierran, me grabaré a fuego que sólo es cuestión de tiempo que mi cuerpo sea uno de los que se derrumban, ladrillo a ladrillo, sobre cualquiera de esas ominosas camas.

Nada de eso me costará, ni calentará un poquito siquiera los músculos de mi generosidad. La verdadera prueba, la que te roba el aliento, la que te deja agujetas, vendrá luego, y nadie más que yo se dará cuenta. Será mi maratón secreta, cuando yo misma vuelva a casa, con hambre redoblada de sol y de calle, y me cruce de brazos. Cogeré un libro, para conjurar el peligro, o pondré garbanzos en remojo para la comida de mañana, o veremos un capítulo de Los Soprano. Pero la pájara vendrá, y todos mis pensamientos girarán morbosamente en torno a la idea de abandonar la carrera. Miraré por la ventana y, entonces, en medio de la noche postiza con que nos castiga el cambio horario, me acordaré de mí misma. Inevitablemente. De todo lo que considero que me queda todavía por hacer. De los debes en mi cuenta que me asusta dejar sin pagar, si todo lo que tengo, mi tiempo, mi motivación, lo invierto en una vida de pareja que se cargará con una hipoteca y un peso con los que yo no contaba. Calcularé los viajes que no he hecho, la gente aún por conocer, los campos en los que estoy deseando plantar las botas de montaña; las coordenadas variables en las que podría poner mi casa sin ningún problema; las corrientes de viento por las que no me importaría dejarme llevar. Las cafeterías, los hoteles, los árboles, los amigos, la escritura. Y al poner en la balanza los años vividos y los que me quedan por vivir, apenas si me atreveré a preguntarme si quiero quedarme para siempre en Granada, cuidando de más personas de las que me correspondería cuidar, por nacimiento. Entonces es probable que quiera salir corriendo en dirección contraria.

Así, entre dudas, y a pesar del miedo de que la propia vitalidad se vea amenazada por la entrega, es cómo se estudia la difícil lección de la generosidad. Siendo consciente de que, a veces, las expectativas del yo independiente no conjugan con la vocación de compañía. Sabiendo que tendrás que desprenderte de proyectos personales y, pese a ello, quedándote.


7 comentarios:

  1. Conozco la situación y la sensación.
    Uf. Todo un reto.

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  2. Amiga ahí tenemos muchos de los obtáculos que nos pone delante el estar vivos,saber saltarlos bien es más duro que coronar el Anapurna.

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  3. Hija mia, aunque lleves muchos años ganándote la vida por ti misma,viviendo sola-ya no,desde hace un tiempo-,enfín sitiendote adulta,ahí empezará tu verdadera incorporación a la madurez.
    Mi amor.

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  4. Qué hermosura!. Mucho ánimo!. Y además de esto, quiero decirte que no hay sitio más hermoso que aquel en el que te encuentras en cada momento. Los otros, son ficción, sólo están en la mente (futura o pasada).
    Sin ánimo de ponerme filosófica de nuevo, me ha venido a la cabeza algo muy importante que dice la filosofía taoísta: que el mundo puede descubrirse sin salir de tu propio salón. Te lo digo por si te atacan esos anhelos de las "cosas sin hacer", que insisto, no existen.
    Besazos!
    PD.: Sí, me refería a eso: a las cosas que vamos descubriendo, nada buenas, de lo que nosotros somos. Pero suelen ser caretas, sí.
    Laura

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  5. Sois amor en rama.

    A ver, Laura, ¿cómo te lo digo? Que tienes permiso para ser más filosófica que Sánchez Dragó!!! Que inspiras mucho.

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  6. Donde pusiste generosidad,yo pondría Deber y todos necesitaríamos unas clases extras.

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