Ni en
domingo dejan de cantar los pajarillos encerrados en el despertador.
Por primera vez en mi vida, confraternizo con el pérfido horario de
invierno. Son las 07:40, pero no, son las 06:40, y espera un ratito
para levantarte, Jose, total, no creo que hayan abierto siquiera las
puertas del hospital. Aunque sospecho que esas puertas nunca se
cierran. Remoloneamos un poco, y por un momento nos sentimos
idiotamente al margen del ataque de la enfermedad, como si el edredón
que volvimos a rescatar hace un par de días fuera uno de esos
escudos o mantos de invulnerabilidad que los dioses griegos les
regalaban a sus héroes favoritos. Hasta que él suspira, y yo, por
solidaridad, suspiro también.
Al
momento estoy en la cocina, intentando que los panqueques que me ha
dado hoy por hacer salgan redondos, como en todas las fotos de
internet. Luchando a la vez contra el sueño y los churretes de masa,
se me ocurre que quizás esta sea una estrategia para retener el
domingo: no tenemos que trabajar, la piel todavía guarda, bajo el
albornoz, el calor de la cama, y tú y yo vamos a encender el fuego y
a cocinar un desayuno inusual, como si tuviéramos todo el tiempo del
mundo, y nuestros corazones rebosaran ingenuidad americana. Sólo que
Jose pasa de panqueques, porque es fiel como el Papa a sus tostadas,
y porque sabe que las he preparado con trigo sarraceno y kéfir, y
esos son ingredientes que aberran a cualquier estómago mediterráneo.
Tampoco tenemos todo el tiempo del mundo. En media hora él estará
saliendo de casa, para pasar la mañana con su padre en el hospital.
Y yo, mientras friego el piso, haré el calentamiento para seguir
entrenando mi generosidad. Si fuera un poco más melodramática,
diría que los panqueques me salieron con forma de lágrima. Pero eso
no fue culpa del tiempo o de los hospitales, sino de lo líquida que
estaba la masa.
Pero
es duro este ejercicio. Hace unos días la querida Laura comentaba por aquí lo arduo que resulta el camino hacia la
profundidad de uno mismo, y no sólo, quiero entender, porque la
personalidad sea una receta más intrincada y con más ingredientes
que la de la Coca Cola, sino porque no siempre es agradable toparse
con lo que uno es realmente, por debajo de todos los eslóganes y las
maniobras de marketing social. Uno piensa que la bondad está
chupada, y que, a poco que se ponga, conseguirá que sus nobles
principios se amolden a lo que la situación demanda. Porque, igual
que los estudiantes que se dan atracones de última hora consideran
que no necesitan trabajar día a día gracias a su natural
inteligencia, todos confiamos en la verdad y en la luz de los valores
que son nuestro faro. Todos somos buenos, compasivos y altruistas,
cómo no, y por tanto, todos sabremos actuar bien, en toda ocasión,
con respeto y dulzura hacia nuestros semejantes. Nadie quiere
reconocer que la solidaridad sea otra de las cosas que decimos de
boquilla, como la frecuencia con la que nos duchamos o la pulcritud
con que separamos la basura. Nadie está dispuesto a admitir
fácilmente que la cruz de la bien vendida generosidad es el
sacrificio.
Así
que mi plan de entrenamiento es el siguiente: si Jose me llama desde
el hospital para ver cómo va la mañana, no pondré voz de
resfriada, aunque tenga la garganta como forrada por la cara áspera
del velcro. Prepararé la comida con una entrega consciente y cursi
propia de Como agua para chocolate, y si él llega después de
la hora acordada, no protestaré porque la comida se esté enfriando,
aunque normalmente el remoloneo frente al plato puesto me parezca una
declaración de guerra. Diré “mira la sierra, cuánta nieve”,
para apoderarme del estropajo, su estropajo, y fregar los
platos. Y después de recoger la cocina, me vestiré y le acompañaré
al hospital, y derrocharé ternura. Tendré la mano de su padre entre
las mías, largo rato. Forzaré mi imaginación para poder contemplar
a sus compañeros de habitación como si fueran algo mío. Y al atravesar
en sentido contrario las puertas que nunca se cierran, me grabaré a
fuego que sólo es cuestión de tiempo que mi cuerpo sea uno de los
que se derrumban, ladrillo a ladrillo, sobre cualquiera de esas
ominosas camas.
Nada
de eso me costará, ni calentará un poquito siquiera los músculos
de mi generosidad. La verdadera prueba, la que te roba el aliento, la
que te deja agujetas, vendrá luego, y nadie más que yo se dará
cuenta. Será mi maratón secreta, cuando yo misma vuelva a casa, con
hambre redoblada de sol y de calle, y me cruce de brazos. Cogeré un
libro, para conjurar el peligro, o pondré garbanzos en remojo para
la comida de mañana, o veremos un capítulo de Los Soprano.
Pero la pájara vendrá, y todos mis pensamientos girarán
morbosamente en torno a la idea de abandonar la carrera. Miraré por
la ventana y, entonces, en medio de la noche postiza con que nos
castiga el cambio horario, me acordaré de mí misma.
Inevitablemente. De todo lo que considero que me queda todavía por
hacer. De los debes en mi cuenta que me asusta dejar sin pagar, si
todo lo que tengo, mi tiempo, mi motivación, lo invierto en una vida
de pareja que se cargará con una hipoteca y un peso con los que yo no
contaba. Calcularé los viajes que no he hecho, la gente aún por conocer,
los campos en los que estoy deseando plantar las botas de montaña;
las coordenadas variables en las que podría poner mi casa sin ningún
problema; las corrientes de viento por las que no me importaría
dejarme llevar. Las cafeterías, los hoteles, los árboles, los
amigos, la escritura. Y al poner en la balanza los años vividos y
los que me quedan por vivir, apenas si me atreveré a preguntarme si
quiero quedarme para siempre en Granada, cuidando de más personas de las que me correspondería cuidar, por nacimiento. Entonces es
probable que quiera salir corriendo en dirección contraria.
Así,
entre dudas, y a pesar del miedo de que la propia vitalidad se vea
amenazada por la entrega, es cómo se estudia la difícil lección de
la generosidad. Siendo consciente de que, a veces, las expectativas
del yo independiente no conjugan con la vocación de compañía.
Sabiendo que tendrás que desprenderte de proyectos personales y,
pese a ello, quedándote.
Conozco la situación y la sensación.
ResponderEliminarUf. Todo un reto.
Amiga ahí tenemos muchos de los obtáculos que nos pone delante el estar vivos,saber saltarlos bien es más duro que coronar el Anapurna.
ResponderEliminarHija mia, aunque lleves muchos años ganándote la vida por ti misma,viviendo sola-ya no,desde hace un tiempo-,enfín sitiendote adulta,ahí empezará tu verdadera incorporación a la madurez.
ResponderEliminarMi amor.
Hermosísimo!!!.
ResponderEliminarQué hermosura!. Mucho ánimo!. Y además de esto, quiero decirte que no hay sitio más hermoso que aquel en el que te encuentras en cada momento. Los otros, son ficción, sólo están en la mente (futura o pasada).
ResponderEliminarSin ánimo de ponerme filosófica de nuevo, me ha venido a la cabeza algo muy importante que dice la filosofía taoísta: que el mundo puede descubrirse sin salir de tu propio salón. Te lo digo por si te atacan esos anhelos de las "cosas sin hacer", que insisto, no existen.
Besazos!
PD.: Sí, me refería a eso: a las cosas que vamos descubriendo, nada buenas, de lo que nosotros somos. Pero suelen ser caretas, sí.
Laura
Sois amor en rama.
ResponderEliminarA ver, Laura, ¿cómo te lo digo? Que tienes permiso para ser más filosófica que Sánchez Dragó!!! Que inspiras mucho.
Donde pusiste generosidad,yo pondría Deber y todos necesitaríamos unas clases extras.
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