Lleva más de una hora con los codos
clavados en la mesa, y la vista fija en la pantalla. Me hace mucha
gracia verlo así, ceñudo, inmóvil, como si jugase a ver quién se
ríe primero. Muy de vez en cuando sale de su estado de trance, y
resopla. “Si yo lo que quiero es leer”, gime, estirándose en la
butaca, para volver después a su postura de hipnotizador
hipnotizado. Eso me hace todavía más gracia. “Muchacho”, me
sale con un tono entre maternal y burlón, “que el ordenador no
necesita que lo estés mirando para hacer su trabajo.” Mi
comentario le ha debido de parecer de un objetivismo ridículo. El
antivirus lleva escaneado cerca de un 99% del equipo, y si él no
estuviera ahí para vigilar al esquivo 1% restante, como un Alexander
Fleming colgado de su placa de Petri, quién sabe qué desastre
podría suceder. En realidad, es bastante conmovedora, esa fe suya en
su capacidad de controlar algo que ninguno de los dos entendemos.
Cuando la barra de los porcentajes se vuelve, por fin, completamente
verde, él pulsa el botón de “Finalizar”. Me recuerda a un
presidente del gobierno de visita en una central nuclear, entretenido
con su batita blanca y con los botones insignificantes que los
ingenieros le permiten tocar.
Como si no hubiera tenido bastante,
después de revisar la protección del ordenador frente al hipotético
ataque de un sociópata filipino, se pone a desfragmentar el disco
duro. “¿Lo qué?”, le pregunto como si me interesase. El sol
lleva un rato bien alto en el cielo, y yo ya sé que, en realidad, él
no tenía unas ganas locas de leer esta mañana. Si me quedase
mirándolo atentamente, igual que él mira la pantalla, no creo que
consiguiera ver ningún avance en la barra de porcentaje de su
motivación. Así que, como no tiene ganas de hacer nada en concreto,
continúa haciendo cosas de las que sabe concretamente que no tiene
ganas.“Mira”, responde muy didáctico, encantado de la vida,
“como Pedro dice, desfragmentar es como ordenar un armario.
Conforme vas usando el disco duro, sacando una camiseta por aquí,
navegando por internet, usando archivos, buscando la rebequita de
mangas francesas que estaba al fondo de la pila de ropa de
entretiempo, y tal, pues el armario deja de estar matemáticamente
organizado, y el ordenador se desordena un poquito, se dispersa, y
entonces, cuando tú le pides que te saque el jersey fino de rayas
grises, pues se toma su tiempo, porque el jersey tiene una manga por
aquí y otra por allá, o está hecho un ovillo entre las camisetas
de tirantes. ¿Lo entiendes?”
Ajá. Mientras peroraba, yo seguía
contemplado cómo las hojas del olmo que vive enfrente de mi balcón
amenazan ya con volverse amarillas. No sé cuál de sus palabras fue
la que me enganchó. ¿Desorganizado? ¿Dispersa? Pero, de repente,
su símil resultó válido para explicar más de una realidad. El
ordenador. Su mañana. La mía. Eso es lo que nos pasa, ¿verdad? Que
estamos fragmentados. Por eso tú no puedes decidirte entre leer o
meterte en la ducha, y yo no sé elegir entre la novela de Lionel
Shriver/o un post sobre nada en concreto/o la enésima guía de
colorines del escritor/o la sopa de verduras que estaría bien hacer
para la cena/o una recopilación de pasajes de Cees Nooteboom/o doce
minutos de gimnasia salvaje/o un paseíto por la cubierta del barco
de Steinbeck/ o seguir tumbada en el sofá haciendo como que medito y
te presto atención.
No es más que eso. Esta mañana estamos
atrancados en una rotonda monstruosa con cientos de tentáculos.
Coches que entran y salen por un montón de direcciones y, nosotros,
mientras tanto, girando, girando, sin poder decidirnos por ninguna.
Todas son apetecibles, la mañana es corta. Dentro de un rato
tendremos que estar de nuevo con el uniforme puesto. Es nuestra
segunda tarde de trabajo en un periodo de seis seguidas, y ya
empezamos a sentir esa sensación de ser robinsones en medio de la
semana del mundo. Será por efecto de la luz, quién sabe, pero es
como si las horas a.m cundieran mucho menos que las p.m. Y, en medio
de tanta abundancia, de luz, de opciones, uno vuelve a añorar la
austeridad. Leer un solo libro, no sólo durante un par de horas
matutinas, sino a lo largo de un lento y sabroso año. A lo mejor
durante toda la vida. Escoger un solo libro, llevarlo a todas partes,
y leer auténticamente una sola frase al día, masticarla, masticar
hasta que el significado se vuelva líquido y digerible.
Y entonces son las siete de la tarde, y
por fin estamos en el campo. Hacía mucho que no llevábamos a cabo
una verdadera labor de guardería forestal. Hemos pasado tanto tiempo
de aquí para allá, inspeccionado canteras, levantando planos,
rellenando formularios, que el mero hecho de conducir a paso de
tortuga entre encinares parece un milagro. Saludamos
a los majuelos cargados de frutos como árboles de Navidad.
Encontramos hermoso cada cardo bañado en oro, a esta hora de la
tarde. Ahora paramos el motor en un ancho del camino. Él se come una
Maritoñi que sacó de la máquina de la oficina, yo un
melocotón. Damos un corto paseo con las manos a la espalda, como
tantos de nuestros viejos compañeros. Leemos unas frases de los
libros que hemos echado a la mochila, yo anoto ideas en mi cuaderno,
él trata de inventarse nombres para los pájaros invisibles que
escuchamos. La tarde declina, los árboles se van oscureciendo, y
todo se hincha, los olivos de aquella ladera, el cortijo en ruinas,
nosotros mismos, como si nos hubiéramos tragado toda la luz del día.
No sé cómo ha pasado, pero sin necesidad de controlar la pantalla,
de pronto estamos desfragmentados.
Glotonería |
Yo llevo pulsando el botón de defragmentar de mi casa años, pero tengo dos virus de 7 y 4 años residiendo que me dejan las habitaciones como la de la niña del exorcista.
ResponderEliminarPor ni hablar del antivirus de mi mujer que al final se alía con ellos y lo dejan todo patas arriba.
Lo bueno que tiene es que si alguna vez entra un ladrón, seguro que piensa: "¡Joder, que se me han adelantado!"
Saludos Fragmentados.
Ah, jaja, PacoPrin, así que tú también eres de los que te quedas mirando fijamente cómo el antivirus trabaja a su aire, eh?
ResponderEliminarSaludos (desfragmentados)