miércoles, 3 de octubre de 2012

Bacalao a la bloguera


Algún día lo haremos, Esperanza.

Sacaremos tres o cuatro mesas, no más, a un lugar alejado de ladrillos. Debajo de un árbol y sobre la hierba, o dentro de un invernadero de cristal un poco amanerado. Las vestiremos con buen algodón blanco, nada de lino, que luego es una tortura plancharlo, y nada de flores o de dorados. Procuraremos que la vista se centre en los platos. Las mesas serán lo bastante grandes como para que la gente sepa dónde colocar los codos sin tropezar con un ejército de copas y vasos, y lo bastante pequeñas como para que no tenga que hablar a voces y, si le apetece, pueda cogerse de la mano. No habrá música de fondo, por supuesto. Si acaso un par de parejas de mirlos o de jilgueros contratados a propósito. Las cucharas serán hondas, como lo han sido siempre, y prescindiremos de esa vulgaridad del bajoplato. Salvo que se trate de una sopa, una crema o un gazpacho, la comida se presentará en estado sólido. Sus ingredientes serán escuetos y reconocibles, y sus nombres en la carta, prosaicos. La comida se comerá con la boca, y un poco con la vista y con la memoria, nunca con el oído. El pan pesará en la mano, y las verduras cocinadas verán cómo sus hermanitas de planta hacen todavía la fotosíntesis a unos veinte metros de distancia. Y quien sirva sabrá mantener las distancias. Nunca rellenará las copas, ni servirá los platos con una mano a la espalda.

Algún día nos atreveremos a dar de comer a alguien más que a nuestras parejas. Porque nos gusta jugar a ese tipo de química. Porque sabemos cerrar los ojos como gatos cuando probamos algo bueno. Porque, aunque no tengamos una fe religiosa, amamos el acto de la comunión. Porque, si se hace honestamente, dar de comer es un callado regalo de amistad. Porque ya hemos dicho muchas veces “esto yo sabría hacerlo mejor”. Porque se nos da bien. Porque estamos cansadas de no ser nosotras las que marquemos las reglas de nuestro trabajo. Porque los madrugones y los jefes y las tareas huecas y los momentos muertos en la oficina. Porque puedes mover músculos y apretar el culo mientras lo haces. Porque es real.

Hasta que ese día llegue, seguiremos entrenando. Yo, por ejemplo, llevo desde el domingo queriendo compartir esta receta de bacalao con alguien. Vale que no es lo más sofisticado y original que podía haber salido de mis sartenes, pero cuando llevé los platos a la mesa, y vi la mirada de Jose, me dieron ganas de hacerme la ola. Resulta que había estado media mañana escribiendo, y no fue hasta la una y media de la tarde cuando recordé que en esta casa viven dos estómagos y dos cerebros hiperactivos. Entonces abrí la nevera, y no encontré nada más estimulante que dos trozos aguados de bacalao, un plátano, un puerro y una lombarda enana. Cocinar, a veces, no se diferencia tanto de escribir. Tienes unos pocos recursos crudos y aislados, unas palabras con más o menos sabor, unos temas que hay que usar antes de que se echen a perder. Los troceas, los combinas, los manipulas o los dejas como están, modulas el calor, pruebas, quitas de aquí, añades por acá, y aunque sepas de qué va el asunto, aunque sigas una receta, al final siempre hay un factor de aleatoriedad. Y siempre, también, un pequeño arrebato de sorpresa, al hincar el diente, al releer lo escrito, como si palabras e ingredientes se hubieran combinado solos, mágicamente, y tú te hubieras limitado a hacer de pinche.

Así que puse brazos en jarra, y me monté yo solita un concurso de “a ver qué sacas de esta mierda, chavalita”. Dadme un par de bordes duros de bacon, y un manojo de vinagretas, que yo os preparo un aperitivo. Esa es la filosofía. Lo primero, hacerle el boca a boca a los lomos de bacalao descongelados y, puño sobre puño, apretarlos para que expulsen todo el agua. Desde aquí os condeno, empresas ultracongelantes: el acto de empapar el pescado con medio océano Atlántico, y congelarlo inmediatamente, para que en la báscula pese más el sólido elemento que las fibras animales, puede ser calificado como estafa. Sepan ustedes que han perdido un cliente conmigo. A partir de ahora, cuando quiera comer bacalao, iré andando a Oporto antes que rendirme a sus artimañas.

Vale, mientras el pobre pescadito, descalabrado ya por el efecto lacerante del hielo, suda la gota gorda sobre el escurridor, nosotros vamos a intentar que la lombarda se convierta en una cosa apta para ser digerida por el intestino humano. Porque una lombarda abierta por la mitad es un milagro del arte, pero si tienes la suerte o la desgracia de comprar en una tienda de productos ecológicos, una lombarda es también un reto para la dentición humana. Uno roncha, roncha, roncha, traga agua, y se pregunta si en realidad la evolución no ha preparado al Homo sapiens para que se alimente como un astronauta, a base únicamente de cápsulas y potitos. Vale, pues a macerar se ha dicho. El truco consiste en cortar nuestra elegante hortaliza muy finita y en embadurnarla con una mezcla compuesta de, atención, una cucharadita de mostaza de Dijon, oh la la, otra de pasta tahini, bendito sea Alá (queriditos aficionados al ketchup: la tahini no es otra cosa que sésamo machacado), otra de miel, ea, y un chorrazo de vinagre balsámico. Ecco. El resultado sabe un poco a mantecado heavy, pero está más rico de lo que suena, y además no se adhiere como un alien al cielo de la boca. Después del embadurnado, paciencia, madre de la ciencia.

Pasemos a la zona caliente. El puerro, que, no engañemos a nadie, echa de menos su juventud tanto como los musiquillos horteras de la movida, ha de ser picado en juliana y pasado por la sartén, a fuego fuerte para que recupere algo de la tersura perdida. Y el plátano, ah, el plátano, nunca es tan lujurioso como cortado en rodajas y bien dorado. Qué prodigio de cremosidad, qué ganas de bailar chachachá. Por último, el bacalao. Sin contemplaciones, a la sartén. Qué triste destino el suyo. Primero, ahogado. Después, crionizado. A continuación, espachurrado por el extraño comportamiento físico de los estados del agua. Y, cuando ya pensaba que no podía pasarle nada más, cuando contemplaba encantado como lo sometíais a cuidados intensivos, vais y le dais hoguera. Qué desconcierto. Haced lo que podáis para tostarlo, por favor. Estos bacalaos descongelados se dejan broncear tanto como un galés.

Y ya sólo queda armar la frase con un poco de mimo, que para algo es domingo. Poned primero una montoncito de lombarda bien escurrida (si queréis tiraros el pijo-pegote, usad aro metálico). Sobre ella, el animalito. Arropadlo seguidamente con una melena de puerro, tipo Punset, y hacedle compañía con el jaranero plátano, que el pobre lo necesita. A esto le pega algo verde, por eso de la teoría de colores de Kandinsky y tal, así que si tenéis cebollino,o aceite de perejil, no os cortéis. Yo no tenía, y por eso hice chistes subidos de tono a propósito de los ingredientes (la lombarda no se dejó. Cosa sosa y puritana)

Con tanta tontería ricas ricas, lectorcillos, me han entrado ganas de merendar. Agradecería que, en la sección de comentarios, se me hiciera saber si esta es la etiqueta que el mundo llevaba esperando desde el Big Bang,o si, por el contrario, me puedo meter puerros y lombardas por donde menos duela.

Ay, si el Sr. Canon se divirtiera un poco con mi absurda receta y quisiera regalarme uno de sus cacharros

5 comentarios:

  1. My Godness, SÍ!!, esta era la etiqueta requerida!. Pero qué arte culinario!! (que el escritor ya lo vamos conociendo!!). Qué buenas ideas!.
    Lo que no has comentado (o me he perdido) es lo bueno que estaba después.
    Por cierto, que me apunto la mezcla de maceración de la lombarda. Tengo en casa Tahini muy desaprovechada.
    Besazos!.
    Laura

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  2. Laurihini, a mí me pareció que merecía sentarme a la izquierda del Padre, pero mi comensal puso cara de "la comida morada debería ser prohibida, Ya"

    Zé Migué, cuando tú querer, yo invitar a comer

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  3. Algún día lo haremos, Silvia. No pierdo la esperanza, ni la ilusión; te aseguro que se renueva sola, muy a menudo, cuando de ese juego que has explicado tan bien (me gustaría haber nacido como tú con el doble don de hacer hermosamente comestibles las palabras) sale algo rico, a veces modestamente bueno, a veces casi espectacular.
    Y como creo que nadie disfruta el resultado mejor que nosotras mismas, que "sabemos jugar a este tipo de química y cerrar los ojos como gatos...", a veces al poner un buen plato en la mesa -sacando la vena payasa a pasear, vale- me cojo una mano y empiezo a darle besos brazo arriba para demostrarle mi entusiasmo con su trabajo.
    Ah, quiero recordar que en aquella granja perfecta que visité este verano vi ese "invernadero de cristal un poco amanerado"...
    Y sí, esta es la etiqueta que llevamos mucho tiempo esperando, que lo de leer una receta con risa como condimento especial es único.

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    1. Es que es eso, ESperancilla, granja perfecta adosada a comedor compasivo con los estómagos y la inteligencia ajena

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