Olía entonces, todos los años, como
esta mañana. Un olor a mata húmeda y a campo, por muy al centro de
la ciudad que estuviera el piso en el que nos tocara estar viviendo
ese septiembre. Yo me despertaba siempre cuando todavía era de
noche, y abría la ventana, emocionada, tranquila, como si me diera
cuenta de que ya era un curso mayor, y de que tenía que estar a la
altura de esa nueva responsabilidad. Mi hermana dormía en la cama de
al lado y, con la sábana hasta el cuello, aquella sábana de
corazoncitos multicolores que hizo mi madre, yo olía el día de la
vuelta al colegio. Era un momento bueno, tan bueno como esperar
sentado en tu asiento a que el tren eche a rodar hacia un sitio en el
que nunca has estado. Yo no lo podía saber, pero era tan bueno
porque estaba oliendo el futuro. Después de todo el verano,
llovería. Después de las siestas interminables en las que se me
obligaba a dormir o a callar para siempre, no fuera a despertar a los
mayores, podría volver al escándalo mudo de los libros.
Y era también la incertidumbre, en años
alternos. Hasta que cumplí los dieciséis, un año sí, al siguiente
no, estuve estrenando colegio o instituto. El año en que sí todo
era nuevo, y me despertaba todavía más temprano. ¿Cómo sería el
lugar? ¿Sería un edificio decrépito, casi anónimo, acorralado por
bloques de pisos, como aquel de Málaga en el que hice tercero y
cuarto de EGB? ¿O tan arbolado y bajito como el de Estepona, como
una urbanización en cualquier extrarradio californiano? ¿Parecería
el aula una anacrónica sala de costura, con suelos de cemento y luz
de siete de la tarde? ¿O se verían higueras, o el quiosco de
chucherías, desde sus ventanas? Todo nuevo. El camino desde casa,
nuevas fachadas, nuevos escaparates. Los profesores. Otra vez nuevos
compañeros. Yo nunca pude volver al colegio con la ilusión de
reencontrar a mis amigos después de todo un verano, porque, entre
salto y salto domiciliario, y mi lentitud social característica,
nunca me dio tiempo a hacer amigos. (Snif).
Pero me ilusionaba. La novedad, tantas
veces repetida que ya ni siquiera era nueva, no era algo a lo que yo
le tuviera miedo. Quizás debería hablar ahora mi madre, para
desmentirme, pero yo no recuerdo haber atravesado nunca las puertas
metálicas de un colegio con mi pequeña alma a la altura de los
pies. Aunque, en realidad, son tan pocas las cosas que recuerdo. Sí,
el calor en la cara cuando la maestra me daba la bienvenida y me
preguntaba de dónde venía. No, la manera en la que encontraba la
clase que me correspondía, dentro del laberinto de pasillos y
puertas. Sí, cómo se daban la vuelta los demás niños en sus
pupitres. No, cómo escogía dónde sentarme. Sí, algunos que me
miraban como si hubiese llegado de África. No, si llevaba o no
mochila ese primer día. Sí, no saber qué hacer cuando sonaba el
timbre del recreo.
Y luego venía la fiesta de la papelería.
Desdoblaba la lista fotocopiada que la maestra había escrito con una
letra sólo un poco menos infantil que la mía, y empezaban a caer,
como confeti, lápices de colores y ceras virginales, tan afilados,
tan desafiantes. Escuadras y cartabones, que siempre me sonaban a
barcos. Libretas de hojas suaves. Gomas que parecían caramelos.
Papeles de nombres exóticos. El pegamento que a los pocos días de
uso se pondría gris y peludo. El modesto rito iniciático de empezar
a usar bolígrafos. Y, por encima de todo, los libros repletos de
fragmentos de otros libros, de cascadas, ciudades con rascacielos,
sonetos, fracciones, desiertos, nombres desconocidos con la inicial
mayúscula que, en unos meses, me sabría de carrerilla. Me volví
una adicta al olor resinoso de los libros de texto en aquellas
papelerías, en cada cola que me tocó formar junto a mis padres,
cada vez que la preciosa carga salía de sus bolsas de plástico, o
luego, durante la tarde larga que mi padre gastaba entre tijeras y
forro adhesivo, cuando de repente ya era la hora del telediario y la
cena, y yo seguía hojeando y acariciando páginas. Miraba con
detenimiento la última, y me maravillaba de que al final de curso
fuera a ser capaz de completar los ejercicios que había en ella.
Esta mañana he vuelto a despertarme
cuando los árboles todavía no se distinguían del cielo. He abierto
la ventana, y olía a mata húmeda. Ahora, ya a media tarde, suenan
los ventiladores de la fábrica junto a la que me he apostado, y yo
escribo este post a mano. Hace un rato, recién salida de una
circunvalación hirviente, le he cedido el paso a un rebaño de
ovejas y de cabras, y he meado dentro de un maizal. En Granada hay
promesas muy poco serias de lluvia, pero qué más da: he vuelto al
trabajo y, a pesar de todos los otoños que ya se me empiezan a
acumular, todavía puedo recuperar la vieja sensación de que algo se
está preparando. Mis vacaciones se han dispersado por julio, por
agosto, por septiembre. Parece como si sólo anteayer hubiera hecho
el cambio de armarios y, sin embargo, este goteo de días libres me
han devuelto a los veranos largos y perezosos de antaño. Por eso
ahora mis dedos hormiguean, y por mi mente destellan chispazos
diminutos de proyectos que aún no tienen nombre. Será cosa de la
estación, esta electricidad latente en el aire que te activa o te
crispa, o desahoga en lluvia. No lo sé. Lo más probable es que el
próximo junio sepa más o menos lo mismo que hoy, y sienta que he he
dejado para septiembre un montón de asignaturas. Pero por ahora sigo
haciendo mis listas, preparándome para el nuevo curso, acariciando
hojas en blanco. Como si no tuviera entre manos más que un montón
de futuro intacto.
Me ha gustado mucho, guapa.
ResponderEliminarAfirmo que nunca tuve ningún problema con vosotras para mandaros al colegio, nunca necesité llamaros para que os levantaráis de la cama...enfín,un primor de niñas.
ResponderEliminarCuantos recuerdos,sangre mia!.