lunes, 3 de septiembre de 2012

Su juego favorito


Sentada en una silla que amenaza derrumbe, Natalia mira a su alrededor. Es algo que hace a menudo. Levanta la vista de su móvil y escruta el panorama. Aparta el libro maltratado y rastrea en un radio de veinte metros, como si en vez de mirar, olfatease. Y una vez cada hora, más o menos, consigue levantarse y, antes de dar el primer paso, averigua si alguien la está mirando. Cuando se es como ella, lo raro es pasar inadvertida. Y Natalia ha conseguido adaptarse a la mirada ajena, igual que las plagas de langosta a los pesticidas. Por eso, si no despierta la atención de los demás, si no consigue avergonzar a los mirones, se aburre. Y se inquieta.

Hoy, por ejemplo, la gente parece empeñada en no dejarla jugar a su juego favorito. Esas viejas de ahí que se hablan a gritos, con mucho aspaviento, como si no llevasen repitiendo la misma conversación sobre hijos y nueras desde el principio de los tiempos. Las madres, que saben mirar como Natalia prefiere, y que por eso leen las revistas que leen, sólo parecen preocuparse hoy por la piel de sus niños. Y los niños, tan severos, no tienen ojos más que para las medusas. Tampoco las chicas de biquinis minúsculos levantan las cejas por encima de sus tremendas gafas de mosca. Esas son sus favoritas, y una mirada atravesada de ellas es capaz de alegrarle la mañana. Pero hoy tampoco parecen dispuestas a que ningún otro cuerpo las distraiga de la ostentación del suyo. Se levantan de la toalla como si levitasen y, sacudiéndose tres granos de arena del vientre planísimo, se acercan hasta la orilla medio hipnotizadas, y esconden su perfección en el agua. Y luego vuelven chorreando, con una expresión orgásmica y los ojos entornados, y se tumban boca abajo. Sin mirarla.

Y eso que también ella se ha puesto un biquini minúsculo. Un biquini fucsia que las divas de la playa podrían usar como tienda de campaña pero que, escondido entre el volumen exorbitante del cuerpo de Natalia, resulta más obsceno que cualquiera de los que puedan verse en Ipanema. Ahora que ni siquiera una exhibición de tal calibre ha podido con la indiferencia de los demás, Natalia se siente ridícula, por mucho que Iván le diera su aprobación antes de salir de casa. Ella nunca se hubiera comprado por propia voluntad una cosa tan contraria a la lógica aplastante de sus carnes, pero fue Iván el que lo eligió, y a él no le puede negar nada. Cómo iba a privarle del orgullo que siempre le causa verla bajar de esa guisa a la playa, impúdica, con ese biquini que es un guante en la cara del mundo, llena de coraje. Iván es así, un poco candoroso, la verdad, un poco demasiado convencido de la nobleza de su propia alma, y de que todo cuerpo merece su dosis de admiración, por el simple hecho de estar vivo. Natalia es una de sus muchas cruzadas particulares y ella, por satisfacerlo, se deja arrastrar a la playa y se deja vestir, y casi hasta desnudar.

Claro que él siempre lo ha tenido fácil. Uno bien puede comportarse con el desdén de un marqués, cuando se tiene un cuerpo, no de marqués, sino de dios olímpico que se pasea distraído por la Tierra. Iván tampoco está acostumbrado a pasar desapercibido. Hoy se le puede ver, como de costumbre, relajado sobre una silla tan grácil como él, dormitando, con un brazo doblado bajo la cabeza y el sol arrancándole a su piel brillos de rublo recién acuñado. Natalia se da cuenta, por fin, de quién ha vuelto a robarle la atención de la gente. Es algo que pasa todos los días. A las viejas las asalta la ansiedad de casar a sus hijas, cuando les llega de lejos la onda expansiva de la gentileza de Iván. Las madres comparan esos abdominales de saltador de altura, esos muslos largos y no tan rotundos como para resultar repulsivos, con los muñequitos de sus revistas de moda, llegando a la conclusión de que ese muchacho de ahí debe de ser una celebridad de cuyo nombre no pueden acordarse. Los niños le ceden sus cazamedusas. Las chicas guapas siguen sus movimientos, y esperan a que Iván se acerque al chiringuito a comprar botellas de agua para raptarlo y violarlo. Muy de vez en cuando, él abre un ojo azul con lentitud de tortuga, y capta una de esas miradas en celo que lo acosan, lo veneran, lo codician. Y entonces, con una suavidad principesca, sonríe.

Eso le basta a Natalia para iniciar el juego que anima un poco sus mañanas en la playa. Vale, no la están mirando a ella, y así no tiene ni la mitad de gracia. Porque lo mejor de todo es el estupor que, inevitablemente, se pinta en unos ojos que justo antes, al mirarla, sólo habían sabido expresar espanto, grima, y también una piedad condescendiente y civilizada. Pero alguien tiene que pagar la sonrisa que esta vez Iván no ha sabido disimular, y todos estos diecinueve años de comparaciones obvias y silencios espesos de culpabilidad. Natalia mira a su alrededor, coge la mano izquierda de su guapísimo hermano, y se la lleva a los labios. Si consigue que al menos tres cabezas femeninas se agachen, agotadas por el peso de la envidia y del bochorno que provoca pensar que una morsa como ella pueda beneficiarse a un portento como él, entonces considera la partida ganada.



4 comentarios:

  1. Maravillosamente escrito. Es como una hoja arrancada ¿Y el resto del libro?

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  2. Bien por Natalia!.

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  3. Anónimo entre comillas04 septiembre, 2012 23:40

    Eso ¿dónde está el resto del libro?
    Por cierto, la venganza de Natalia es suave ¿verdad? debe ser aplastante -bueno, no es que quisiera ser gráfica- cargar toda la vida con un cuerpo que te la condiciona, para mal, claro.
    Casualmente pensaba en eso, porque acabo de leer este párrafo en el libro que tenía entre las manos hace cinco minutos: "...pero no por cuestiones políticas, la Gorda sufría porque pesaba más de ochenta kilos y porque contemplaba el espectáculo, el espectáculo del sexo y de la sangre, también el del amor, desde una platea sin salida al escenario, incomunicada, blindada."

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  4. Jo, comentarios asín hacen que quiera que se me ponga el culo cuadrado ante el ordenador

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