sábado, 22 de septiembre de 2012

Nostalgia de ojos de animales


El manso para arriba (“yo me acuerdo de cuando era pequeño, y todos los niños del pueblo seguíamos al rebaño para ver al manso”), el manso para abajo (“y mira que daban miedo, tan grandes, con esas barbas”), mansos fantasmas nos acompañan mientras vagamos por el monte, con mochilas a la espalda. No han dado las nueve de la mañana. Las encinas se ven globosas e íntegras, no apisonadas aún por la luz de cemento del mediodía, y el roce de las aulagas, bueno, todavía se tolera, como los besos bigotudos de una tía abuela vieja. Mis compañeros llevan un buen rato hablando de cosas pastoriles, compartiendo un idioma que a mis oídos les suena a masonería, y aunque puedo deducir qué narices es un manso, he dejado de ser tan orgullosa como para tragarme las preguntas.

- Y ahora es cuando yo hago la pregunta tonta del día. ¿Qué es un manso? ¿Un macho de cabra?
- Sí, pero capado –tiene este Pepe una voz de la que a mí me dan ganas de abusar, pedagógica y un poco paternal, con una solemnidad suave que me llegaría a creer si este no fuera uno de esos tíos que me caen bien desde el primer momento, porque parecen no tomarse las cosas demasiado en serio.
- ¿Y qué hace?
- Pues poca cosa. El manso le echaba un ojo al rebaño, cerraba el grupo o se ponía delante.
- Y entonces, ¿no hacía falta perro pastor? ¿O no tiene nada que ver?
- No tiene nada que ver.

En realidad, me explica Pepe con su acento viejísimo, el manso tenía poca ciencia. Sólo servía para que los pastores se midiesen unos a otros. Quién lo criaba más grande, quién conseguía tenerlo a su lado en los bares, como un chihuahua, quién era tan astuto como para sentarlo en un dos caballos y pasearlo por ahí, sin que el animalito se pusiera nervioso. Habla en pasado, logrando que yo eche de menos una de esas mañanas de hierba escarchada y dedos a punto de congelación, y un fuego de chimenea junto al que escuchar fotografías de cosas que ya no existen, historias de cuando Pepe fue niño pastor. Hay días en los que mis horas de ordenador y ciudad desentonan tanto con estas del trabajo, cuando piso por caminos gastados a fuerza de uso, que me dan ganas, al quitarme el uniforme, de buscarme fracturas ocultas en el cuerpo. Hay días en los que amo esto, no sólo porque me permite entrenar piernas y pulmones, recrearme con los árboles, o ponerme la boca azul de zarzamoras, sino porque me ofrece la oportunidad de rozar un modo de vida que, al borde de la extinción, parece algo mítico. La soledad radical de los pastores, y aquellas barras de bar como de western, salpicadas de hombres ávidos de palabra humana, y por debajo de su bravuconería, sólo un poco menos tímidos que sus mansos.

Pepe cuenta ahora historias sobre algunos perros que tuvo su padre. Aquel que era tan bueno, tan buen trabajador, pero que sólo servía para cuidar ovejas, porque había sido amamantado por una cabra, y claro, era incapaz de darles mordiscos y empujones a las amigas de su mamá adoptiva, y de ganarse así su respeto. Uno que era muy sentido, y que se daba la vuelta, ofendido, cuando su dueño le levantaba la voz. Otro que entendía las órdenes no pronunciadas del padre, con una mirada o una señal del brazo, y a veces ni siquiera con eso, como si estuvieran mentalmente conectados. Y otro con el que, en cambio, dialogaba como si fuera una persona. Mi compañero, que se parece horrores a Anthony Quinn y que tiene una piedra negra y brillante en cada ojo, estaría a punto de emocionarse, si no fuera porque es un hombre de monte, pragmático. “Los bichos, cómo son”, dice, con una admiración que está más cerca de la justicia laboral que del sentimentalismo.

Entonces es cuando me acuerdo de que en casa me espera todavía Charley. Hace un par de meses, mientras desbrozaba un poco mi inútil escritorio lleno de libretitas y notas, encontré una de ellas, vetusta, en la que había copiado no sé de dónde el título “Viajes con Charley”, de John Steinbeck. Poco después volví a encontrarme con ese mismo título en el blog de Marina. Y como me fío con moderación de las casualidades, me fui directamente a la biblioteca a por él, a pesar de que Steinbeck era una de esas pobres víctimas de mis prejuicios literarios, uno de esos autores que me llamaban tanto como las patatas fritas del McDonald´s o los muebles de estilo provenzal. Y qué puedo decir. Pues que, desde que empecé estas últimas vacaciones, y ahora, de vuelta en Granada, no consigo que se me borre la sonrisa de la cara, cada vez que abro esta crónica del viaje que hizo Steinbeck en caravana por los Estados Unidos, acompañado por su perro Charley. Ya sabéis: casas rodantes, paisajes grandes, hospitalidad del camino, oídos abiertos. Ingredientes de un plato cuyas sabor me habéis escuchado ensalzar. Y todo ello sazonado con un humor cálido, y una ternura casi salada, y un elegante lirismo, y una tolerancia que...a mí me ha robado el corazón.

Mira Steinbeck a su Charley con los mismos ojos cargados de deferencia con que Pepe recordaba el perro de su padre, ese que entendía discursos y tareas humanos sin por ello perder ni un átomo de su perrunidad. Con los mismos ojos con que me miran a mí las de mi padre, a las que ahora tanto echo de menos, yo, que nunca fui la mejor amiga de los perros. Con la mirada humana que a lo mejor buscaban los pastores de entonces, cuando bajaban a los bares, y que sólo encontraban en los ojos de los perros y de los mansos.

2 comentarios:

  1. Anónimo entre comillas23 septiembre, 2012 23:38

    Yo empiezo a fiarme de las casualidades, sin moderación.
    Hoy que las dos habíamos pensado en llamarnos y finalmente no lo habíamos hecho, nos encontramos a la salida de un museo en una Alhambra repleta de turistas, después de visitar salas distintas...
    Escribes: "...como si estuvieran mentalmente conectados" y no puedo dejar de contar algo que le ocurre a esa gata prodigiosa de película en blanco y negro que nos adoptó hace más de diez años. Cuenta M. que cuando vuelvo a casa y estoy a punto de abrir la puerta de entrada, antes de que yo meta la llave en la cerradura ella empieza a maullar de una forma especial (nunca maúlla si no tiene algo que "decir"). Yo siempre he pensado que oye mis pasos en la calle, aunque ocurra también cuando llevo zapatillas que no hacen ruido. Anoche, cuando empezó a "avisar" de mi vuelta, M. se asomó al balcón y no se me veía en la puerta ni en toda la calle. Llegué unos minutos después.
    Me apunto "Viajes con Charley". Leí "La Perla" hace más de 30 años y entonces me gustó. A ver qué tal el reencuentro.

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  2. Que hermoso todo lo que cuentas,empezando por el título.
    Que interesante,según parece,tu compañero Pepe.
    Que cantidad de prejuicios acumulamos,sin razón,que desaparecerian con un poco de interes que pusiéramos...

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