lunes, 24 de septiembre de 2012

Los rituales

Le pregunta el hombre al perro: “Bueno, ¿quieres tu cena?”. Y el perro responde: “La verdad es que no tengo hambre. Pero pasaré por el ritual”.

Y esta frase cargada de resignación y lealtad me obliga a cerrar el libro, el querido “Viajes con Charley”, como si temiera que algo tan valioso fuera a escapárseme si las tapas del libro se quedasen de par en par. A veces un pasaje literario crea material de sabiduría en bruto, y una idea, una metáfora, una combinación insólita de elementos se incorporan intactos a tu experiencia y a tu manera de entender el mundo. Otras, el libro arranca una veta de tu vida escondida bajo una tonelada de días y de voluntad. Desentierra, ilumina, pesca. La frase se convierte entonces en un anzuelo para emociones de fondo. 
 
Leo esa frase perruna, y me acuerdo de una ocasión en que me sentí como un perro. V. lleva tres o cuatro días en mi casa, y parece como si a cada hora que pasase se le fuera olvidando el mecanismo de la risa. Ya lo he llevado a conocer la ciudad por sus cuatro puntos cardinales, hemos tomado té en las teterías, hemos comido en restaurantes que a mí me parecían bastante presentables. Ahora son las ocho de la tarde de un día casi agotado. Quizás debería haber ideado algún plan ocurrente. Prepararle una cena cañí, o dejarlo solo toda la noche. Pero hemos desembocado en mi casa, en ese piso interior que no parece conocer el horario de verano. Un malestar subterráneo, de bajo tono, recrudece mi ansiedad de anfitriona y de enamorada. Él ya no me busca en el pasillo ni me abraza por la espalda. No me pregunta chismes sobre mi familia o mi infancia. Ni por asomo vuelve a insinuar si sería posible encontrar en Granada un trabajo relacionado con el diseño gráfico. Yo no sé lo que pasa, pero pasa algo. Las horas hay que llenarlas. 
 
Y eso hacemos, a la espera de que la preparación de la cena nos alivie de la necesidad de encontrar qué decirnos. Las fotos que hice esta mañana en el Albayzín están pasando a mi ordenador, y V. me sugiere hacer una panorámica. Como yo hago una mueca, él arrima una silla junto a la mía y me enseña cómo hacerlo. Así ganamos media hora preciosa, entre píxeles y balances de blancos y versiones piratas de Photoshop. El clic del ratón repiquetea en el silencio de mi salón-cocina americana. Cada tanto él explica un nuevo paso de la receta, y yo asiento. Conocemos ya, íntimamente, cada ciprés, cada guijarro de la Cuesta del Chapiz. Entonces él aparta la mirada de la pantalla, por primera vez en yo no sé cuántos minutos, y con unos modos de Humphrey Bogart que no me suenan de nada, dispara “A ti esto no te interesa en absoluto, ¿verdad?”. Antes de que yo pueda responderle que sí, que me interesa, porque en realidad a mí me interesa todo, los ojos de V. vuelven a perderse en el Photoshop. Y con una media sonrisa lobuna por la que debería responder ante la Justicia, añade “Las parejitas y sus rituales...”.

Si yo no hubiera sido tan inexperta, habría tenido recursos para identificar ya ese algo que pasaba. Pero como no los tenía, me fui a tirar la basura, y en los diez minutos que empleé en llegar a un contenedor que estaba a dos pasos de mi portal, lo dejé pasar. Y por eso, tres meses después, me quedé sin corazón en Lisboa. Transcurridos ahora seis años de aquello, puedo decir con orgullo que conozco y acato cada uno de los rituales insignificantes y fastidiosos que estructuran una relación de pareja. Jose y yo, como cualquier otro par, hacemos cientos de cosas cada uno por el otro que, de seguir solos, no haríamos ni borrachos. Él es capaz de arrastrarme por todas las zapaterías de Granada para que yo encuentre las sandalias verdes perfectas para el vestido que me pondré en la boda de mi prima Laura. Yo pongo una cara superconcentrada cada vez que me suelta una perorata sobre baloncesto (aunque en realidad esté pensando en el próximo post). Él quiso acompañarme a visitar a la hermana de mi padre, a quien yo no veía desde hacía un buen montón de meses. Yo respondo con un siiií, nooo, verdaaad, cada vez que él hace una de sus típicas preguntas empáticas y dirigidas (“El día está precioso, ¿a que sí? Qué sueño, ¿verdad?, ¿Me quieres?”). Él recibe cada plato de tofu o quinoa con alharacas. Yo busco una emisora en la radio del coche para escuchar los boletines horarios en los viajes. Él, adicto al salchichón y al trozo de queso de calibre sanchopancesco, me prepara la ensalada para la cena, cuando yo trabajo en el turno de tarde. Yo entro con él a saludar a la Virgen de las Angustias. Él se ha comprado un bañador y una crema solar +150 , y se acurruca a mi lado en la playa, bajo la sombrilla. Yo dejo que mi corazón se sobrecoja con documentales sobre guerrillas y favelas. Él aguanta mis sermones sobre los siete pecados capitales de la industria alimentaria.

Y pasa que los dos comprendemos estas modestas rendiciones y estos latazos como una torpe traducción de lo que nos une. Pasa que el intercambio de gestos esforzados nos contamina con la esencia del otro. Que yo hago palmitas cada vez que Sergio Ramírez mete un triple, y él le hace la ola a mis hamburguesas de tofu ahumado y champiñones. Y si un brote de escepticismo acabase con estos pequeños rituales de la convivencia, no tardaríamos mucho en sentirnos huérfanos y vacíos. Benditas sean las ceremonias de la lealtad.

Ahora, jamás, digo, JAMÁS dejaré de odiar la Formula 1.


3 comentarios:

  1. Anónimo entre comillas25 septiembre, 2012 23:39

    Hoy no estoy de acuerdo contigo. O creo que no, o no totalmente.
    ¿De verdad son necesarios esos rituales? ¿Es bueno hacer cosas que en realidad no apetece hacer y no resultan imprescindibles? ¿Bueno para el otro? ¿bueno para la "parejita"? ¿no terminan desprendiéndose de la vida diaria como algo molesto, sin más? ¿nos hace más felices aligerarnos de ellos o como tú dices, nos deja un poco huérfanos?
    Se ve que soy una persona con las ideas claras...

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  2. Interesante.No sé si estoy más de acuerdo contigo o con "anonimillas".En cualquier caso que cada cual haga lo que mejor o menos dificil le resulte.

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  3. Queriditas queridas, es que al final se termina amando esas pequeñas molestias que se hacen por amor, y por eso, lo que al principio era un sacrificio, se termina convirtiendo en un regalo

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