viernes, 14 de septiembre de 2012

I jaf no palabras


Llegas cargado con dos o tres ideas preconcebidas. Del lugar sabes, como se saben las cosas obvias que no merecen ser pronunciadas siquiera, que: en él se habla de manera extravagante. Se compran artículos de lujo cutre. Se enarbolan banderas igual que, en otros sitios, tatuajes o coches tuneados. Sabes que es una especie de parque temático de las Repúblicas Bananeras. Y, sin embargo, nada te ha preparado para el hecho de que todo sea exactamente tan...Tan.

Entras, y todo cambia, con una previsibilidad que resulta casi enternecedora. Para empezar, cambia la meteorología. Sí, sí. Creedme, por favor. Ahí afuera no es que hiciera un sol radiante. Pero estas nubes, de repente, que vuelven superfluas las gafas oscuras. Y esta humedad, por el amor de dios, este bochorno panameño que tan buena rima hace con el prejuicio de las bananas, ¿qué son, efectos especiales subvencionados? Y luego está la cuestión de la aduana. Atravesar una frontera, en estos tiempos de homogeneidad digital, es un extra que te hace dudar por un momento de que la entrada a este lugar sea gratuita. ¿Clima distinto, moneda distinta, idioma, ejem, distinto y, encima, aduana? No, en serio, ¿me puede decir cuánto me va a costar esto, caballero, digo, gentleman? ¿Es posible que quede otro rincón tan exótico como este en la plana Europa? Porque esto es Europa, ¿no?

Y es que la famosa suspensión de la incredulidad que hace buena una historia de ficción está a punto de llevársela este suave aunque tropical Levante. Un momento, te dices. Esto a mí me recuerda a... Marruecos. Esta gente de piel castaña, ropa de mercadillo y tintes de rubio radical, que merodea a quince metros de la aduana, que se agrupa, que apenas sabe disfrazar de simpática tertulia su aire de zoco y trapiche. Estos policías recién salidos de la academia y, sin embargo, tan indiferentes ya como gatos. Y esta repentina falta de seguridad mía. Como si en los pocos metros que separan el cochambroso parking público donde hemos abandonado el coche, y este puesto fronterizo de juguete, se hubieran soltado todos nuestros anclajes. Una aduana, por muy artificial que sea, y por poco o nada de lo que tú vayas huyendo, te hace sentir culpable. De repente se te aturullan los dedos, y el carnet de identidad no aparece por ninguna parte, y te toca buscar también una sonrisa displicente, mientras te vienen a la cabeza cinematográficas ideas sobre interrogatorios y una larga estancia en tierra de nadie.

Pero el carnet aparece, y el policía nuevo/viejo, para complacerte, hace esfuerzos titánicos y le echa un fugaz vistazo, y ya estás dentro. Venga, a caminar. Pero, otro momento, por favor. A ver. Que estoy atravesando a pie la pista de un aeropuerto. Vale, parece de Playmobil, pero yo no veo el logotipo por ningún sitio, y la gente que camina a mi lado no tiene el pelazo en forma de casquete ni el vientre plano de los muñequitos de esa marca. Así que esto es un aeropuerto. ¿Y qué pasa cuando un avión está a punto de aterrizar? ¿Turistas, residentes y traficantes se echan al suelo, con las manos sobre la cabeza? Y mira, si hay hasta un monstruoso hangar de la RAF (la mítica Royal Air Force, despistados amiguitos), mimetizado con el gris sucio del cielo. Y mira esas montañas de chatarra en forma de barco. Ahora es cuando yo busco infructuosamente bicicletas, sombreros cónicos de paja, barcazas llenas de fruta rara. Algo que confirme mis sospechas de que esto, Europa, no es. Esto es Birmania. Pero, otro momento, el último, de verdad. ¿Y aquellas pantallas salvajes de cemento con ventanas, por las que asoman coladas de ropa comprada hace veinte años, y la nube de gasoil, y el rugir de los motores, es que sólo a mí me recuerdan a Albania?

Y un castillito moro. Un baluarte. Un foso. Qué bien ha montado esta gente el escenario. Tras un túnel entre iniciático y meado aparece Main Street, el corazón del lugar. ¡La apoteosis! La arquitectura híbrida, con elementos que recuerdan a Portugal, a Malta, a Bombay, a Tánger, al querido, querido London, podría llegar a resultar interesante, si uno pudiera llegar a mirarla. El paisaje, al menos a nivel del mar, también queda anulado. El Peñón mismo, tan salvaje, tan sobrecogedor, tan pidiendo a gritos un tsunami que barra sus alrededores de excrecencias humanas, desaparece del campo de visión. Porque la atención se desvía a la calle, poblada de fenómenos. No son las tiendas. Que, por cierto, ¿qué ha sido de las cuevas de Alí Babá que yo recordaba de cuando era pequeña, repletas de bourbon y ginebra, de quesos de bola, de ladrillos de chocolate con pasas? Ahora predominan las perfumerías ¿Acaso la prosperidad mitológica de este territorio ha pasado a medirse en frascos de colonia pija per capita? Curioso, que en los escaparates se haya sustituido vicio por esencias artificiales. Pero digo que lo que encandila es la manada. Imposible clasificarla. Imposible individualizar. Miras y te ríes. ¿Qué es esto, una reserva zoológica? Lo más feo de la raza ibérica cruzado con lo más feo de la raza anglosajona cruzado con lo más feo del Medio y el Lejano Oriente, y todo ello sazonado con genes de los inevitables macacos. Barrigas rubicundas, barrigas renegridas, raíces del pelo oscuras, raíces del pelo canosas. Pies que tuercen hacia dentro, pies que tuercen hacia fuera. Si alguna vez te sientes feo, pasea por aquí. Te creerás un Gary Cooper, una Ava Gardner. 

Cuando consigues dejar de mirar a los monitos.
 

Y escuchas y te ríes. Un matrimonio que debe andar por la octava década de vida nos bloquea el camino. Parecen mis abuelos y, sin embargo, tienen que ser lugareños, no hay más remedio. Andan tan lentito, apoyados el uno en el otro, y cada uno en su bastón, que de visita, está claro, no pueden estar. Eh que no tieneh que arrahtrá loh pieh, Meri, le dice mi abuelo a mi abuela. Hijo, qué hago, si loh tengo mu malamente, responde ella. Yo los amo de inmediato. “Mu malamente”. Quintaesencia del habla de mi calle. Y te ríes, bajito, claro, y sin comentarios, que esta jodida pintoresca gente te entiende mejor que si fueras de la familia, y vaya, la sensación de vivir dentro de un chiste ya no te abandona. Gibraltar es un rincón feliz del mundo. ¿Así que eres británico? Of course, pichita. God save the queen.

Llega la hora de comer. Huele a fritanga y a accidente cerebrovascular. La comida es tan andrajosa como las banderas de aspas cruzadas de los balcones. Suenan sirenas de barcos. Ha llegado la hora de ir en pos de potajes con aceite de oliva. ¿Algo que declarar? Nada, señor policía. De verdad que no me llevo conclusiones rápidas ni teorías sociopolíticas generalistas. Sólo mis dos o tres ideas preconcebidas. Confirmadas. Gibraltar no decepciona. Es un mito libre de impuestos.

2 comentarios:

  1. Contigo me pasa lo que a ti con Gibraltar,tus post nunca decepcionan y no me importaría pagar un pequeño impuesto por leerlos.

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  2. Otra que este verano ha pasado por Gibraltar.

    A mi, más que vivir en un chiste, me parece que es donde "el esperpento se hizo carne".

    Desde un taxista que inicia su argumento con un "Nozotroh, loh británicoh...", hasta -como has apuntado- una pista de aterrizaje puesta como una alfombra o un recostable, que lleva semáforos para coches y peatones.

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