El día A nació temprano, y murió
satisfecho, libre de cualquier amenaza.
El día B nació todavía más temprano
y, sin embargo, murió sabiendo lo que son mis sabotajes.
El día A me despertó la alarma del
móvil a las siete de la mañana, y aunque podría haberme asegurado
los tapones dentro de las orejas para continuar durmiendo, me levanté
y desayuné con Jose, que tenía que llevar a su padre al médico.
Luego, mientras los niños armaban su escándalo cotidiano camino del
colegio, abrí mi libro, uno de esos cuatro libros que se resisten a
la idea de que las vacaciones se han acabado, y era tan temprano, que
parecía como si estuviera recién sacado de la imprenta de
Gutemberg. Olía a pan tostado mi libro, igual que toda mi casa.
El día B quiso desmentir, desde el
primer minuto, al dulce cachorrito que soy recién levantada. El café
con canela molida de todas las mañanas parecía lodo dentro de la
taza, y las tostadas me supieron esta vez a Omeprazol. Una mujer de
mi edad subía la cuesta cargada con la mochila y la carpeta de la
hija gordita que la seguía. Era como si fuese la niña la que
llevase a su madre al colegio, como si ésta tuviera que volver a las
aulas para que le enseñaran ahora lecciones sobre lo abrumador que
puede llegar a ser el despertar de un adulto.
En el día A salí de mi casa con un
vestido de flores y las sandalias más cómodas de la historia de la
humanidad. Compré boniatos, avena y anacardos en una tienda
ecológica del Realejo atendida por una princesa toscana, que tenía
los ojos empapados, y un sujetador negro bajo una camiseta clara que
me hizo sospechar si no pasaré demasiadas horas, en el trabajo,
sometida a una lluvia ácida de testosterona. Durante medio minuto me
hice lesbiana, e imaginé que le llevaba claveles rosas, comprados en
la plaza Bibrambla, e igual de húmedos que sus ojos, a mi novia.
El día B salí empaquetada, después de
cuatro largos meses, con el forro polar del uniforme, y juro que mis
pasos notaron ese nuevo peso. Se acabó entonces mi breve noviazgo
con el aire de los amaneceres de septiembre. En la oficina tuve que
obligarme a ver a todas las figuras bípedas con las que me cruzaba
como a seres humanos, y no como a figurantes de uno de esos sueños
de transición que por la mañana no merecen ser recordados.
En el día A cada hoja, cada perfil, cada
uno de los tejados que se ven desde mi balcón, parecía tener un
aura y una identidad propia. El día B el cielo era una losa de
hormigón, y no llovía, no quería llover. Un tiempo completamente
premenstrual, el de las primeras horas del día B. Hasta que arrancó
el diluvio, y me pilló al pie de una cantera. Estuve toda la hora
siguiente, dentro del coche, secándome con el dorso de la mano los
goterones que me chorreaban del pelo. Allí se vieron mis primeras
sonrisas no exclusivamente sociales del día.
El día A practiqué la verdadera
atención mientras hablaba por teléfono. Me pasé medio día B
sonámbula. El día A fue un prodigio de dosificación de energía. A
la una de la tarde B estaba calentándome las manos con un café con
Baileys de máquina. En el día A conseguí que el tofu supiera a
solomillo ibérico. En el B, los jureles se negaron en redondo a
salir íntegros y cocinados de la plancha. Tuve que apalearlos antes
de metérmelos en el estómago. El día A no echó de menos la
siesta. En el día B me perdí dos horas del concierto de la lluvia.
En la tarde del día A estuve sola en la oficina, entretenida como
cuando mi padre nos llevaba los sábados por la mañana a la suya,
para que mi madre hablara por teléfono con sus hermanas, y yo
espiara en todos los cajones y probara todos los bolígrafos e
hiciera como que sabía escribir a máquina. La tarde del día B pasó
tan rápida que parpadeé después de la siesta, y de repente ya era
de noche. Aunque creo recordar que entre medias me comí un flan
dulce como el infierno.
El día A no hizo necesario que echara
mano, ni por un minuto, de mi voluntad. En el día B todo fue
empujar, dejarme caer en la tristura, achucharme, darme lecciones,
cocearme, obligarme a continuar. Hubo un equilibrio que asustaba en
el día A. En el día B quise moverme, pero no se me ocurría ninguna
dirección por la que empezar a andar.
Y entre los dos días, volví a meterme
en un río. Me salieron agujetas en los antebrazos, porque me empeñé
a sujetar yo sola una de las redes que usamos en la pesca eléctrica,
para que no se la llevara la corriente. Me caí, y de repente mi codo
derecho volvió a tener diez años. La lluvia, ya era hora, por dios,
me mojó la cara, y esa fue una escena de amor. Medio en broma, medio
en serio, me ofrecieron una casa en el monte de Alhama, desde la que
podría escuchar la berrea, y tomarme un café por la tarde poniendo
ojos de poeta. Gratis, nada más que a cambio del mantenimiento. Me
imaginé cediéndosela a mi madre, y volviendo todos los viernes por
la tarde, con el maletero repleto de vituallas y la cabeza, de ideas
para escribir. Me puse vaqueros y zapatillas cerradas y una cazadora.
Bailé dentro de casa. Volví a contaminar mi casa con olores de
curry. Y aprendí a tenerle mucho respeto a este día B al que le
queda media hora escasa para acabar. Porque son los días B los que,
al contradecirme, me dan la medida de la persona que quiero ser.
Hija mia,por Dios, ni que hubiéramos estado todos los sábados metidas en la oicina del trabajo de tu padre
ResponderEliminarHija mia,ni que hubiéramos estado metidos todos los sábados en la oficina del trabajo de tu padre!.Los malpensados dirán que éramos unos aprovechados.
Chica creo que has resumido muy bien lo que-en el mejor de los casos-debe ser una vida aceptable.
ResponderEliminarBesos.