viernes, 28 de septiembre de 2012

Historia de dos días


El día A nació temprano, y murió satisfecho, libre de cualquier amenaza.
El día B nació todavía más temprano y, sin embargo, murió sabiendo lo que son mis sabotajes.

El día A me despertó la alarma del móvil a las siete de la mañana, y aunque podría haberme asegurado los tapones dentro de las orejas para continuar durmiendo, me levanté y desayuné con Jose, que tenía que llevar a su padre al médico. Luego, mientras los niños armaban su escándalo cotidiano camino del colegio, abrí mi libro, uno de esos cuatro libros que se resisten a la idea de que las vacaciones se han acabado, y era tan temprano, que parecía como si estuviera recién sacado de la imprenta de Gutemberg. Olía a pan tostado mi libro, igual que toda mi casa.
El día B quiso desmentir, desde el primer minuto, al dulce cachorrito que soy recién levantada. El café con canela molida de todas las mañanas parecía lodo dentro de la taza, y las tostadas me supieron esta vez a Omeprazol. Una mujer de mi edad subía la cuesta cargada con la mochila y la carpeta de la hija gordita que la seguía. Era como si fuese la niña la que llevase a su madre al colegio, como si ésta tuviera que volver a las aulas para que le enseñaran ahora lecciones sobre lo abrumador que puede llegar a ser el despertar de un adulto.

En el día A salí de mi casa con un vestido de flores y las sandalias más cómodas de la historia de la humanidad. Compré boniatos, avena y anacardos en una tienda ecológica del Realejo atendida por una princesa toscana, que tenía los ojos empapados, y un sujetador negro bajo una camiseta clara que me hizo sospechar si no pasaré demasiadas horas, en el trabajo, sometida a una lluvia ácida de testosterona. Durante medio minuto me hice lesbiana, e imaginé que le llevaba claveles rosas, comprados en la plaza Bibrambla, e igual de húmedos que sus ojos, a mi novia.
El día B salí empaquetada, después de cuatro largos meses, con el forro polar del uniforme, y juro que mis pasos notaron ese nuevo peso. Se acabó entonces mi breve noviazgo con el aire de los amaneceres de septiembre. En la oficina tuve que obligarme a ver a todas las figuras bípedas con las que me cruzaba como a seres humanos, y no como a figurantes de uno de esos sueños de transición que por la mañana no merecen ser recordados.

En el día A cada hoja, cada perfil, cada uno de los tejados que se ven desde mi balcón, parecía tener un aura y una identidad propia. El día B el cielo era una losa de hormigón, y no llovía, no quería llover. Un tiempo completamente premenstrual, el de las primeras horas del día B. Hasta que arrancó el diluvio, y me pilló al pie de una cantera. Estuve toda la hora siguiente, dentro del coche, secándome con el dorso de la mano los goterones que me chorreaban del pelo. Allí se vieron mis primeras sonrisas no exclusivamente sociales del día.

El día A practiqué la verdadera atención mientras hablaba por teléfono. Me pasé medio día B sonámbula. El día A fue un prodigio de dosificación de energía. A la una de la tarde B estaba calentándome las manos con un café con Baileys de máquina. En el día A conseguí que el tofu supiera a solomillo ibérico. En el B, los jureles se negaron en redondo a salir íntegros y cocinados de la plancha. Tuve que apalearlos antes de metérmelos en el estómago. El día A no echó de menos la siesta. En el día B me perdí dos horas del concierto de la lluvia. En la tarde del día A estuve sola en la oficina, entretenida como cuando mi padre nos llevaba los sábados por la mañana a la suya, para que mi madre hablara por teléfono con sus hermanas, y yo espiara en todos los cajones y probara todos los bolígrafos e hiciera como que sabía escribir a máquina. La tarde del día B pasó tan rápida que parpadeé después de la siesta, y de repente ya era de noche. Aunque creo recordar que entre medias me comí un flan dulce como el infierno.

El día A no hizo necesario que echara mano, ni por un minuto, de mi voluntad. En el día B todo fue empujar, dejarme caer en la tristura, achucharme, darme lecciones, cocearme, obligarme a continuar. Hubo un equilibrio que asustaba en el día A. En el día B quise moverme, pero no se me ocurría ninguna dirección por la que empezar a andar.

Y entre los dos días, volví a meterme en un río. Me salieron agujetas en los antebrazos, porque me empeñé a sujetar yo sola una de las redes que usamos en la pesca eléctrica, para que no se la llevara la corriente. Me caí, y de repente mi codo derecho volvió a tener diez años. La lluvia, ya era hora, por dios, me mojó la cara, y esa fue una escena de amor. Medio en broma, medio en serio, me ofrecieron una casa en el monte de Alhama, desde la que podría escuchar la berrea, y tomarme un café por la tarde poniendo ojos de poeta. Gratis, nada más que a cambio del mantenimiento. Me imaginé cediéndosela a mi madre, y volviendo todos los viernes por la tarde, con el maletero repleto de vituallas y la cabeza, de ideas para escribir. Me puse vaqueros y zapatillas cerradas y una cazadora. Bailé dentro de casa. Volví a contaminar mi casa con olores de curry. Y aprendí a tenerle mucho respeto a este día B al que le queda media hora escasa para acabar. Porque son los días B los que, al contradecirme, me dan la medida de la persona que quiero ser.


2 comentarios:

  1. Hija mia,por Dios, ni que hubiéramos estado todos los sábados metidas en la oicina del trabajo de tu padre













    Hija mia,ni que hubiéramos estado metidos todos los sábados en la oficina del trabajo de tu padre!.Los malpensados dirán que éramos unos aprovechados.







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  2. Chica creo que has resumido muy bien lo que-en el mejor de los casos-debe ser una vida aceptable.
    Besos.

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