miércoles, 12 de septiembre de 2012

Efectos secundarios de las vacaciones



(Vacaciones por aquí, vacaciones por allá. Empiezo a resultar cargante, ¿verdad?)


Como toda medicina, también las vacaciones pueden tener efectos secundarios. En mi caso, a partir del quinto día de tratamiento empiezo a:

a) Confundir los conceptos de reposo y actividad. El reposo se convierte en una cosa muy seria, para cuya ejecución hay que presentarse debidamente uniformado (bikini y gafas de sol, si se realiza en jornada de mañana; pijama, y sábana envolvente por encima, si toca turno nocturno y puesto al aire libre). Yo me tumbo en la toalla o en la hamaca, estiro todos los músculos, de la misma manera en que cualquier Manolo hace crujir sus dedos antes de coger la taladradora, y me quedo muy quieta, muy atenta, escuchando cómo la sangre corretea vena arriba, arteria abajo, apuntando los ruiditos de dentro de mis oídos, ajustando el clac con que los tendones vuelven a colocarse en su sitio, computando el crepitante ruido de fondo de mi cabeza, mientras sintonizo algún canal en mi radio mental. Y la actividad, bueno, a veces una tiene ensoñaciones dinámicas mientras descansa. Ah, mañana, cuando haga el curry de boniato... Y qué bonito sería bajar al huerto a doblar el lomo frente a la mata de judías. Entonces, cuando ya no puedes más de tanto reposar, tu madre empieza a sacar cacerolas del armario, y a ti se te ilumina la cara ante la perspectiva de pasarte media hora pelando zanahorias y llorando con el vapores de la cebolla.

b) Mirarme morbosamente los pies. Bajo el agua esmerilada del mar, como si fueran los de una estatua griega sin brazos ni cabeza. Recortados contra el cielo azul, terso como una sábana de hospital, tan morenos que casi parecen de madera. Mientras como, mientras leo, mientras vuelvo a reposar, suaves a fuerza de uso, mis deditos como cantos rodados, las uñas fucsias, el tobillo retozón. Mis pies vacacionales recuerdan a potros que no han conocido todavía bocado o brida.

c) Admirar profundamente la manera en que han aprendido a organizarse tradicionalmente las manadas humanas. Delicada y eficiente en el uso de los recursos, la unidad básica denominada familia: dos individuos de sexo contrario se juntan, arman un nido, se reparten con mayor o menor fortuna las tareas de mantenimiento de su hábitat, se aparean, sacan adelante a su prole y, finalmente, permiten que esta salga del nido y se disperse en busca de nuevos territorios, hasta que le llegue su hora de reproducir el ciclo. Sólo al segundo día de que mi improbable núcleo familiar de cuatro miembros vuelva a reunirse en el viejo nido, me pregunto cómo narices se las apañan los gitanos para aguantar todos juntos, en generaciones superpuestas unas sobre otras, día tras día bajo el mismo techo invariable.

d) Perder la noción del tiempo. Decir ayer suena raro. Decir mañana, pecado.

e) Estos días, además, amenazan con una contraindicación particular: estoy empezando a perder mi inocencia lectora. Yo ya llevaba una temporada levantándome de mi silla y declarando a voz en cuello que leo como una toxicómana, hecho que me procura placeres sin cuento, pero que también me vuelve ciega y sorda ante las triquiñuelas y efectos especiales que los autores utilizan para embaucar a lectores facilones como yo. Rectifico: ciega y sordomuda, porque, además, mi capacidad para analizar objetivamente un texto, y exponer mi opinión sobre él, hace sospechar que en mi genoma la parte neanderthalensis es mucho más robusta que la sapiens sapiens. Si tengo un día especialmente brillante, a lo mejor soy capaz, como mucho, de desgranarte una por una las emociones que esta historia o esta feliz combinación de palabras me han despertado. Pero, luego, tienes que saberlo, voy a sentirme un poco lerda, y a preguntarme por qué en la escuela no me enseñaron a a reflexionar, antes que a hacer análisis sintácticos y derivadas.

Sé de sobra que para aprender a escribir es fundamental aprender a leer. A leer bien. Dejando a un lado el ansia de tragar papel, las ganas de morir por o de matar a los personajes, deletreando frase a frase, párrafo a párrafo, sin proponerle matrimonio al primer novelista o cuentista seductor que te chasquee los dedos delante del rostro. Todo eso lo sé desde hace mucho, porque desde hace mucho sólo sé responder con un aturdido o, con suerte, travieso levantar de hombros a preguntas como “qué libros te han marcado”, “por qué te entusiasma este tío”, o “qué te parece la última novela de..” Hasta ahora no me he preocupado especialmente por aprender a diseccionar tramas, puntos de vistas, usos de adjetivos y diálogos, subordinación de frases, paradas para respirar en los puntos y aparte de los párrafos. Porque, de alguna forma, siempre he esperado que la lectura actuase como una especie de transfusión de conocimientos técnicos sobre la química literaria. 
 
Repito, hasta ahora. Porque uno de esos cuatro libros que metí en la maleta es Cómo lee un buen escritor, de Francine Prose. Entre reposo y reposo, entre zanahoria y cebolla, voy haciendo mis deberes. Me lo llevo a la playa, lo untó de aceite solar, dejo que conozca la arena y la brisa marina. ¿Y qué recibo, a cambio de tanta atención? Orejas de burro. La premonición de que leer puede llegar a convertirse en un desierto de signos. La sospecha de que, quizás, el que busca con tanto ahínco en el derecho y el revés de las palabras a lo mejor sólo termina encontrándose a sí mismo y a sus propios prejuicios, en lugar de al mundo reluciente que levantan esas palabras. Para alguien que lee apasionadamente desde los seis años, intentar hacerlo de esa manera forense es como darle cuchillo y tenedor a un caníbal.

Ahora las portadas de los otros tres libros me miran con espanto.

4 comentarios:

  1. Que gracia,leyendo el apartado e, de tu lista,he pensado que ese debe ser un problema muy corriente,de ahí que luego te quejes de tu falta de comentaristas.

    ResponderEliminar
  2. Anónimo entre comillas13 septiembre, 2012 23:28

    Estoy de acuerdo con la vecina de arriba y las dos contigo y el apartado e) del post. Qué fácil es ser lector, incluso se puede ser buen lector, impenitente y apasionado. Pero ¿escribir sobre lo que ha escrito otro? ¿Intentar explicarlo, analizarlo? Dices que a ti te resulta difícil...Imagina a los que somos ex-clu-si-va-men-te lectores y quién sabe si buenos...

    ResponderEliminar
  3. Que maravillos suenan esos planes vacacionales, especialmente ahora que ya estoy de lleno en mi acelerada vida americana, yendo de clase en clase, intentando que mis estudiantes se detengan en una frase de Borges y la pongan al derecho y al revés. Pero vivo todavía la resaca vacacional: lo primero que hice al llegar fue exigir una licuadora de cumpleaños y ahora desayuno todos los días tolonescamente zumo (zumo, ZZZZumo) de zanahoría con gengibre (queda mejor con manzana que con naranja, si quieres saberlo): recuerdo de esas buenas tardes que pasamos los cuatro en Estepona.
    Dale un abrazo a José de mi parte, y dile que estamos muy orgullosos de que se bañe... en el mar.
    Y en cuento a la escritura y lectura, yo enseño literatura y cada día prefiero a esos lectores voraces, que a los muermos académicos que no pueden encontrar la más mínima emoción en una frase bien escrita. Y te dejo, que aunque parezca mentira, Lidia me está apurando para salir, y una oportunidad de esas nunca debe desperdiciarse.

    ResponderEliminar
  4. Lectoraadicta, touché. Y por eso no pienso a volver a quejarme de la falta de comentarios. Lo he apuntado en mi lista de propósitos para el nuevo curso.

    Quitarse méritos está muy feo, Comillista.

    MOntoyaa, tanto he tardado en responderte que los planes de antaño se han convertido en el trabajo de ahora. El objetivo para el verano que viene será que Jose consiga meter la cabeza bajo agua. Cuento los días. Y no hemos vuelto al Tolone, por perros y por románticos.
    Quiero asistir a tus clases!

    ResponderEliminar