1.
Porque el sexo como tema literario me da más pereza que los
bocadillos de mortadela (sin aceitunas). Todo ese
empujar/empotrar/partir en dos/embutir/agarrar/abalanzar no me
sugiere otra cosa que bombas inflando ruedas de bicicleta. Y los
hectolitros de goteos/licuados/chorreones/salpicones, si me provocan
algún tipo de escozor genital, es sólo porque me recuerdan a una
infección de hongos. Llamadme mojigata si queréis, pero el cuerpo a
cuerpo sólo despierta mi interés como lectora, y como cuerpo
susceptible de sofocarse, si es contemplado desde el plano medio. Los
clichés obscenos me aburren como chistes de Jaimito. Y qué decir
del lirismo, y las pieles suaves, y los rizos púbicos y el frufrú
de las sábanas de raso y el olor a mar. Escalofríos de espanto.
2.
Porque tengo muy mal beber. Ayer me tomé un tinto de verano y dos
copas de un vino blanco muy granadino y muy prestigioso, que antes,
cuando mis hepatocitos no se habían reconstruido el himen, me sabía
a paraguayas, a jugador de voleibol y a cena con velas bajo la parra,
y ahora sólo a desinfectante. Pues bien, me convertí en un monstruo
de agresividad. Tanto que, si la policía me hubiera imputado una
falta de violencia doméstica, yo habría agachado humildemente la
cabeza. Cómo se me alargó la mano, rediós. Claro que mi víctima
se pasó toda la velada canturreando el bonito estribillo “Tu
primera colonia, Chispas, tu primera canción”, con una
insistencia rayana en la monomanía, y eso podría caldear el
ambiente hasta en el más bucólico de los monasterios de Bhután. El
caso es que me acosté sin limpiarme siquiera la boca de pintalabios
magenta, como una furcia auténtica, y con ganas de usar el costillar
de mi congénere como saco de boxeo.
A
las seis de la mañana un mecanismo insano de mi cerebro me devolvió
a la vigilia. Todo lo que porto en la consciencia y en la
inconsciencia había sido desbaratado, durante las pocas horas de
sueño, por el principio de entropía. Mis pensamientos corrían como
electrones dementes en un acelerador de partículas. Las paredes
ondulaban, y la certeza de estar viviendo un terremoto me ponía
eufórica. Faltó poco para que sacara las zapatillas de deporte del
armario, con mucho sigilo, y me fuera a correr al Paseo del Salón.
Para cruzarme con atletas de cara febril, con los primeros
barrenderos, los barbudos que duermen en los bancos, abrigados con
guantes de ski, y gorro y mantas del Granada F.C.. Los dúos de
amigos que andan cogidos de los hombros para que la desilusión de
otra noche infructuosa no los tambalee. Los viejos sociópatas que
aprovechan el madrugón para pasear a perros igual de huraños. Para
estudiar el envés de mi vida radicalmente diurna. Si no lo hice fue
porque Jose tiene el sueño muy frágil, y no quería verme obligada
a darle un puñetazo cuando, con voz crujiente, me dijera “pequeña,
qué haces”. Así que, con los ojos del mismo color que los
churretes de pintalabios en la almohada, tuve que esperar hasta la
hora del desayuno para que mi modesta enajenación se desinflara.
Traté
de volver a dormirme. Traté de dejar la mente en blanco. Intenté
que una sucesión de imágenes aleatorias me inundara la consciencia,
para provocarme el sueño. Intenté coger las riendas de mi mente.
Intenté meditar. Me detuve en la respiración. Y tenía las mucosas
tan resecas, que las moléculas de aire se veían en la obligación
de escalar la pared de mis fosas nasales. Supe entonces lo que
pasaba. La ridícula dosis de alcohol que me propiné en la cena me
estaba provocando ansiedad vacacional. Porque, según había planeado
en una de mis brumosas siestas, a esa hora yo tenía que estar
tragando un bol de avena remojada en kéfir, antes de hacer los
últimos ajustes en la mochila que inmediatamente me colgaría de la
espalda, camino de la estación de autobuses. Y al mediodía se me
debería ver buscando el arcén adecuado de la estación de
Chamartín. Y un par de horas después, cuando por la ventanilla del
tren desfilasen los dorados trigales de Valladolid, tocaría sacar un
bocadillo de mi bolso. Y por la tarde llegaríamos a San Sebastián y
buscaríamos un albergue apañado y relajaríamos las lumbares
paseando por la playa de la Concha. Y mañana comeríamos raviolis de
foie en Burdeos. Y toda la semana siguiente nos conformaríamos con
crepes de jamón york y queso, para compensar semejante dispendio. Y yo haría pucheros frente a cada escaparate cuajado de trufas de cada pueblecito medieval del Périgord.
Así
que era eso. El antiguo prejuicio viajero estaba haciendo otra vez de
las suyas. Me decía cosas feas al oído. “Silvia, culo gordo.
Silvia, animal doméstico. ¿Otra vez a por lo cómodo, Silvia?
¿Sobre qué piensas escribir estos días de asueto reiteradamente
esteponero, Silvia? Y, no es por nada, Silvia, pero ¿sobre qué
piensas escribir el resto de tu facilonga vida? ¿Eh, Silvia, eh,
Silvia?”. Estoy pensando en bautizar a este simpático demonio mío
como Señor Buruaga. Yo me defendía. Con blandura, pero me defendía.
Le replicaba que el Paradigma Viajero debe ser sometido a revisión,
y que para eso necesito, precisamente, NO estar de viaje. Trataba de
explicarle, igual que ya os he explicado a vosotros en alguna que
otra ocasión, que esas bellas rutas puramente contemplativas ya no
satisfacen todas y cada una de mis hambres, y que en ellas siempre me
quedo con ganas de preguntar el nombre propio de la gente, y la
receta de tal plato, y a qué hora se levanta usted para sacar a las
ovejas al prado, y los inviernos, qué tal por aquí arriba.
Así
que aquí estamos de nuevo, a tres minutos a pie de una orilla
salpicada de medusas. He vencido el pulso contra el Señor Buruaga.
El aire nada a crowl dentro de mi nariz. Vuelvo a ser el corderito
abstemio de todos los días. Y, durante la siesta, aunque la Madre de
Todas las Chicharras rugía como si fuera yanqui y estuviera cantando
su himno, me he tenido que envolver con el borde del edredón, como
si fuera el relleno de un wrap. Algo me dice que voy a tener que
beber como una Bukowski si quiero escribir algo durante estos nueve
días.
(Yo
confieso: todo lo dicho sobre el arriba mencionado es un puro
prejuicio. Todavía no he leído la primera página de un libro de
Bukowski)
...mi primera colonia, Chispas; mi primera canción; tu primera pesca, Rubén....
ResponderEliminar¡maldita canción! ¿por qué el genio de S. Dalma nos taladra el cerebro con sus estrafalarios estribillos?
...........
ResponderEliminarMi alma coqueteaba con el resplandor insomne del azar/
mientras tú, embutida en el fragor de la batalla,todavía intacta en tu deseo brillabas decadente/
el atardecer era fingido/
la noche era cobarde/
tú me amabas, yo te deseaba/
...........
Os merecéis, los dos, hostias como panes.
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