miércoles, 5 de septiembre de 2012

Camaradas y un río


Entonces suena el Macho Man en la radio del coche. S., que lleva una hora al volante alternando arreones y carreras de tortuga, como si fuera puesto a la vez de cocaína y heroína, le da un pellizco a R. en la rodilla, que se despierta asustado. A. sigue sentado en el asiento del copiloto, con la espalda muy recta y las manos abiertas sobre las rodillas, imperturbable, como el gentleman que es, como si estuviera escuchando un mensaje en infrasonidos que sólo él puede entender. Y yo, de pronto, caigo en la cuenta de que llevo ya una hora de vacaciones, y de que quizás no debería seguir incrustada en el chasis de este lamentable vehículo oficial del que van a tener que venir a sacarme los bomberos. Por mi cabeza pasan fugaces imágenes de gente, de mí misma, bailando con la gracia de Tony Manero. Ese es una especie de fetiche particular que utilizo para transportarme directamente a la felicidad. Así que me quedo mirando la palabra “vacaciones” con alegre distanciamiento, como si me hubieran hecho un regalo inesperado y yo dijera “mola, pero, hombre, no hacía falta”. Sigo embutida dentro de un uniforme que, ahora mismo, sólo es ropa que en una hora me estaré quitando sin necesidad de recurrir a zarpazos. Y no me acuerdo de esa prisa ansiosa por llegar a casa que me asalta después de estar siete horas recibiendo chispazos de electricidad estática, a cada puerta que abro en la Delegación, y escuchando machacones testimonios de demagogia funcionarial. Porque hoy, igual que ayer, he tenido uno de esos “días fa” en el trabajo. Hoy hemos hecho pesca eléctrica en el río.

No es tan idílico como volear la punta danzarina de un sedal, bajo robles y montañas del Canadá, pero casi. P. se ha quedado custodiando el campamento de científicos gitanos que hemos improvisado en la orilla. Entre él y los otro cuatro estoy yo, con el agua a media pierna, intentando reconducir mi pie derecho al lugar que le corresponde dentro de la bota de un vadeador en el que caben otras dos Silvias. S. me ha revelado el secreto de que las corrientes de agua liberan iones negativos, y que por eso los ríos te dejan con el alma limpia y planchadita. Y por qué no voy yo a creerle, si estoy borracha de luz verde, a punto de dejarme caer de espaldas al agua, sin temor a desnucarme con un bloque calizo. Si quiero hacer las paces con las avispas asesinas del orbe. Ellos, los cuatro de delante, son un conglomerado de piernas enfundadas en neopreno verde, largos mangos de redes sacaderas, vapores de gasolina y bulla. Avanzan todos a una, jaleándose, regañándose, bromeando. R. carga a la espalda ese motor cuya simple visión me da remordimientos, porque he asimilado hasta lo más profundo de mi cerebro de reptil que no soy capaz de colgarlo de mis delicados hombros de garza. A. y S., con guantes escarlata hasta los codos, para aislarse de las descargas, van barriendo el agua, y recogiendo las truchas ligeramente electrocutadas con las sacaderas, mientras hacen todo lo posible por meterse uno a otro el mango en los ojos. J. los sigue con un cubo en cada mano, lleno de pobres pececitos que intentan digerir qué demonios les ha pasado. Adelante, adelante, avanzan por el río, entre rápidos y piedras limosas y ramas de zarza todavía más traicioneras. Quiero mucho a esos mostrencos.

Quiero a las pobres truchas, parientes con suerte de los trozos de baba que descansan en ataúdes de hielo del Mercadona. Cuando termino de completar las fichas que valoran higiénicamente la calidad del ecosistema, por encima de trivialidades como belleza, efectos balsámicos, camaradería y recuerdos de la niñez, me voy donde P., y empiezo a vérmelas con los animalitos que J. nos va trayendo. Hacemos trampas, lo confieso, porque el agua del cajón donde ahora dan coletazos desesperados (ay, amigas, no por mucho tiempo) tiene más droga que un cubata en cualquier discoteca de Gandía. Voy cogiendo con las manos las truchas sedadas aunque todavía combativas. Las mido, las peso, le voy cantando cifras a P., me siento desenvuelta como una mujer del Paleolítico. Y luego toca desmontar una de las grandes redes azules con las que hemos acotado nuestro tramo de río, de nuevo bajo la íntima luz verde, y P. no sabe que esta tarea de desatar cuerdas y plegar lienzos es un desafío para la torpeza institucional de mis manos, y yo no sé si él sigue agobiado por la inminencia de una media maratón que le está comiendo la voluntad, pero tengo ganas de repetirle que veintiún kilómetros es una cosa abstracta, y que las piernas sólo entienden de tareas concretas como una zancada, otra, otra, otro paso, otro, primer kilómetro, ahora hasta aquella farola del fondo, otro paso, otra zancada, segundo kilómetro.

El fin de fiesta llega cuando todo el equipo está ya metido en la furgoneta, y nosotros hemos cambiado vadeador por pantalones. Me gusta ese momento en el que ellos se apartan del coche con delicada timidez, y a mí de repente me apetece y no salir al centro del carril en bragas, porque soy otro compañero más, y no pasa nada. Entonces, como de la varita de las hadas de Cenicienta, salen los tomatitos cherry que ayer, esto, nos regalaron, sale el chorizo de jabalí que Sir A. ha sacado graciosamente de su despensa de supercazador, salen dos barras de pan fofo, y una nevera llena de latas que P. también ha donado a la causa. Ponemos mesa y mantel sobre el capó del Diminutomóvil, brillan las navajas sin las que los forestales no son nada. Llevo todavía el uniforme puesto, sucio de borra de álamo, pero, sin darme cuenta, vuelvo a estar de vacaciones.

La mujer rana se da pisto para que sus compañeros no la denuncien por apropiación indebida de su imagen.

4 comentarios:

  1. Eso mas parece una excursión de boys-scouts.Me hubiera gustado estar ahí.

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  2. Anónimo entre comillas07 septiembre, 2012 23:10

    Bueno, queridita, como dirías tú, pues ahora la mujer rana soy yo, porque ando verde de envidia. Envidia, porque si algún día -aunque fuera solo uno- pudiera cambiar las paredes de mi "ofi" por las aguas de un río...y envidia ¡porque te vuelves a ir de vacaciones! Dile a tu San-Jose que lo contrato de administrador de las mías; seguro que algo se le ocurre pa que me den más de sí.

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  3. A que mola mi trabajo? Y eso que no he mencionado lo cachas que están algunos de mis compis, y no quiero señalar. La Comillista tiene razón: San-José (mooola) es un auténtico broker de los días hábiles.

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  4. ¡preciosoooooooooooooo! Así fue y que bien lo has contado

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