El viento se está ensañando con mis
postigos, y por eso la oscuridad se recrudece en mi habitación a
cada rato, y por eso tengo que levantarme para volver a abrirlos, y
por eso no me concentro en nada de lo que intento hacer, y por eso me
he puesto a escribir. Hace unos días estuve a punto de comenzar un
post diciendo que septiembre es una reconciliación: en esta ciudad
de clima maníaco-depresivo, esos puntos raros del año en que el
aire ni te aplasta ni te acuchilla los recibe cada célula del cuerpo
como a hostias consagradas. De repente la temperatura exterior no te
odia profundamente, y tú no puedes responder de otra manera que no
sea haciendo planes. Estás activa, sí, gracias a esa trampita
psicológica del comienzo de curso de la que hablaba el otro día,
pero también porque la meteorología no te ofrece excusas para
quedarte vegetando en la gloria.
Pero, vaya, en estos momentos, 20 horas
de un 23 de septiembre, todavía sufro las consecuencias de un
empacho de ensaladilla rusa y croquetas de choco (parte del cáliz
que hace una semana prometí apartar de mí), y yo sólo tengo ganas
de que las arrugas de las sábanas se me queden marcadas en la
espalda. Mi balcón presenta un aspecto lamentable. Las margaritas
tienen menos armonía estructural que un Quasimodo, y en la jardinera
de los claveles, una flor fucsia y perfecta trata de hacerse un
hueco entre andrajos de tallos secos. Intoxicada como estoy de
mayonesa y fritanga, esa imagen me recuerda al escritorio que adorna
mi habitación en la casa de mi padre. Tengo en mi haber dos
escritorios donde nadie ha escrito nunca, y no sé qué conclusión
sacar de ello.
Aquel malagueño es un regalo para
cualquier candidato a sufrir síndrome de Diogénes. Tiene cinco
cajones, y ninguno de ellos se deja abrir sin necesidad de recurrir a
la violencia, así de llenos de cachivaches completamente inservibles
están desde hace más años de los que me gustaría admitir delante
de mi madre. Cada vez que voy a Estepona me digo que voy a arrasar
con ellos, y con los metros de carpetas de apuntes universitarios que
no quieren ni las polillas, y con los desechos de cada mudanza que he
ido acumulando en esa cueva de Alí Babá mugrienta que es el garaje
de mi padre. Y cada una de esas veces reconozco, con ojos de
cachorrito, que nunca he tenido la menor intención real de hacerlo,
y que ese escritorio es mi particular contribución a la arqueología
venidera.
En este último viaje estuve revisando lo
que los cajones, después de que los zurrara y pateara, me
permitieron. Y vi: una agenda laboral del año 2005, que nunca he
sido capaz de tirar, porque le da contenido a jornadas de trabajo en
Jimena que en mi memoria han quedado reducidas a una colección de
bucólicas postales de campiña, y porque en ella apunté el correo
de un tío que, en abstracto, nunca ha dejado de gustarme. Vi, y me
escandalicé, un juego de sobres y cartas que hace veinte años
estuvieron perfumados, y que ahora sólo huelen a recreo de niñas
cursis, que es como éramos las niñas hace veinte años. Vi un
estuche de ceras pringosas que ya no pintan. Una foto que hice, en el
viaje de estudios del instituto, del Callejón de Oro de Praga, con
los casitas de colores igual de gastadas que mis ceras, y Kafka
reptando por la capa de nieve sucia de la calzada, y empapando la
mirada aterrorizada con que mi profesor de Biología controlaba que
ese alumno X no resbalase y se abriese la cabeza. Vi, en otra foto,
mi cabeza despeluchada y romántica en un contraluz del Foro romano.
Apenas si me reconocí. Es posible que esa foto fuera tomada una hora
antes de perder el pasaporte que me hacía falta para entrar en la
República Checa. Vi cuatro calculadoras Casio y una caja de
disquetes, y me sentí exactamente como alguien que nació en un
siglo y morirá en el siguiente.
Vi una libreta que usé en Física o
Matemáticas, y en la que apunté como un cabestro un montón de
signos esotéricos, tales como las inecuaciones de Clausius para
procesos reversibles, irreversibles y cuasiestáticos. Me quedé de
piedra pómez, claro. A punto estuve de escribirle una carta airada
(en mi juego de hojas ex-perfumadas) al Defensor del Pueblo. Vi un
paquete de diapositivas del Kremlim que mi tía Juani se trajo de uno
de esos viajes que hicieron de ella un personaje de novela. Vi una
libretita en la que mi padre apuntó los gastos del viaje que hicimos
a Marruecos. Comprobé que el trayecto en taxi de la frontera a
Chaouen, que casi le cuesta la salud psicológica a mi padre, tan
rectas hacía las curvas nuestro conductor, costó 43 dirhams menos
que un puñado de anillos de latón comprados en la medina de Fez.
Vi más diapositivas sueltas, de cuando
mi madre hizo un curso de fotografía y nos usaba a mi hermana y a mí
como sufridas modelos. Tardaba tanto en encuadrar y en darle al
disparador, que en el transcurso nos crecían el pelo y las tetas,
como fácilmente se observa en ellas. De nuevo, esas imágenes hacen
que me pregunte quién es esa vacaburra melenuda que me llevaba
dentro de sí, como la ballena a Jonás. Vi también un sobre de
fotos que llevé a revelar la mañana siguiente de haber estado
investigando las causas de un incendio en Arcos de la Frontera, hace
¡ocho! años. Vi un acebuche ardiendo por dentro, como si tuviera un
corazón. Una mancha de pasto quemado perfectamente circular, que
parecía la huella de un aterrizaje marciano. Varios cascos amarillos
de los trabajadores de un retén, flotando como luciérnagas en la
oscuridad. El plano de detalle de la valla metálica cuya soldadura
provocó el incendio. Y más cosas que no estaban en ninguna foto: un
viaje en Land-rover por media provincia gaditana, en las primeras
horas de la madrugada, a mi compañero y a mí cenando chocolatinas y
cocacolas en el patio desierto de un Cedefo, mi susto por tener que
conducir a esas horas hasta Jimena, muerta de sueño y de peligrosas
sensaciones románticas.
Y todo esa cantidad de historia
insignificante es lo que irá al cubo de la basura, la siguiente vez
que vaya a Estepona. Como si nunca hubiera sido una niña cursi y
patológicamente tímida, una adolescente desorientada y tetona, una
aprendiz de mujer trabajadora en Jimena. Me preguntaré, entonces, si
la construcción, un poco aleatoria, del carácter es un proceso
irreversible o reversible y si, a lo largo de su vida, una persona es
una reacción cuasiestática o, al contrario, es capaz de renovarse
cada vez que tira los cachivaches acumulados.
Al dia siguiente de tu ida me dió por limpiar tu cuarto,intenté abrir uno de esos cajones,no recuerdo qué buscaba-que nadie piense que cotilleaba,el desorden que reina en ellos le quitaría las ganas a cualquiera-estaba atascado por un gurruño de papeles en el fondo y me pregunté cuando te animarías a poner un poco de orden.
ResponderEliminarTe quiero.
Debo tener problemas con el tal Diógenes,sería incapaz de tirar todas esas "pequecosas" que conforman mi pasado, por muy ajenas que le parezcan todas,a la persona que soy en la actualidad.
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