jueves, 9 de agosto de 2012

Los libros son cosas, los libros son cosas

Cópialo cien veces, Silvia: “Los libros son cosas.”


Los libros son cosas
Los libros son cosas
Los libros son cosas
Los libros son...Lo sé. No tiene sentido que siga acumulando libros que ya he leído, o que no voy a leer ni aunque me toque el Euromillón y me retire a gozar de una dorada y precoz jubilación en la isla de Pascua. Vivo en un piso minúsculo, ferozmente castigado con muebles de una madera que nunca conoció los ruidos variados del bosque. Aunque mantengan el tipo, yo sé que lo único que se puede esperar de ellos es que se comben y que, de una noche para otra, me digan que hasta aquí hemos llegado de palabras, con un plaf de fin del mundo que ahogará por fin a la jauría en una tele enjaulada frente a la que mi vecina deja morir sus horas. Y sé que a la salud de mi piel le vendría requetebién que mi sentido decorativo tendiera hacia el minimalismo. Esos libros cuya función en mi mundo se limita a aguantar el peso de los nuevos que voy adquiriendo, son como un bloque soviético de apartamentos para doscientas especies de ácaros. Sé que el día en que logre romper mis vínculos de amor y de odio con esta cajita de cerillas, en el momento en que tenga que meter mis trastos en cajas y acarrearlas con mis flacuchos brazos hasta el maletero del coche, invocaré a todas las fuerzas del dios Poseidón, para que un tifón se lleve por delante toda este basurero de papel. Qué bonitos, mis libros olvidados, adquiriendo por fin la libertad, echando a volar por el balcón. Lo sé, y sin embargo...


Los libros son cosas
Los libros son cosas
Los libros son... otra de las múltiples caras del consumismo. Objetos de un vacío erotismo fetichista. Una tarjeta de visita pasada de moda. Un escaparate. Otra manera de ser exhibicionista. Víctimas de la charlatanería de los cultos, esos que juran que una biblioteca nunca puede desmembrarse, o que los libros nunca se prestan. O son expresión del ligero horror vacui que me impide ver las paredes tal y como el pintor las trajo al mundo. Esos libros que ya ni sueñan con que un día los desvirgue o los relea son el ejemplo flagrante del síndrome de Diógenes literario que me obliga a esnifar el olor de las librerías, saquear la biblioteca, sugerir regalos de forma paralepípeda. De vez en cuando acaricio la idea de donarlos a algún instituto, o de sacarle unos centimillos de euro a las tiendas de segunda mano. Todos fuera de mi casa y de mi vida, sobados, manipulados, llenos de polvo o todavía solterones, todos, salvo los libros vitales, esos que de vez en cuando saco de la estantería, con mis delicadas manos de monje psicópata, y que miro como a un bombero en calzoncillos y que acaricio como a etc, etc. Estos los guardaría, sí, y nunca más de los que cupieran en una mochila que pudiera sacar conmigo en caso de terremoto o incendio. Y, a pesar de ello, en esos momentos de austeridad desbocada e integrista, seguiría queriendo ir más allá, desprenderme incluso de esos libros mimados, porque conozco sus nombres y sé dónde viven, y nada me impediría ir a visitarlos. Y porque, en realidad, no son tantos: mi misma capacidad para enamorarme como una posesa de ciertos autores y de ciertos títulos tiene la culpa de que, una vez pasada la furia lectora, me olvide graciosamente de ellos. Castigadora literaria que es una.


Los libros son cosas
Los libros son cosas
Los libros...¡Ah, superar al lector adolescente que me habita, aprender a leer pocos libros y pocos párrafos con la suficiente profundidad, dejar de devorar páginas como una bulímica! Casarme con un par de ellos, en vez de ir de flor en flor, y conocerlos bíblicamente, recordar pasajes enteros, olerlos para siempre con la pituitaria del recuerdo. Conocer a sus personajes como no me conozco a mí misma, ser capaz de describir su cara con los ojos cerrados. Tres camisetas, tres bragas, tres pares de calcetines, un cepillo de dientes... y tres libros. Mmm, ¿meto tres imperecederos, pongamos La Odisea, El perseguidor y otros relatos, de Cortázar, y alguno de los libros gordos de Nabokov? ¿Cuelo de estraperlo El gozo de escribir, de Natalie Golberg, la Filosofía en los días críticos de Chantal Maillard? ¿O me dejo de altares, y rescato tres tomazos todavía intactos, con los que mataré las horas de espera tensa en el pabellón deportivo, después del terremoto? ¿El cuaderno gris de Pla? ¿Relatos de lo inesperado, de Roald Dahl? ¿La novela luminosa de Mario Levrero? Repaso mis estanterías y me digo “qué más da” porque mis libros, los libros...


Los libros son cosas
Los libros son cosas
Los libros son cosas. Y, entonces, ¿a santo de qué esta melancolía con la que despedí este fin de semana a la caja de pobres libros que dejé en mi habitación de Estepona? ¿Por qué esta pena repentina de madre que abandona a su retoño en un internado? Esos libros chocantes que hablan de lo que fui o dejé de ser en el pasado. La Divina Comedia, Goethe, ¿en qué demonios estaba yo pensando, allá por mis veinte años? ¿Por qué no hubo un alma caritativa que me zurrara, me hiciera beber litros de vermú y me pagara un boy? Nietzsche, por el amor de dios, cómo se deja impresionar el alma imberbe, con un par de frases fogosas y un profesor de filosofía calzado con zapatillas de deporte. Las Tragedias de Eurípides, de cuando yo tenía el pelo rizado e incontrolable como Antígona, quería vivir en una cala de Corfú a base de queso feta y aceitunas, y sabía que la aurora tiene dedos de color rosa. Ionesco, con la grima que me dan a mí los absurdos profesionales que se toman en serio a sí mismos y a su labor redentora para con las artes y las costumbres. El bosque de la noche, de Djuna Barnes, ¿cuántas veces lo habré abierto y cuántas veces me habré dicho “estoooo”, y lo habré vuelto a cerrar? A Henry Miller y a Anaïs Nin sí que los leí, entre deslumbrada y perpleja, a veces no entendiendo ni papa, a veces sabiendo demasiado, sonriendo como una beata, o dando arcadas ante la cháchara de vitalismo pretencioso, la ostentación crápula de uno, y la cursilería de la otra. Abrí sus libros como si fueran manuales teóricos de la pasión, aspirando a desnudarme con sus desnudeces, y a oler la noche urbana mientras leía en mi solitaria guarida sin puertas de Jimena.


Los libros son cosas.
Los libros son cosas.
Todos los libros que ahora destierro, y los que se preocupan ahora en las estanterías, como empleados públicos, temiendo que los próximos sean ellos, con cosas que me leen, igual que yo a ellos, que me interpretan y descifran lo que un día quise ser o quise creer que era. Cosas de las que puedo prescindir, ahora que empiezo a cuestionarme mi matrimonio con las cosas, pero a las que no puedo despedir sin un homenaje.


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