Cópialo
cien veces, Silvia: “Los libros son cosas.”
Los
libros son cosas
Los
libros son cosas
Los
libros son cosas
Los
libros son...Lo sé. No tiene sentido que siga acumulando libros que
ya he leído, o que no voy a leer ni aunque me toque el Euromillón y
me retire a gozar de una dorada y precoz jubilación en la isla de
Pascua. Vivo en un piso minúsculo, ferozmente castigado con muebles
de una madera que nunca conoció los ruidos variados del bosque.
Aunque mantengan el tipo, yo sé que lo único que se puede esperar
de ellos es que se comben y que, de una noche para otra, me digan que
hasta aquí hemos llegado de palabras, con un plaf de fin del mundo
que ahogará por fin a la jauría en una tele enjaulada frente a la
que mi vecina deja morir sus horas. Y sé que a la salud de mi piel
le vendría requetebién que mi sentido decorativo tendiera hacia el
minimalismo. Esos libros cuya función en mi mundo se limita a
aguantar el peso de los nuevos que voy adquiriendo, son como un
bloque soviético de apartamentos para doscientas especies de ácaros.
Sé que el día en que logre romper mis vínculos de amor y de odio
con esta cajita de cerillas, en el momento en que tenga que meter mis
trastos en cajas y acarrearlas con mis flacuchos brazos hasta el
maletero del coche, invocaré a todas las fuerzas del dios Poseidón,
para que un tifón se lleve por delante toda este basurero de papel.
Qué bonitos, mis libros olvidados, adquiriendo por fin la libertad,
echando a volar por el balcón. Lo sé, y sin embargo...
Los
libros son cosas
Los
libros son cosas
Los
libros son... otra de las múltiples caras del consumismo. Objetos de
un vacío erotismo fetichista. Una tarjeta de visita pasada de moda.
Un escaparate. Otra manera de ser exhibicionista. Víctimas de la
charlatanería de los cultos, esos que juran que una biblioteca nunca
puede desmembrarse, o que los libros nunca se prestan. O son
expresión del ligero horror vacui que me impide ver las paredes tal
y como el pintor las trajo al mundo. Esos libros que ya ni sueñan
con que un día los desvirgue o los relea son el ejemplo flagrante
del síndrome de Diógenes literario que me obliga a esnifar el olor
de las librerías, saquear la biblioteca, sugerir regalos de forma
paralepípeda. De vez en cuando acaricio la idea de donarlos a algún
instituto, o de sacarle unos centimillos de euro a las tiendas de
segunda mano. Todos fuera de mi casa y de mi vida, sobados,
manipulados, llenos de polvo o todavía solterones, todos, salvo los
libros vitales, esos que de vez en cuando saco de la estantería, con
mis delicadas manos de monje psicópata, y que miro como a un bombero
en calzoncillos y que acaricio como a etc, etc. Estos los
guardaría, sí, y nunca más de los que cupieran en una mochila que
pudiera sacar conmigo en caso de terremoto o incendio. Y, a pesar de
ello, en esos momentos de austeridad desbocada e integrista, seguiría
queriendo ir más allá, desprenderme incluso de esos libros mimados,
porque conozco sus nombres y sé dónde viven, y nada me impediría
ir a visitarlos. Y porque, en realidad, no son tantos: mi misma
capacidad para enamorarme como una posesa de ciertos autores y de
ciertos títulos tiene la culpa de que, una vez pasada la furia
lectora, me olvide graciosamente de ellos. Castigadora literaria que
es una.
Los
libros son cosas
Los
libros son cosas
Los
libros...¡Ah, superar al lector adolescente que me habita, aprender
a leer pocos libros y pocos párrafos con la suficiente profundidad,
dejar de devorar páginas como una bulímica! Casarme con un par de
ellos, en vez de ir de flor en flor, y conocerlos bíblicamente,
recordar pasajes enteros, olerlos para siempre con la pituitaria del
recuerdo. Conocer a sus personajes como no me conozco a mí misma,
ser capaz de describir su cara con los ojos cerrados. Tres camisetas,
tres bragas, tres pares de calcetines, un cepillo de dientes... y
tres libros. Mmm, ¿meto tres imperecederos, pongamos La Odisea,
El perseguidor y otros relatos, de Cortázar, y alguno de los
libros gordos de Nabokov? ¿Cuelo de estraperlo El gozo de
escribir, de Natalie Golberg, la Filosofía en los días
críticos de Chantal Maillard? ¿O me dejo de altares, y rescato
tres tomazos todavía intactos, con los que mataré las horas de
espera tensa en el pabellón deportivo, después del terremoto? ¿El
cuaderno gris de Pla? ¿Relatos de lo inesperado, de
Roald Dahl? ¿La novela luminosa de Mario Levrero? Repaso mis
estanterías y me digo “qué más da” porque mis libros, los
libros...
Los
libros son cosas
Los
libros son cosas
Los
libros son cosas. Y, entonces, ¿a santo de qué esta melancolía con
la que despedí este fin de semana a la caja de pobres libros que
dejé en mi habitación de Estepona? ¿Por qué esta pena repentina
de madre que abandona a su retoño en un internado? Esos libros
chocantes que hablan de lo que fui o
dejé de ser en el pasado. La Divina Comedia, Goethe, ¿en qué
demonios estaba yo pensando, allá por mis veinte años? ¿Por qué
no hubo un alma caritativa que me zurrara, me hiciera beber litros de
vermú y me pagara un boy? Nietzsche, por el amor de dios,
cómo se deja impresionar el alma imberbe, con un par de frases
fogosas y un profesor de filosofía calzado con zapatillas de
deporte. Las Tragedias de Eurípides, de cuando yo tenía el
pelo rizado e incontrolable como Antígona, quería vivir en una
cala de Corfú a base de queso feta y aceitunas, y sabía que la
aurora tiene dedos de color rosa. Ionesco, con la grima que me dan a
mí los absurdos profesionales que se toman en serio a sí mismos y a
su labor redentora para con las artes y las costumbres. El bosque
de la noche, de Djuna Barnes, ¿cuántas veces lo habré abierto
y cuántas veces me habré dicho “estoooo”, y lo habré vuelto a
cerrar? A Henry Miller y a Anaïs Nin sí que los leí, entre
deslumbrada y perpleja, a veces no entendiendo ni papa, a veces
sabiendo demasiado, sonriendo como una beata, o dando arcadas ante la
cháchara de vitalismo pretencioso, la ostentación crápula de uno,
y la cursilería de la otra. Abrí sus libros como si fueran manuales
teóricos de la pasión, aspirando a desnudarme con sus desnudeces, y
a oler la noche urbana mientras leía en mi solitaria guarida sin
puertas de Jimena.
Los
libros son cosas.
Los
libros son cosas.
Todos
los libros que ahora destierro, y los que se preocupan ahora en las
estanterías, como empleados públicos, temiendo que los próximos
sean ellos, con cosas que me leen, igual que yo a ellos, que me
interpretan y descifran lo que un día quise ser o quise creer que
era. Cosas de las que puedo prescindir, ahora que empiezo a
cuestionarme mi matrimonio con las cosas, pero a las que no puedo
despedir sin un homenaje.
Los libros son cosas... VIVAS, te ha faltado...
ResponderEliminarQue nacen, crecen, se reproducen y...
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