Carlos mira a su alrededor,
y reconoce que tiene motivos para enorgullecerse de la familia que ha
construido. Los demás niños corren hacia la orilla como los
caballos de indios en lo westerns, y a él, recién untado de
crema con factor de protección +50, le basta con echar un vistazo a
sus hijos para no perder la compostura. Álvaro, Pablo, estáticos y
atareados, y mucho más blancos que la tribu de cafres que les han
tocado por vecinos, parecen de otro planeta. El mayor excava,
amontona, levanta tabiques de arena, con el rigor propio de quien
tiene un proyecto en la vida, y sin más palabras que las que
necesita para recordarle educadamente que se está demorando en su
tarea de acarrearle agua. Carlos ha decidido imitarle, y no molestar
con diálogos superfluos a este hijo que le ha salido tan serio. Hace
ya una buena media hora, cuando se atrevió a comentarle lo chulo que
le parecía el castillo que está construyendo, él pareció mirarlo
con un cansancio infinito, y esponjando mucho la voz, le contestó:
“es un parque acuático, papá”. Cualquiera diría que el niño
ha heredado la vocación por la Arquitectura de su padre. Cualquiera
que no sepa, y no lo sabe ni siquiera Ana, que, cuando se decidió
finalmente a entrar en la Escuela, lo único a lo que aspiraba era a
ser bibliotecario.
Y Pablo sólo necesita que
su madre lo mire fijamente durante menos de un minuto, para quedarse
completamente inmóvil sobre la toalla, como si lo hubieran
hipnotizado. También con él han tenido suerte, piensa Carlos. El
niño ha elegido precisamente este verano para descubrir que las
piernas sirven para algo más que para llevarse a la boca esos
curiosos y suculentos apéndices que hay al final de ellas. Y, sin
embargo, es tan bueno, y está tan enamorado de su madre, que
prefiere quedarse sentado a su lado, con la espalda ya completamente
erguida y la vista fija en el mar, como si estuviera meditando, antes
que tomar la peligrosa iniciativa de ponerse a descubrir el mundo en
forma de arena ondulada, sombrilla y carrito. Carlos y Ana podrían
darse fácilmente un paseo corto por la orilla, con la seguridad de
que a la vuelta iban a encontrarse a los niños exactamente en la
misma postura en la que los dejaron, pero no son de ese tipo de
padres descuidados. Y, de todas formas, Ana prefiere quedarse de pie
junto a la sombrilla, con las manos en la cintura y una gorra de
visera, como si en vez de en la playa, se encontrase en una cabina de
rayos ultravioleta. Carlos la mira también a ella, de reojo, o más
bien a la celulitis y a la cicatriz de cesárea que la braga alta de
su bikini discretamente floreado no alcanza a disimular. Habrá
engordado unos diez kilos desde que se casaron, y duda de que ella
tenga ganas de pasear por la orilla a estas horas de la mañana, pero
bueno, también él ha engordado sus buenos veinte kilos. Hace un
rato, mientras su mujer le untaba crema en la espalda, Carlos miraba
a su hijo de quince meses, petrificado ya sobre la toalla, y se daba
cuenta de que los dos comparten el mismo tipo de blandura de carnes.
Exactamente los mismos pliegues entre las axilas y las tetillas, y
cayendo sobre la cinturilla del bañador, los mismos hoyuelos por
encima del codo. Las manos de Ana, tiernas y solícitamente
ahuecadas, parecían estar confirmando esa comparación.
Su vecino de toalla, Beni,
sí que está delgado, con sus piernas de langosta egipcia, y el
pecho en forma de tabla de lavar. Beni, pero qué nombre es ese.
Carlos está a punto de formular la teoría de que los nombres
influyen de manera notable en el respeto que los niños le tienen a
sus padres. Su padre, por ejemplo, se llamaba Jaime, y no necesitó
muchos argumentos para convencerlo de que se hiciera arquitecto. Y no
hace falta más que ver a sus hijos para convencerse de la
consistencia de su nombre de príncipe. Pero a Beni, cómo no va a
tomarle el pelo ese niño que tiene sus mismas piernas de langosta y
el mismo hueco bajo las costillas. Carlos hace como que estudia los
rizos que hace la espuma en torno a sus tobillos, pero en realidad
los está observando, al padre patilargo encorvado sobre el patilargo
hijo, interrogándole con unos ojos que ni los de Torquemada, y
gritando, hasta siete veces “¿y qué has dicho después?”, y el
niño respondiendo las mismas siete veces, y al mismo volumen
cuartelario, “no he dicho nada”, cuando lo cierto es que toda la
playa ha podido escuchar cómo hace unos instantes le dirigía a su
padre un desenfadado “dame ya mi cubo, coño, tío”. Carlos está
todavía un poco sobrecogido, no sabe si por la brutal falta de
educación del niño, por el coraje con que mantiene una versión que
tiene tantos testigos en contra, o por el recuerdo todavía fresco de
Beni con el diminuto cubo lleno de medusas en la mano, instando con
desesperación a los confiados bañistas a salir del agua.
Carlos vuelve en sí, y
procede de nuevo a hacerle de aguador a su hijo. Esta vez se adentra
con cautela hasta las corvas, mientras estudia lo que se mueve
alrededor, presa, él también, del ambiente de psicosis que Beni ha
sabido crear en este sector de la playa. Las dos langostas se
persiguen ahora por entre las toallas, riendo a carcajadas y
levantando toda la arena del desierto de donde nunca debieron de
haber salido. Seguro que dentro de un rato se olvidan de las medusas
y se lanzan los dos al mar vacío, con un triple salto mortal, y se
dedican unas ahogadillas que él no ha vuelto a ver desde que tenía trece años, mientras que en la orilla los desalojados
intercambian entre sí miradas de linchamiento. Y, sin embargo,
cuando deja el cubo lleno junto a Álvaro, porque el condenado niño
no le permite siquiera vaciarlo en los barrocos estanques y las
piscinas que ha diseñado, Carlos se pregunta cómo será llamarse
Beni o Coque o Tito, y tener una mujer teñida de rubio que se llame
Yolanda.
Repaso mentalmente nombres, tratando de comprobar si estos predisponen,no sé.Seguiré estudiandolo.
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