Vista
desde una quinta planta, la gente de paso parece un ejército de
tijeras andantes. Se acercan como flechas sordas al paso de peatones,
braceando, moviendo en cizalla sus piernecitas, y mientras esperan a
que el semáforo se ponga en rojo, se permiten un único merodeo en
sus trayectorias lineales, repletas de intención, o se quedan muy
quietos, agarrados al bolso o al móvil, como náufragos. Se
desperdigan luego por esta encrucijada de edificios de oficinas y
centros comerciales, llevándose con ellos el objetivo que los
mantiene en marcha. A veces escojo a uno de ellos, como un
francotirador: al hombre que cojea como en un chiste de Paco Gandía,
a esa chica que echa el cuello hacia atrás igual que las cigüeñas,
mientras se carcajea con alguien por teléfono. A la pareja que,
cogida de la mano, esquiva coches, porque lo que los guía es más
urgente que los ritmos sincopados del tráfico. Y, cuando vuelvo a
sentarme en mi silla giratoria, suspiro sin que lo noten mis
compañeros, porque esta vez también he renunciado a mi vieja
aspiración de convertirme en espía. Desbloqueo el ordenador, y
¿cuántos pasos bizcos habrá dado ya el cojo? ¿Sonreirá la chica
del teléfono, después de colgar, o recuperará su cara, escondida
detrás de una careta de alegría educada? Y la pareja, ¿se habrá
encontrado ya con su hijo, en la sala de espera del juzgado de
menores? ¿Habrá podido evitar la presencia del policía de paisano
que el padre le cruce la cara al niño?
Debo
reconocer que a mí. la gente, como El Corte Inglés, me provoca un
poco de náusea. Voy por la calle Mesones, por Recogidas, una más
entre todo un repertorio infinito de miradas perdidas o de diálogos
borrosos, una más, con mis bolsas y mis ganas de sentarme, con mis
uñas pintadas de un color que puede que tardase cinco buenos minutos
en elegir, los mismos que tardaron las cincuenta mujeres que puede
que lleven ese mismo color en este mismo instante, y lo que me marea
no es que, entre tanta gente como yo, mi individualidad se diluya,
sino un derroche semejante de individualidades selladas. Toda esa
cantidad de gente, cargada de una intimidad que no comparte con
nadie. Gente que acarrea despreocupadamente sus desamores pasados,
sus madrugones y sus planes, sus tics y sus ganas de escapar. Gente
que pasea con toda su riqueza a cuestas, exhibiendo oros por la
calle, como si no se diera cuenta de que algunos de nosotros estamos
al acecho, hambrientos, codiciosos, llenos de una curiosidad que nos
hace daño, y dispuestos a apropiarnos de sus historias.
La
chica que ha pedido un test de embarazo en la farmacia ¿no se da
cuenta de cómo la miro? No, porque a veces soy una leona en esto del
mirar, y porque es posible que, mientras esperaba su turno, ella se
haya estado mentalizando de que nadie iba a prestarle atención. Ha
pronunciado las palabras con desenvoltura, pero su tono bajo y
quebrado la ha delatado. No hay duda: está nerviosa. No ha hecho
esto nunca, antes. Y dudo de que quiera volver a hacerlo. Hasta un
aprendiz de espía, en su primer día de academia, podría darse
cuenta de que esta inquietud suya no tiene nada de exultante.
Mientras espera a que el farmacéutico impasible salga de la
trastienda, ella pasea su mirada por las cápsulas de hierbas, por
las cremas que prometen un amable consuelo cutáneo. Luego echa el
paquete en el bolso, rápidamente, como si fuera una bomba casera,
rechazando la bolsa que le ofrecen, y al meter la vuelta en el
monedero, los billetes se le atrancan en la cremallera. Cuando sale
de la farmacia, todavía está luchando. Y me deja allí dentro,
tragándome mi curiosidad sin agua, loca por irme detrás de ella.
Quizás apriete el bolso cerca de sí, de manera parecida a como las
embarazadas se sujetan el vientre. Quizás una tímida sonrisa de
alivio asome a sus labios.
Quizás,
cómo voy a saberlo, camine hoy a mayor velocidad de la habitual.
Tarde o temprano se parará en un portal, rebuscará las llaves en su
bolso, sacando la mitad de su contenido y esa será la última vez
que vuelva a verlos, a ella y a su test de embarazo. El espionaje
cederá su lugar a la construcción de ficciones. ¿La espera alguien
en casa? ¿Recogerá un poco la cocina, el salón de sobras ordenado,
cuadrará las toallas en el baño, antes de abrir su paquete y
sentarse en el váter? ¿Se pasará los cinco minutos de espera sin
levantar la mirada de la ventanita del predictor, o calmará su
ansiedad con entre las páginas de una revista de decoración? Y su
cara de después, por favor, su cara, que alguien la enfoque, que
pueda verse en uno de esos paneles luminosos que quieren hacernos
creer que esta es una ciudad moderna. Que aparezca ya el Robin Hood
de la intimidad humana.
Pero
cualquier día de estos lo haré, que no os quepa duda. Seguiré de
verdad a alguien. Sé con quién empezar. Cerca de la una de la
tarde, esperaré, vestida y calzada, a que el vocerío perpetuo de la
tele de mi vecina se interrumpa. Acecharé el momento en que ella
baje en el ascensor, como todos los días, el único piso que nos
separa de la calle y, cuando oiga chirriar el portal, saldré de mi
casa. Y la seguiré, hasta que por fin averigüe lo que esta mujer,
que de 09:00 a 01:00 se emborracha con programas de corazón, y que
jamás abre las ventanas de su casa, hace todos los santos días,
hasta las cuatro de la tarde, en la calle. Averiguaré si come en un
restaurante de menús baratos, si el camarero le pone, sin necesidad
de que ella la pida, una botella de agua del tiempo, si pierde el
tiempo estudiando la hoja de menú, porque probablemente sepa ya
desde hace años que va a comer ensaladilla rusa y pescadilla. Si, en
cambio, se mete en otro de esos portales codiciosos y se pasa esas
tres horas en un salón ajeno. Leeré los nombres en los buzones,
buscaré un apellido común al de ella, una hermana impedida, quizás,
o un sobrino solitario, informático, y esperaré escondida hasta que
salga. Desandaremos luego la distancia hacia nuestra dirección, no
lejos una de la otra, como si fuéramos familia y estuviéramos
mosqueadas, como si su vida monótona y recluida, salvo por esas tres
únicas horas al día, no tuviera secretos para mí. Y cerraré la
puerta de mi casa, ahíta por fin de la vida de mi prójimo.
Me parto,prima,con lo del predictor,me has recordado a mí misma hace pocos dias,pero yo fuí mas lista que tu espiada,lo pedí por escrito y se enteraron las cotillas del pueblo,y si hubieses estado tú, no veas con que intriga te quedarias...entonces si que hubieses salido detras de mi...
ResponderEliminarMe ha encantado!. Hazlo, please, ¡cotillea!, estooooo, ¡espía!, y luego nos lo cuentas, que sea o no verdad, seguro que nos encanta.
ResponderEliminarBesos!!.
Laura
Jajaja, la vecina llega justo a las4 de la tarde porque empieza salvame... Fijo!!!
ResponderEliminarMJo
Anilla, con que proponiendo relatos, eh?
ResponderEliminarLaura, tendré que agenciarme un periódico con dos agujeritos. Gabardina ya tengo.
MJo, ¿te vienes a mi agencia de espías?