jueves, 2 de agosto de 2012

Año 2


Aniversarios. Estúpidos, ¿verdad? Pasa algo, un nacimiento, un beso, una muerte y, entonces, todo el calendario se imanta. Sin pensarlo siquiera, firmamos todos el pacto y, de acuerdo a las cláusulas, lloramos o reímos hoy más que mañana. Puedes declararte en rebeldía, gritar a los cuatro vientos que tu corazón y tu memoria tienen sus propios ritmos, pero la fecha ya ha hecho su trabajo. La acates o la niegues, estás pensando en ella, y en lo que pasó en otra fecha idéntica a ella. Y así es como conseguimos darle cierta organización a esta cosa azarosa e ilegible que es la vida.
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¿Cómo podía, hoy, dejar de hablar de ella? De aquello que pasó hace dos años.
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No puedo hacerlo de otra manera que no sea esta, fragmentaria, como un hipo, porque no puedo comprender el asunto de otra manera. Nadie debería hablar de la muerte con largos párrafos bien estructurados, como si de verdad supiéramos algo.
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Estaba tan cansada cuando llegué a casa. La sandalia me hizo una rozadura, y tenía la cintura molida, porque me había andado la diagonal de la ciudad un par de veces a lo largo de la tarde. Ni siquiera me acuerdo del motivo. Lógico, porque aún no había pasado nada. Abrí la cerradura con sonrisa de misionera, y antes de enfriarme, preparé la ensalada para la cena, esperando para aliñarla a que Jose llegara del trabajo. Hay pocas cosas más deprimentes que una lechuga pringosa y lacia. Estaba idiota de contento, mientras sacaba los mantelitos individuales de su rincón en la cocina, y me quitaba por fin la ropa de calle. Entonces llamó mi madre. Después de dos minutos infinitos, yo llamé a Jose, metiéndole prisa. Repetí las palabras de mi madre, porque yo no tenía ninguna que se adaptara mejor a la situación. Dije: “mi tía... por fin lo ha conseguido”, y a lo mejor no pronuncié siquiera la última sílaba, porque la frase me resultaba tan extranjera en la boca que al, final sólo pude balbucear algo sobre la ensalada.
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Cómo era posible, si la mesa estaba ya puesta, como todas las noches, si Jose estaba a punto de llegar, con polvo en el uniforme y un montón de chismes del trabajo. Cuando unas tres horas después regresamos a casa, no pude evitar sacar la ensalada de la nevera, comerme un helado de chocolate, matar entretanto unas cuantas polillas de la harina. Tenía hambre, y me sentía culpable por tener hambre. Después, como una yonqui, me senté en la cama y tomé unas pocas notas en el cuaderno de bolsillo, y volví a sentirme culpable. Sucia, parásita. ¿Qué carajo se suponía que estaba haciendo? ¿Escribiendo, en lugar de llorar? ¿Poniendo palabras de por medio, entre el dolor y yo? ¿Estaba reordenando a mi antojo la realidad? Sucia del vicio cotidiano de la escritura. Parásita de la experiencia.
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Luego me acordé de que, al teléfono, mi hermana lloró enseguida, mientras que yo no cesaba de repetirme mi tía, muerta, mi tía muerta, para invocar a la oportuna, la mediática lágrima. Tocaba llorar, inmediatamente, para no sentirme culpable de tener el corazón seco. Y al final pude reunir todas mis culpas y meterlas en el cajón donde guardo las medicinas y las garantías de todos los cacharros de la casa: no estaba seca, sino simplemente anestesiada, andando paso a paso las etapas académicas del duelo, como una alumna aplicada.
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Desde entonces, cada vez que en una película veo que alguien se arranca a llorar automáticamente, sin un mínimo lapsus, cuando le comunican la muerte de un hijo o un marido, me siento timada. Me dan ganas de pedir que me devuelvan la entrada. De gritar “¡corten!”, y ponerme chula ante el guionista. No, señor, la muerte no es como la campanilla en el experimento de Pavlov.
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Fuimos a su casa en autobús. En el trayecto, quité la sintonía que había asignado al número de mi madre en el teléfono. No quería que me volviera a llamar y que en ese momento sonara lo de “que tiene la zarzamora, que a todas horas...”. Había un coche de la Policía Nacional montado en la acera de su calle. El policía más viejo tenía el bigote amarillo de Ducados, como ella lo hubiera tenido, en caso de tener bigote. Estaba mellado, y al dejarme pasar agachó la cabeza, gentil y casi compungido, como si estuviera calculando el tiempo que le restaba aún para la jubilación, como si hubiera estado presente en esta escena demasiadas veces ya. El policía joven, con pinta de recién licenciado, miraba a ninguna parte y se metía los pulgares en el cinturón. Entré directamente a su habitación, apuntando con el rabillo del ojo, sin querer, dios mío, sin querer, un esbozo de lo que sucedía en el salón. Entre su cuerpo y mi mirada se apretujaban las figuras de la jueza y de los trabajadores de la funeraria. Su hermana estaba sentada en la esquina de la cama deshecha, entre las arrugas casi fósiles de las sábanas que le regalé para su cumpleaños. No hacía ni dos meses que se las había dado.
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Fue la última vez que la vi. Vivíamos en la misma ciudad y yo no terminaba de comprender que su enfermedad era grave. Terminal. Tenía esa tarde un aire levemente exhausto, pero cariñoso, relajado. Quiero recordar que, al despedirnos, me abrazó. No lo sé con firmeza. Porque era una despedida más, de entre todas las que cerraban nuestros encuentros, ella, Esperanza, yo, en las tres o cuatro cafeterías que frecuentábamos. Eso creía yo, y por eso ahora se me escapan aquellos detalles que a duras penas capturé con mis viejos ojos somnolientos. Llevaba una blusa blanca que dejaba ver la red de capilares sobre el esternón. Su pelo estaba casi rubio por culpa del tinte requemado. Detalles romos, zafios. Duele tener que imaginarlos. ¿Me engaño si digo que desde entonces pongo más atención sobre personas y cosas? ¿Dejó de ser la compasión, ese día, una palabra vacía del libro de catequismo?
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Si, entonces, me hubiera atrevido a mirar, si la hubiera visto muerta, esta intuición de broma pesada que a veces me asalta, ¿tendría lugar? A veces, sí, estoy a punto de creer que se ha esfumado como el Gran Houdini, que se ha cambiado el nombre y zascandilea, mochila al hombro, por Nicaragua o Samarkanda. Nunca terminará de fraguar en mi consciencia la verdad obtusa de su muerte.
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Y a veces pienso, humildemente, sin melodrama, que esto que voy publicando es una especie de crónica que escribo para ponerla al día de lo que sucede alrededor del hueco que dejó hace dos años.

3 comentarios:

  1. Queridísima Silvia: no puedo estar más de acuerdo contigo (como casi siempre) en lo que opinas sobre los aniversarios, sobre las lágrimas y los llantos repentinos e irreprimibles...
    Puedes intentar no pensar en ellos -los aniversarios- o creer que no tienen importancia, pero ahí están, la misma luz, el mismo calor... y vas siguiendo cada hora de ese día recordando cada momento trágico, incluso los anteriores a conocer el final, queriendo saber cómo pudieron ser.
    No creas que eso que se ve en las películas del llanto como un estallido, es falso. No sabes cuánto puede sorprenderte la vida.
    A veces pienso que sólo yo sabía que el final sería así y que ahora soy la única a la que nunca asalta esa sensación de que sólo fuera un mal sueño.
    Es hermosa la posibilidad de que tu blog sea una "crónica para una tía ausente". Te dejo las últimas palabras que me dijo: "gracias por todo".

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  2. Preciosa elegía de versos tan largos.

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