Cierro los ojos y me concentro en los
sonidos. El viento desnudo, insinuándose en mis orejas. Como no le
hago caso, el viento dando alaridos con las cuerdas vocales de la
encina bajo la que estoy sentada. Pii, pii, un pájaro que no sé
identificar, y lo lamento. Insectos imitando a alarmas electrónicas.
La voz de una mujer transportada desde la piscina de un cortijo no
muy cercano. Y las espigas del pasto que se mecen con una suavidad
tan delicada, tan cursi, como un roce de pestañas. Abro los ojos, y
lo que antes me parecía bonito, ahora es un puro milagro. Un paisaje
granadino por antonomasia: mucho amarillo de hierba seca, algún que
otro árbol, elevando la sombra a objeto de lujo, y más piedra de la
que puedo llegar a concebir.
Encima de la sierra que tengo enfrente
asoma el puesto de vigilancia de incendios. A lo mejor su vigilante
nos está observando con los prismáticos: a mi compañero recostado
dentro del coche, con la bota izquierda asomando por la ventanilla y
el e-book a punto de caérsele de la mano, a mí con la espalda bien
pegada al tronco. Quizás no sería mala idea que subiéramos a su
altura y le diéramos un poco de charla. Las horas deben de hacerse
infinitas, ahí arriba. Y, sin embargo, las pocas palabras de
compromiso que podríamos intercambiar – qué verano más malo/como
todos/ pero esta casa es cada vez más chapucera/porque vamos
teniendo suerte, que si no – nunca nos permitirán estar tan cerca
como ahora que nos miramos desde la distancia.
Una araña del color de las limas,
diminuta, se pasea por el filo de mi rodilla derecha. Para ella, la
distancia que separa mis piernas es tan infranqueable como un Cañón
del Colorado. Ah, la tramposa cuestión de las escalas. Desde donde
estoy veo como un cuarto de la provincia de Granada, con su ristra de
sierras calvas, la Vega estrangulada por el urbanismo sin piedad, la
salvajada de desmontes de menos de quince años, y, esta vez, todo me
parece en orden. La plaga de olivos es un estampado de lunares entre
los que destacan unos pocos parches de cereal. Los grupitos de
vegetación natural, las encinas y quejigos, las zarzas en cuyos
brazos me echaré dentro de dos meses, cuando las moras estén
reventonas, me parecen la Amazonia. Es fácil encandilarse con los
bosques y la vida fácil de Cádiz. Pero esta sequedad crispada de
aquí, esta escasez, y entre medias, el puñado de cortijos todavía
habitados, qué dignos de respeto me parecen hoy. Si no hubiera
salido de Los Alcornocales, no sabría que hay un tipo de hierba seca
que cruje exactamente igual que la nieve, porque nunca habría pisado
la nieve. Mi ojo no se habría entrenado para encontrar belleza en
cualquier parte. Nadaría en la complacencia. Ahora, como tantas
otras veces allí, alzo la vista y escruto dentro de la copa del
árbol. Ramas y remiendos de cielo. Nada cambia demasiado.
Esta mañana, mientras cocinaba para un
par de días, y me dejaba caer luego en la cama sin saber lo que
hacer con la hora que me sobraba hasta la comida, me acordé de
aquellas otras mañanas gaditanas que tenía libres, antes de empezar
a trabajar a las 14:30. Muchas de ellas, después del desayuno, me
ponía el bikini, echaba el uniforme en una bolsa de plástico, y
ponía el coche en dirección a Tarifa o a Torreguadiaro, según por
donde soplara el viento. Me tumbaba a las bravas, sin sombrilla,
confiando en mi aguerrida piel morena, y comía temprano, fruta, un
bocadillo, o alguna de mis ensaladas, famosas por su exotismo en el
pre-bloguero mundo entero de entonces. Cuando llegaba la hora, cogía
los atajos más rebuscados y frondosos y, con los pies llenos de
arena, entraba en el Cedefo de Los Barrios (Cedefo, amiguitos ajenos
al mundo forestal, es la base estratégica donde se coordina el
operativo contra los incendios). Allí, en el baño que sólo
usábamos la emisorista, la limpiadora y yo, me cambiaba como Clark
Kent en su cabina.
Mirando al techo de mi habitación de
ahora, me daba cuenta de que últimamente estoy asociando, con más
ligereza de la cuenta, esos recuerdos con estampas de libertad. Como
si mi vida de hace seis veranos (¡6!) fuera una road movie
continua. Cuando lo cierto es que muchas de esas horas de playa me
las pasaba clavada en la orilla como una estaca, escrutando,
esperando, deseando, sin apenas poder concentrarme en el libro que
leía, o en mi propio minuto interminable de sol y horizontalidad.
Intentando agarrar cosas que sólo vivían en mi cabeza, se me
escapaba todo lo demás. Es alucinante como toda aquella esterilidad,
con el tiempo, se ha convertido en hermosura.
Hoy, bajo mi encina, sigo esperando, pero
esta vez por imperativo laboral. En verano, las tardes de trabajo se
limitan a eso: a buscar una sombra más o menos acogedora y abierta a
las corrientes de aire, cerca de las carreteras o los carriles
principales, y a permanecer atenta a la emisora, por si alguno de los
vigilantes que controlan la zona donde hoy nos han colocado canta un
humo. Esperamos pasivamente a que haya (¡a que no haya!) incendios,
en estado de completa disponibilidad. Y, hoy, trabajo y ánimo van
hermanados. Mis canales están abiertos, y todo lo que entra por
ellos encaja al mismo nivel, como si no hubiera escalas. No hay
jerarquías. No comparo. Así, como está todo, se ve perfecto: este
paisaje con el que me voy reconciliando, a la misma altura que
aquellos que ahora aprendo a amar sin añoranza, y la Silvia que
recorría las carreteras como una posesa, de la mano de esta que hoy
se queda quietecita bajo una encina, o encima de su cama.
(Este es el post que habría publicado
anoche, si por mi balcón no hubiera entrado una luz de luna la mar
de apropiada para amodorrarme abrazada a un cuerpo amigo)
Ayer la Luna estaba preciosa. No me extraña que dejases pasar la entrada.
ResponderEliminarEs curioso lo que hace, a veces,el tiempo,con los recuerdo.
ResponderEliminar"Mi ojo no se habría entrenado para encontrar belleza en cualquier parte." PLAS PLAS PLAS!!
ResponderEliminarHe ahí la cuestión. Una vez que se entrena la pupila (tras muchas horas de vacía contemplación...) la Belleza está en los detalles y en esa estraña música que todo lo enlaza, envuelve y proteje.
Muchas horas, repito, son necesarias para escuchar ese ritmo. Como decía el otro día, mi travesía del desierto se produjo en las campiñas del Andévalo siguiendo el movimiento de los girasoles en verano y los brillos del rocío sobre los trigos recién nacidos en invierno. Nada que ver, aparentemente, con los bosques y montañas de nuestros parques o con la exuberancia de las selvas tropicales...
De todas formas, se agradece la sombra de los quejigos o la brisa fresca de las cumbres en lugar de un concierto para cigarra y terrón.
"Concierto de cigarra y terron", PLAS PLAS PLAS!!
ResponderEliminar