Hay dolores mezquinos, que supuran gota a
gota, minuto a minuto, para que no te puedas olvidar de ellos, pero
que no son lo bastante intensos como para tenerte postrada. Como el
dolor de cuello: dolores que, simplemente, son una joroba de hierro
en tu camino por la vida, y que no sirven ni como excusa para
quedarte todo el día tumbada. Hay dolores humillantes, como el de
ovarios. Dolores sordos. Dolores inexplicables e inconstantes, como
el de las rodillas. Dolores que, estos sí, te aniquilan como ser
humano y te convierten en una llaga andante. Por ejemplo, el dolor
salvaje que padecí cuando me extirparon las monstruosas amígdalas,
hace unos trece años. Hay leves dolorcillos a los que una se
acostumbra, como el de mi muela del juicio superior derecha, tan
tímida. Dolores insignificantes que te convierten en candidato a un
diagnóstico de trastorno obsesivo-compulsivo. Y hay también dolores
eróticos, como el de las agujetas. Dos días después de haber
regresado al gimnasio, te aprietas la pantorrilla, y ah ah ah. Oh.
Hoy estoy recreándome en mi dolor de
espalda, de hombros y de brazos. Que tampoco es un dolor-dolor, sino
una especie de tensión sobria. Como si mis músculos se hubieran
hecho de repente adultos. Estiro el lomo, subo los brazos por encima
de la cabeza, y a punto estoy de escuchar un clac. Sonrío. La clase
de natación del jueves se me ha quedado grabada en el cuerpo, y eso
es algo que me encanta, igual que los arañazos, como os contaba hace
unos días. En medio de la indiferencia absoluta y del misterio con
que suceden las cosas del cuerpo, tener un dolor tan diáfano como el
de las agujetas, tan fácil de rastrear, resulta bastante consolador,
la verdad. Me duele esto porque he utilizado aquello, y no porque mis
equilibrios iónicos e inmunológicos se pasen la vida
reinventándose, o porque en otra vida me gané el sueldo como
empalador, o porque le caiga gorda al Universo. Las agujetas son una
modalidad inocua de consciencia corporal, el recordatorio de un
esfuerzo del que uno puede sentirse orgulloso.
Cuando acaba la clase, yo salgo de la
piscina en un estado un par de escalones por debajo de la euforia.
Subo chorreando las escaleras que llevan al vestuario femenino, sin
envolverme en la toalla impoluta que el gimnasio tiene la cortesía
de ofrecer, porque quiero que mi cuerpo entero, embutido en un
precioso – aunque – enemigo – de – las – tetas bañador
celeste, se muestre sin recato. Luego, mientras me ducho, la
sensación de comodidad física, casi rayana en la arrogancia,
continúa. El hilo musical es sorprendentemente bueno y variado (ya
me han regalado un par de veces este temazo, que es uno de los que
sonarán en mi entierro), las duchas son individuales y amplias, y el
agua nunca congela o escalda. Me enjabono y bailo, me enjuago y
bailo, y a veces hasta canto, porque no es raro que yo sea la única
que se ducha allí entre las siete y las siete y diez de la tarde.
Diez minutos después salgo al Camino de
Ronda, que es la calle más fea de Granada-no, de Andalucía - no, de
España - no, del Sistema Solar, y ya no me parece que el calor pueda
con mi capacidad de aguante, ni me resulta inverosímil llevar activa
desde las seis y media de la mañana, más de doce horas ganándole
la partida al letargo estival, siete horas de trabajo, a veces
perezoso, a veces arduo, a veces oficina, a veces risco, como una
hora más de marujeo, y cerca de hora y media, en total, andando por
las calles, y luego una hora nadando. Puedo con todo ello, porque,
vamos, tampoco es que mi rutina sea cosa de pico y pala.
Pero lo que consigue que salga orgullosa
de la piscina es que también puedo con mis propios recelos. Mientras
hago el camino inverso, a eso de las cinco y media, voy medio mirando
al suelo, como si estuviera a punto de presentarme a un examen oral,
con la duda de “qué necesidad tienes tú de aprender a nadar,
Silvia-hija-mía, si el centro de gravedad de tu cuerpo está
desplazado al culo, y te hundes más que cualquier otro Homo
sapiens”, merodeando en mi cabeza con más insistencia de la
cuenta. Me traba todo ese lamentable curriculum mío de torpeza
física y aprensión a la clase de gimnasia. En momentos así es
cuando todas mis reservas secretas de timidez suben a la superficie
de mi carácter. Por favor, que el monitor pronuncie mi nombre el
menor número de veces posible. Por favor, que la gente no me
confunda con un cachorro de león marino.
Pero luego bajo por la escalerilla de la
piscina, preguntándome si no será un exceso llevar mis veinte uñas
a juego con el bañador, y mi compañero sesentón me saluda con un
brillo de hambre en la mirada, como si estuviera viendo a la
mismísima Esther Williams. Empiezo a sentirme a gusto en el agua, a
lo que contribuye el hecho bendito de que la profundidad no pase del
metro y medio. O, por lo menos, empiezo a olvidarme de mi propio
cuerpo. Sí, vista desde el bordillo debo de ser menos elegante que
un rape. Sí, trago la suficiente agua clorada como para acabar con
mi flora intestinal (suerte que estoy criando a un kéfir llamado
Rodolfo). Y sí, mi lateralidad es de chiste. Pero muevo los brazos.
Muevo las piernas. Sin apenas darme cuenta, estoy de repente en el
lado opuesto de la piscina. Y, mientras braceo y pataleo, mi
conciencia está dedicada exclusivamente al movimiento. No tengo
tiempo ni oxígeno suficiente como para dudar. Soy un cuerpo sin
pasado y sin miedo.
Al cabo de una hora, fuera ya del agua,
cuerpo y persona se conectan de nuevo y, poco a poco, la mente vuelve
a parlotear como una ardilla. De mi hora acuática me queda un
recuerdo en forma de agujetas. Y la seguridad de que puedo hacer más
cosas de las que me creo.
Pese a tu currículum de torpeza física-palabras tuyas,no mias,que conste-recuerdo como me sorprendiste hace no sé cuantos años,un dia que fuimos de campo y nos pusimos a jugar al tenis,te ví moverte con tanta ligereza y gracia...lo recuerdas?Vivíamos en Málaga.
ResponderEliminarMola mil ponerse al día contigo, ver una vez más la capacidad que tienes (si es una de las razones que te animan a seguir escribiendo, no dudes de ella) para hacerme reir nada más empezar. Me he reído con tu respuesta a mi último comentario -post del 24/6- ¿tan joías somos las manchegas que conoces?.
ResponderEliminarCuando sonreía leyendo sobre la luz de verano en el Círculo Polar- día 26/6- la frase siguiente me ha hecho llorar como hacía tiempo que no lloraba. ¿Por qué, si ese día no dejé de pensar en ello, sin lágrimas?
Quizás pueda recomendarte algún lugar para tus próximas vacaciones o para las siguientes. Tienes que ir. Me acordé muchísimo de ti.
Me gusta leer lo que escribes sobre la casa del campo. Creo que en los mejores sueños de tu padre debería aparecer ese post...
También me gustan las agujetas.
Hooooola, queridíiisima. Bienvenida al calor y a los recortes y a los berridos de los espectáculos oficialistas en los Jardines del Generalife. La envidia me corroe, y todavía no me has contado nada del viaje. Te llamo ya.
ResponderEliminarEl gustazo de nadar en una piscina solo es superado por el de nadar en el mar. (Vale, si, Camino de Ronda es fea de cojones.)
ResponderEliminarBubo, Silvia tiene miedo de nadar en el mar y dejar de hacer pie, a pesar de ser más de costa que una jubia. Débil que es una.
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