Voy
a contarte una pequeña vergüenza, Ana. Hace una semana se me
pusieron los nervios de punta en un lugar que sólo prometía calma.
Mi único testigo podría decirte que no fue para tanto, que apenas
si subí hasta el segundo peldaño en la escala de la histeria. Pero
a ti no voy a engañarte. Perdí los papeles, y punto. Verás, eran
alrededor de las siete y media de la tarde, y acabábamos de merendar
un puñado de ciruelas en una de esas áreas recreativas de Asturias
que recuerdan a Suiza, y que parecen la reserva de una raza humana
superior. Ya sabes, hierba impoluta como una moqueta de hotel cinco
estrellas, un río tan claro que podría curar todas las enfermedades
de un tratado de dermatología, ni una traza de plástico.
Después
de dos horas de caminata distraída, míranos, sentados en un banco
de madera que, oh milagro, no pone “Yoli x Aarón”, estirando la
espalda. El perro que nos adoptó justo al principio de la excursión,
y que nos ha venido acompañando a lo largo de todo el camino,
desprecia la ciruela pocha que le ofrezco. Qué bandido, Bernabé.
Así lo he bautizado. Estamos relajados. ¿Estamos relajados? Porque
mi pie derecho repiquetea más de la cuenta. Así que las siete y
media, ¿eh? Y todavía nos quedan dos horas de vuelta. Miro a Jose,
con la intención de que me lea la mente, y sea él el que proponga
reiniciar la marcha, pero el tío, con los ojos cerrados como un
cochinillo de Segovia, parece a punto de alcanzar el nirvana. Quizás
hoy yo haya superado ya el límite de cuestas que un aparato
locomotor del montón puede tolerar. Quizás es que llevo grabada a
fuego, vaca dócil, la hora en la que siempre se ha cenado en mi
casa. Así que me pongo de pie como un elástico estirado al máximo,
bastante empeñada en que el repecho de pendiente infernal que
tuvimos que bajar para llegar al río no me coma la moral. Pero el
Buda de Graná ha decidido por fin hacerse con las riendas de la
excursión, y hacer la vuelta por la orilla opuesta, que es por donde
discurre el sendero oficial. Pues vale, así me libro del repecho
amenazante. Crucemos por ese puente medieval tan cuco, pajarillo.
El
problema es que, de este otro lado, la senda no está tan clara.
Enfrente se han quedado las aldeas del amor y los caminos decentes.
Aquí no hay más que un mogollón asalvajado de pinos que, todo el
mundo lo sabe, es un árbol al que le tengo considerable manía. Por
estos pagos no ha debido de andar nadie desde los tiempos de Don
Pelayo. Abriéndonos paso entre helechos, me siento como uno de esos
odiados de la Cuatro que se van a la jungla a alardear de su menú de
insectos palo y sanguijuelas. Bernabé se adelanta de vez en cuando,
da una carrerita y se para como un maníaco, oliendo el aire. Y,
entonces, lo que era un picorcillo subterráneo de inquietud se
convierte, simple y llanamente, en miedo. Joder-Jose-joder-Jose,
empiezo, porque a veces el miedo intenta desfogar a través del
resentimiento. Que son más de las ocho y no sabemos si vamos bien.
Que se nos hace de noche. ¡Que nos va a salir un lobo, joder! Jose
calla como el Santo Job que es, señal clara de que ha llegado la
hora de dominarme con mis propias razones. A ver, Silvia, que tú
conoces como funciona esto del monte, mujer, que los animales
silvestres son más tímidos que tú misma en un karaoke. Que aquí
los días tienen como veintiocho horas de luz, mujeer. Que, mira,
otra señal clarísima de sendero. Y que, bueno, pasar una noche en
el bosque tampoco da para la segunda parte de “¡Viven!”, cuando
en la mochila llevas agua, un paquete de dátiles y un forro polar.
Mujeeeer. Pero estoy en pleno ataque de miedo irracional, y nada de
lo que pueda decirme yo o Jose (disfruta del camino, que lo tenemos
todo para nosotros. Somos dos corzos, dos ardillas más) va a
convencerme de que esta noche no vaya a morir devorada por los lobos.
Al final, lo único que puede con el miedo es la vergüenza. Me
abochorna tanto mi manera de encarar la situación, que poco a poco,
a fuerza de orgullo, me voy controlando.
Quisiera
culminar esta historieta absurda, Ana, con una moraleja brillante que
fuera capaz de desactivar tus miedos, cada vez que estos te atacaran.
Algo así como que el miedo, igual que el resto de productos y
subproductos de la actividad cerebral humana, como la voluntad, la
fe, o la razón, está sobrevalorado, y que para volver a calibrarlo,
bastaría con recordar que un miedo es un cuento de hadas que la
mente fabrica a su antojo, una especie de leyenda negra propia, o el
estribillo de una de esas canciones que nos revientan, pero que no
somos capaces de dejar de tararear. Desechos de palabras. O desechos,
a secas. Un exceso de acidez cerebral que nos agua la digestión de
la realidad. Quisiera decirte que, a fuerza de torería, uno es capaz
de darle al miedo la altura que verdaderamente tiene, saltar por
encima de él, y grabar esa respuesta valerosa en el fondo de la
experiencia para que el miedo no vuelva a atacar.
Pero
no puedo. El miedo va a volver a aparecer. No va a ir a por ti porque
tú seas más débil, o porque no sepas controlar tu mente. Irá a
por ti porque tienes un cerebro humano. Estás programada para sentir
miedo. Verás, en otra de las excursiones asturianas me maravilló la
manera en que unas cabras se paseaban por el mismo filo del
desfiladero terrorífico por el que andábamos. Míralas, las hijas
del demonio, qué poco miedo tienen de irse directamente a ramonear
todos los frutales del Jardín del Edén. Nosotros sí sabemos lo que
es la muerte y el daño. El miedo es nuestro primo hermano, una
especie de carga orgánica, parecida a la rodilla que empieza a
renquear, o el intestino que deja de secretar enzimas para digerir la
lactosa.
¿Qué
nos queda, entonces? Ya lo sabes, la aceptación. Saber que los
toreros no tienen menos miedo al toro que tú y que yo, sino todo lo
contrario. Llevar a cabo lo que uno se ha propuesto a pesar del
miedo, al lado del miedo, y gracias al miedo. Dar un paso, otro,
otro, fijándote en la forma del helecho, en el sonido que haces al
caminar, en el encaje de las copas de los árboles. En la gracia con
que tu hijo te llama por tu nombre propio, como si fuera un cómplice.
En el ritmo de lo que ahora vuelve a crecer dentro de ti. Y en la
confianza que tenemos, los que te conocemos bien, en que esta vez lo
harás igual de bien que la primera. Con la misma energía y el mismo
esmero con que haces todo lo que te propones.
Ahí abajo estaba el centro de la Tierra. Con perdón, mamá. |
A ella seguro que le sirve...y a los demás, porque todos sabemos lo que es el miedo y que la única forma de vencerlo es dar un pasito adelante y luego otro, cada vez con menos miedo, hasta la próxima vez.
ResponderEliminarY sí, los que la conocemos mucho y la queremos más, sabemos que seguirá haciéndolo todo igual de bien que siempre, con esas manos prodigiosas...
Mi querida prima,me vuelves a dejar sin palabras,y esta vez más,no sé como agradecerte tus últimas conversaciones telefonicas y esto último...Y mi anónimo entre comillas...os hago saber,que cada vez lo voy aceptando mejor,poco a poco.
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