sábado, 14 de julio de 2012

Como pollo sin cabeza


Estaría bien escribir el post definitivo esta noche, un post caliente, vibrante, delicado, ya que mañana me voy de vacaciones a Cualquier-punto-situado-más-allá-del-Sistema-Ibérico, pero no va a poder ser. Estoy tumbada boca abajo en mi cama, practicando nudismo casero, y mis codos y cuello empiezan a protestar. Sé que este momento de escritura urgente va a reproducir exactamente mi trayectoria de esta tarde: voy a cambiar de postura un millón de veces, a suspirar otros dos millones, a pasarme la mano por la nuca húmeda n millones de veces. Voy a escribir como pollo sin cabeza, porque así es como me he tirado esta lamentable cantidad de horas vacías y expectantes. ¿Y por qué no? Si hoy sólo tengo dentro del cráneo unos pocos grumos inconexos, no sé por qué el texto que salga de esta flojera, y que probablemente tendré la poca vergüenza de publicar, va a tener que estar más trabado. Fuera sujetador y bragas, fuera toda coherencia interna.

¿Y qué digo? Pues que me ha salido un bulto diminuto en la rodilla derecha, una especie de lenteja ósea. Quizás lleve haciéndome compañía más tiempo del que imagino, y sólo ahora que he perdido unos kilos me he podido percatar de su presencia. Y es posible que esta ridícula novedad corporal tenga la culpa de que, desde que me desperté de la siesta, no me pueda concentrar en ninguno de los libros que he sacado de la biblioteca, ni en las páginas de internet que debería mirar antes de ponerme mañana el cinturón de seguridad, ni en la idoneidad de la ropa que he echado en plan alud dentro de la maleta. Porque llevo toda la tarde poniendo toda mi poca atención en la rodilla, racionalizando, concentrándome en el pequeño dolor de peluche que la merodea. Hoy he colocado lo mejor de mi vitalidad en la lucha contra un miedo que creía olvidado, y supongo que esa es una inversión todavía más dudosa que la que ofrecen los Tesoros conjuntos de Grecia, España y Portugal. Se gasta mucha energía en negar los restos de miedos absurdos que a uno le acompañan toda la vida, igual que la porquería que se acumula dentro del apéndice. Yo, por si alguien no lo sabía todavía, tengo tendencias hipocondríacas. Del catálogo de trastornos mentales que he heredado por vía materna, esta es la modalidad que a mí me ha tocado. He estado paseándome por el filo del cáncer de mama, de laringe, de faringe, de tiroides, de piel, de la esclerosis múltiple.

Y es curioso, pero escribir esta chorrada es la mejor manera que encuentro para zafarme del remolino de pensamientos infecto-contagiosos que acompañan a los ataques de hipocondría. Escribir cuando estoy en modo pobre diablo, y no sólo cuando me siento estupenda, es como encontrar una foto de mis años de adolescencia. Esa era yo, me digo, esa cara de susto era la mía, esa ropa hostil a toda noción de elegancia era la que me ponía, ese pajarito torpe era yo. Suerte que esos años pasaron, y que ahora soy capaz de abrir mucho los ojos y reírme de la vida. Suerte que por fin he encontrado en mí una reserva de valor que por entonces no tenía. Escribir mi basura psicológica es un tartazo en pleno rostro. El gag de un Buster Keaton muy serio. Una manera de convertir en un chiste mis pensamientos. Un cortafuegos para el miedo irracional de que mi cuerpo se me rebele y me deje en la estacada.

Y eso que esta mañana, cuando volvía de pasar la ITV, me sentí como una emperatriz en un dorado exilio, dentro de mi cuerpo. Mi coche salió por fin del garaje donde ha estado cerca de un año hibernando, y por fin volví a hacerme dueña de pedales y volante. De la guantera saqué uno de los mil discos rayados que grabé hace años para el menester de conducir, porque yo soy de esas personas que cantan a voces mientras lo hacen. Es como si la música absorbiera, como una bayeta, parte del exceso de atención tensa que me provoca la conducción. Y el disco que salió fue uno de Natasha Atlas. Ronroneos, maullidos combinados con violines de serrallo. Mientras conducía, miraba mis muñecas delgadas, el color de mis brazos, los restos de todo que se acumulan en las superficies inútiles de mi coche, y me dejaba abrasar por la música, esta música:


 Y entonces pasó uno de esos momentos en los que se varios planos vitales, totalmente desvinculados unos de otros, se fusionan en uno solo. Como si media vida hubiera ocurrido en el mismo minuto macizo. A mí se me juntaron: mi velo negro de la clase de danza del vientre. El chico sumamente cortés que me atendió en la nave inhóspita de la ITV. Todos los pensamientos que, mientras buscaba como una posesa el mando de la luz antiniebla trasera, le imaginé (cuántos de los que pasen por esta inspección se matarán en la carretera, cómo será esta tía al volante, ¿será dulce, impávida, apocada, agresiva? ¿habrá una relación entre maneras en el coche y maneras en la cama?). Aquella vez en que el bombero puso su mano sobre la mía y la condujo hasta la palanca que acciona el capó de mi propio coche, porque yo no la había usado nunca y no la encontraba. Lo libre que estuvo esa escena de chabacanerías freudianas. De qué manera desaproveché aquel acercamiento repentino. Y una serie de caricias perdidas, mi cabeza en la barriga de alguien, sobre la arena de la playa, toda esa dulce sucesión de roces y pieles sin nombre que forman parte de mi memoria sensual. 

Todo eso se me mezcló gracias a la música. Y todos los grumos, el miedo que se deja pasar,  la recobrada alegría de estar de nuevo al volante, el agradecimiento a mi cuerpo y a todos los demás, todo vuelve a cohesionarse mediante la escritura.

Volveré, más fuerte e inspirada. Por vuestro bien, espero.

1 comentario:

  1. Estoy deseando que vuelvas y nos cuentes de tus viajes,para mí que apenas me muevo del sofá es otra manera de hacerlo,además de los documentales de la 2.
    Buen viaje.Un beso.

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