Estaría bien escribir el post definitivo
esta noche, un post caliente, vibrante, delicado, ya que mañana me
voy de vacaciones a
Cualquier-punto-situado-más-allá-del-Sistema-Ibérico, pero no va a
poder ser. Estoy tumbada boca abajo en mi cama, practicando nudismo
casero, y mis codos y cuello empiezan a protestar. Sé que este
momento de escritura urgente va a reproducir exactamente mi
trayectoria de esta tarde: voy a cambiar de postura un millón de
veces, a suspirar otros dos millones, a pasarme la mano por la nuca
húmeda n millones de veces. Voy a escribir como pollo sin cabeza,
porque así es como me he tirado esta lamentable cantidad de horas
vacías y expectantes. ¿Y por qué no? Si hoy sólo tengo dentro del
cráneo unos pocos grumos inconexos, no sé por qué el texto que
salga de esta flojera, y que probablemente tendré la poca vergüenza
de publicar, va a tener que estar más trabado. Fuera
sujetador y bragas, fuera toda coherencia interna.
¿Y qué digo? Pues que me ha salido un bulto diminuto en la
rodilla derecha, una especie de lenteja ósea. Quizás lleve
haciéndome compañía más tiempo del que imagino, y sólo ahora que
he perdido unos kilos me he podido percatar de su presencia. Y es
posible que esta ridícula novedad corporal tenga la culpa de que,
desde que me desperté de la siesta, no me pueda concentrar en
ninguno de los libros que he sacado de la biblioteca, ni en las
páginas de internet que debería mirar antes de ponerme mañana el
cinturón de seguridad, ni en la idoneidad de la ropa que he echado
en plan alud dentro de la maleta. Porque llevo toda la tarde poniendo
toda mi poca atención en la rodilla, racionalizando, concentrándome
en el pequeño dolor de peluche que la merodea. Hoy he colocado lo
mejor de mi vitalidad en la lucha contra un miedo que creía
olvidado, y supongo que esa es una inversión todavía más dudosa
que la que ofrecen los Tesoros conjuntos de Grecia, España y
Portugal. Se gasta mucha energía en negar los restos de miedos
absurdos que a uno le acompañan toda la vida, igual que la porquería
que se acumula dentro del apéndice. Yo, por si alguien no lo sabía
todavía, tengo tendencias hipocondríacas. Del catálogo de
trastornos mentales que he heredado por vía materna, esta es la
modalidad que a mí me ha tocado. He estado paseándome por el filo
del cáncer de mama, de laringe, de faringe, de tiroides, de piel, de
la esclerosis múltiple.
Y es curioso, pero escribir esta chorrada
es la mejor manera que encuentro para zafarme del remolino de
pensamientos infecto-contagiosos que acompañan a los ataques de
hipocondría. Escribir cuando estoy en modo pobre diablo, y no sólo
cuando me siento estupenda, es como encontrar una foto de mis años
de adolescencia. Esa era yo, me digo, esa cara de susto era la mía,
esa ropa hostil a toda noción de elegancia era la que me ponía, ese
pajarito torpe era yo. Suerte que esos años pasaron, y que ahora soy
capaz de abrir mucho los ojos y reírme de la vida. Suerte que por
fin he encontrado en mí una reserva de valor que por entonces no
tenía. Escribir mi basura psicológica es un tartazo en pleno
rostro. El gag de un Buster Keaton muy serio. Una manera de convertir
en un chiste mis pensamientos. Un cortafuegos para el miedo
irracional de que mi cuerpo se me rebele y me deje en la estacada.
Y eso que esta mañana, cuando volvía de
pasar la ITV, me sentí como una emperatriz en un dorado exilio,
dentro de mi cuerpo. Mi coche salió por fin del garaje donde ha
estado cerca de un año hibernando, y por fin volví a hacerme dueña
de pedales y volante. De la guantera saqué uno de los mil discos
rayados que grabé hace años para el menester de conducir, porque yo
soy de esas personas que cantan a voces mientras lo hacen. Es como si
la música absorbiera, como una bayeta, parte del exceso de atención
tensa que me provoca la conducción. Y el disco que salió fue uno de
Natasha Atlas. Ronroneos, maullidos combinados con violines de
serrallo. Mientras conducía, miraba mis muñecas delgadas, el color
de mis brazos, los restos de todo que se acumulan en las superficies
inútiles de mi coche, y me dejaba abrasar por la música, esta música:
Y entonces
pasó uno de esos momentos en los que se varios planos vitales,
totalmente desvinculados unos de otros, se fusionan en uno solo. Como si media vida hubiera ocurrido en el mismo minuto
macizo. A mí se me juntaron: mi velo negro de la clase de danza del
vientre. El chico sumamente cortés que me atendió en la nave
inhóspita de la ITV. Todos los pensamientos que, mientras buscaba
como una posesa el mando de la luz antiniebla trasera, le imaginé
(cuántos de los que pasen por esta inspección se matarán en la
carretera, cómo será esta tía al volante, ¿será dulce, impávida,
apocada, agresiva? ¿habrá una relación entre maneras en el coche y
maneras en la cama?). Aquella vez en que el bombero puso su mano
sobre la mía y la condujo hasta la palanca que acciona el capó de
mi propio coche, porque yo no la había usado nunca y no la
encontraba. Lo libre que estuvo esa escena de chabacanerías
freudianas. De qué manera desaproveché aquel acercamiento
repentino. Y una serie de caricias perdidas, mi cabeza en la barriga
de alguien, sobre la arena de la playa, toda esa dulce sucesión de
roces y pieles sin nombre que forman parte de mi memoria sensual.
Todo eso se me mezcló gracias a la música. Y todos los grumos, el
miedo que se deja pasar, la recobrada alegría de estar de nuevo al
volante, el agradecimiento a mi cuerpo y a todos los demás, todo
vuelve a cohesionarse mediante la escritura.
Volveré, más fuerte e inspirada. Por
vuestro bien, espero.
Estoy deseando que vuelvas y nos cuentes de tus viajes,para mí que apenas me muevo del sofá es otra manera de hacerlo,además de los documentales de la 2.
ResponderEliminarBuen viaje.Un beso.