Esto es exactamente lo que tenía en
mente cuando en la oficina pensaba en las vacaciones: estar tumbada
sobre un trozo amable de hierba, leyendo con esmero, como si hubiera
aprendido a leer la semana pasada, cada una de las frases de un libro
que, entre madrugones, clases de natación y escritura, no era capaz
de terminar en Granada. El cuerpo, feliz de cansancio. Dejar el libro
a un lado, y cerrar los ojos unos instantes, mentalizándome,
haciéndome a la idea de que, al abrirlos, mi mirada va a estar casi
al ras de un lugar demasiado bello como para ser comprendido desde la
posición vertical. Permanecer a la vez despreocupada y pendiente,
disuelta en lo que escucho, lo que veo, en todo lo que siento. Ser
incapaz de pensarme a mí misma con adjetivos o complementos
circunstanciales. No ser ni siquiera un sujeto, sino simplemente un
filtro de la realidad, uno de esos grandes cedazos que usan los
buscadores de oro. Bueno, en realidad no me hice planes tan barrocos:
lo único que quería era estar tumbada y libre como un Tom Sawyer.
Y, fijaos, ahí estoy yo, sobre la manta
azul bebé (bajo custodia de los servicios sociales, de sucia que
está) que llevo en el maletero del coche desde hace años, esperando
precisamente a esta ocasión. Antes de llegar a Babia, y buscando
algún sitio donde comer, fuimos a parar a un camping que ni siquiera
tenía nombre ni verja de entrada. La poca gente que había tomaba el
sol con la cara de creyente que se les pone a aquellos que, por
experiencia, no confían en la perseverancia de un cielo despejado.
Había un aire como de comunidad rural americana, o de grupo de
hippies sin posturitas de amor libre ni pelos en los sobacos. Gente
callada que tomaba un sol inconstante entre las flores, nada más,
como si no tuvieran parentescos, ni noticia alguna sobre el IRPF, ni
lenguaje apenas. Como si ya estuvieran muertos, y el paraíso al
final existiera. Desde que los vi, quise ser uno de ellos. Ya hacía
tiempo que me había dado cuenta de que mi antigua manera de viajar,
mucha carretera, muchas etapas, muchos nombres sobre el plano, mucho
coleccionismo visual, había dejado de cuadrarme. Me he cruzado
España ávida de sensaciones pastoriles y, por fin, he encontrado el
lugar donde saciarme.
Esto no es Babia, pero me sirve. Hoy es
lunes, y me dan ganas de gritar viva, viva. Ayer, esta área
recreativa, situada a la vera de una vía verde archifamosa y del
archifamoso cercado donde se dan paseítos un par de archifamosas
osas ibéricas, se daba un aire al Rocío. Hoy, en cambio, estar aquí
hace que te sientas parte de la jet set del mundo rural. Corretea un
número tolerable de niños, y a nadie se le ocurre que la música
sea un bien que haya de ser compartido con el resto de la humanidad.
Cuando estoy boca abajo, miro a mi alrededor, y veo parejas que se
pasan un bocadillo como si estuvieran de botellón, y varios núcleos
de jubilados que se apiñan en torno a una nevera portátil, y algo,
quizás mis propios recuerdos de niña dominguera, hace que mi
corazoncito rezume ternura. Luego me doy la vuelta, leo un poco,
descubro la sombra de una margarita en las páginas de mi libro, y me
veo obligada a hacer un vídeo lerdo de arte y ensayo, con mi
lamentable cámara. Doy un suspirito de Heidi, todavía sin creerme
del todo que lo que imaginaba en la oficina, y lo que estoy viviendo
ahora se parezcan tanto. Es como si me hubieran lobotomizado esos
oscuros centros del cerebro donde se fabrican la frustración y la
expectativa.
Veo. Veo la hierba, las montañas verdes
que, tumbada como estoy, no apabullan, sino que arropan. Veo un
álamo, las hojas que se mueven como castañuelas, ahora brillantes,
ahora oscuras, como si se escondieran de sí mismas, veo mis pies
descalzos.
Oigo. Oigo a los niños retándose a no
sé qué juego que augura toneladas de Betadine. Chapuzones en la
piscina. Algún coche despistado. El sonajero del viento a través de
los árboles. Desde el kiosko, esa canción de Coldplay de cuyo
nombre no me acuerdo, y que me da ganas de volar en parapente y besar en la boca a todo bicho viviente.
Saboreo, todavía, la naranja un poco
pocha que me traje hace un siglo de Estepona, y que me acaba de
chorrear por la barbilla, y en las profundidades del paladar, un
resto arcaico del rabo de buey en salsa que me he metido entre pecho
y espalda al mediodía.
Huelo, cómo no, la hierba que alguien
está segando en una parcela vecina. El olor del verano asturiano
cuando las nubes se abren y se puede trabajar en el campo. Amor en
estado bruto.
Siento el lugar donde, hasta esta mañana,
cuando me subí a una bici después de, yo qué sé, veinte años,
tenía el culo. Siento como, después de los 34 kilómetros de
pedaleo, mi rodilla derecha se va recomponiendo segundo a segundo. La
hierba pinchándome la piel del brazo que se aventura fuera de la
manta, y un parche de sol en la pantorrilla.
Intuyo. Intuyo que, sólo con esto, soy
rica.
Bienvenida, Silvia!.
ResponderEliminarQué tranquilidad y gustirrinín se desprende de tu post!. Me alegro que lo hayas disfrutado.
Me hace gracia lo que contabas porque coincide con mis anhelos de descanso este año: no aspiro más que a rebozarme por la hierba o por la arena de alguna playa.
Sólo quedan unos días para mis vacances...qué ganitas!.
Un beso!
Laura
Disfruto leyéndote.
ResponderEliminarBesos.