miércoles, 25 de julio de 2012

El plan perfecto


Esto es exactamente lo que tenía en mente cuando en la oficina pensaba en las vacaciones: estar tumbada sobre un trozo amable de hierba, leyendo con esmero, como si hubiera aprendido a leer la semana pasada, cada una de las frases de un libro que, entre madrugones, clases de natación y escritura, no era capaz de terminar en Granada. El cuerpo, feliz de cansancio. Dejar el libro a un lado, y cerrar los ojos unos instantes, mentalizándome, haciéndome a la idea de que, al abrirlos, mi mirada va a estar casi al ras de un lugar demasiado bello como para ser comprendido desde la posición vertical. Permanecer a la vez despreocupada y pendiente, disuelta en lo que escucho, lo que veo, en todo lo que siento. Ser incapaz de pensarme a mí misma con adjetivos o complementos circunstanciales. No ser ni siquiera un sujeto, sino simplemente un filtro de la realidad, uno de esos grandes cedazos que usan los buscadores de oro. Bueno, en realidad no me hice planes tan barrocos: lo único que quería era estar tumbada y libre como un Tom Sawyer.



Y, fijaos, ahí estoy yo, sobre la manta azul bebé (bajo custodia de los servicios sociales, de sucia que está) que llevo en el maletero del coche desde hace años, esperando precisamente a esta ocasión. Antes de llegar a Babia, y buscando algún sitio donde comer, fuimos a parar a un camping que ni siquiera tenía nombre ni verja de entrada. La poca gente que había tomaba el sol con la cara de creyente que se les pone a aquellos que, por experiencia, no confían en la perseverancia de un cielo despejado. Había un aire como de comunidad rural americana, o de grupo de hippies sin posturitas de amor libre ni pelos en los sobacos. Gente callada que tomaba un sol inconstante entre las flores, nada más, como si no tuvieran parentescos, ni noticia alguna sobre el IRPF, ni lenguaje apenas. Como si ya estuvieran muertos, y el paraíso al final existiera. Desde que los vi, quise ser uno de ellos. Ya hacía tiempo que me había dado cuenta de que mi antigua manera de viajar, mucha carretera, muchas etapas, muchos nombres sobre el plano, mucho coleccionismo visual, había dejado de cuadrarme. Me he cruzado España ávida de sensaciones pastoriles y, por fin, he encontrado el lugar donde saciarme.

Esto no es Babia, pero me sirve. Hoy es lunes, y me dan ganas de gritar viva, viva. Ayer, esta área recreativa, situada a la vera de una vía verde archifamosa y del archifamoso cercado donde se dan paseítos un par de archifamosas osas ibéricas, se daba un aire al Rocío. Hoy, en cambio, estar aquí hace que te sientas parte de la jet set del mundo rural. Corretea un número tolerable de niños, y a nadie se le ocurre que la música sea un bien que haya de ser compartido con el resto de la humanidad. Cuando estoy boca abajo, miro a mi alrededor, y veo parejas que se pasan un bocadillo como si estuvieran de botellón, y varios núcleos de jubilados que se apiñan en torno a una nevera portátil, y algo, quizás mis propios recuerdos de niña dominguera, hace que mi corazoncito rezume ternura. Luego me doy la vuelta, leo un poco, descubro la sombra de una margarita en las páginas de mi libro, y me veo obligada a hacer un vídeo lerdo de arte y ensayo, con mi lamentable cámara. Doy un suspirito de Heidi, todavía sin creerme del todo que lo que imaginaba en la oficina, y lo que estoy viviendo ahora se parezcan tanto. Es como si me hubieran lobotomizado esos oscuros centros del cerebro donde se fabrican la frustración y la expectativa.

Veo. Veo la hierba, las montañas verdes que, tumbada como estoy, no apabullan, sino que arropan. Veo un álamo, las hojas que se mueven como castañuelas, ahora brillantes, ahora oscuras, como si se escondieran de sí mismas, veo mis pies descalzos.

Oigo. Oigo a los niños retándose a no sé qué juego que augura toneladas de Betadine. Chapuzones en la piscina. Algún coche despistado. El sonajero del viento a través de los árboles. Desde el kiosko, esa canción de Coldplay de cuyo nombre no me acuerdo, y que me da ganas de volar en parapente y besar en la boca a todo bicho viviente.

Saboreo, todavía, la naranja un poco pocha que me traje hace un siglo de Estepona, y que me acaba de chorrear por la barbilla, y en las profundidades del paladar, un resto arcaico del rabo de buey en salsa que me he metido entre pecho y espalda al mediodía.

Huelo, cómo no, la hierba que alguien está segando en una parcela vecina. El olor del verano asturiano cuando las nubes se abren y se puede trabajar en el campo. Amor en estado bruto.

Siento el lugar donde, hasta esta mañana, cuando me subí a una bici después de, yo qué sé, veinte años, tenía el culo. Siento como, después de los 34 kilómetros de pedaleo, mi rodilla derecha se va recomponiendo segundo a segundo. La hierba pinchándome la piel del brazo que se aventura fuera de la manta, y un parche de sol en la pantorrilla.

Intuyo. Intuyo que, sólo con esto, soy rica.

2 comentarios:

  1. Bienvenida, Silvia!.
    Qué tranquilidad y gustirrinín se desprende de tu post!. Me alegro que lo hayas disfrutado.
    Me hace gracia lo que contabas porque coincide con mis anhelos de descanso este año: no aspiro más que a rebozarme por la hierba o por la arena de alguna playa.
    Sólo quedan unos días para mis vacances...qué ganitas!.
    Un beso!
    Laura

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  2. Disfruto leyéndote.
    Besos.

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