Hace poco volvía a leer en el suplemento
de un periódico un artículo sobre las bondades del optimismo. Me
pregunto cómo será trabajar en la redacción de una de esas
revistas que, para con los propios pensamientos, actúan como un
lavado automático de coches: coges un puñado de ellas, a ser
posible mientras la comida se hace sola en la olla rápida, o durante
cualquiera de esos momentos tontos del día en que es demasiado tarde
para unas cosas, y demasiado temprano para otras. Empiezas a
hojearlas, miras las fotos de manera indulgente, como si tu única
razón para no comprarte esos zapatos de 3500 euros fuera que no te
van bien con los vaqueros Dolce & Gabbana que cuelgan en tu
armario, y, poco a poco, toda tu morralla mental va siendo suavemente
barrida. Un gran ejercicio espiritual que te deja el cerebro limpio
como el de un Teletubi. Hasta que te ponen por delante el artículo
en cuestión, y tu maldad inherente se reactiva. En serio, ¿cómo lo
hacen? ¿Va la redactora Maripuri y, con los ojos redondos como un
yo-yo, propone “anda, y un artículo sobre el optimismo?”,
mientras se imagina el vestido con escote palabra de honor que se
pondrá cuando le entreguen el Pulitzer? ¿Darán arcadas sus
compañeras? ¿Les vendrá sabor a ajo al escuchar la palabra
“optimismo”? ¿Se sustituyen los becarios de la redacción a tal
velocidad que hasta un tema tan manoseado como las tetas de Yola
Berrocal puede pasar como original?
Y, sin embargo, mientras leía aquel
artículo, tenía ya la mente tan milagrosamente aseada de mis
propias ideas y prejuicios, que, cuando me topé con el consejo de
cerrar cada día con el repaso de al menos tres cosas buenas que te
hayan sucedido, me vi brindando a la salud de Maripuri. Elemental.
Pueril. Impecable. Desde entonces, cuanto estoy en la cama con los
tapones incrustados en los oídos, porque soy una horrorosa de sueño
frágil, hago el recuento de mi día. Si el sueño me da alcance
antes de acabarlo, entonces es que ha sido un día que se podría
calificar como exuberante. Si ha pasado sin chispa pero sin esfuerzo,
el recuento de mis tres/cinco/siete buenos momentos lo individualiza
y lo rescata de mi propia indiferencia. Si ha sido un día para
olvidar, me doy cuenta de que la insatisfacción nunca será tan
larga ni tan ancha como para saturar veinticuatro horas.
Así ayer. Camino de Bolonia, había
nubarrones dentro del coche, por mucho que tú reclamaras tu derecho
al silencio y te empeñaras en que no pasaba nada. Pasaba esto: que
yo llevaba gastadas toneladas de nostalgia recordando mis paseos de
antaño por ese lugar, y que a ti no te gusta la playa. Pasaba que yo
prefería ir sola a tu falta de alegría, y que eso a ti te debe de
parecer una especie de amenaza, o una ruptura sutil de nuestros
pactos. Pasaba que me cansa y me indigna sentirme culpable por lo que
deseo. Y, sin embargo, también tú te preguntaste alucinado por el
nombre del país al que habíamos llegado, cuando por fin pisamos la
arena dorada de la playita que tengo en el fondo de escritorio de
este ordenador. También tú quisiste dar saltos de alegría,
quitarte la ropa y bañarte desnudo en el agua un poco revuelta, como
correspondía a la salvajura del lugar, y si no lo hicimos fue porque
nos habíamos dejado en el coche el bote de crema solar. También tú
te habrías pasado horas catalogando esas piedras con formas
imposibles que una vez fueron acantilado, o toda la cantidad
descarada de plantas que desafían la endeblez de las arenas, la
aridez, y hasta al mismísimo rey Levante.
Luego, peligrosamente cerca de las dos de
la tarde, fue duro subir de nuevo hasta el coche, y tú ibas
refunfuñando nunca-nunca-nunca más, y los dos coqueteábamos con la
idea de la ruptura. Pero ¿sabes lo bien que me sentó darle a las
piernas sin compasión, y sudar la camiseta? ¿La facilidad con la
que icé mi cuerpo cuesta arriba? ¿Lo que agradecí al comprobar
que mi cuerpo puede llegar a ser virtuoso de pie, tanto como sentado?
¿Y cómo mis células recibieron el choco en salsa como si hubiera
sido consagrado en el Vaticano?
En la playa, el viento volvía a poner a
prueba mi mansedumbre, y hacía un fresco que me hacía dudar de la
cordura de ciertas costumbres humanas, tales como la de permanecer
por narices semidesnudo, sólo porque estés junto al mar y sea casi
julio. Y mis piernas y mi barriga, se veían tan bonitos,
completamente rebozados con ese milagro de arena fina, que parecían
recién tallados. Y casi me quedo dormida en feliz posición fetal,
con un brazo tuyo como almohada. Y al final, por dios, ¿es que los
gaditanos tienen caldo de puchero en las venas? ¿Cómo nadie se
había dado cuenta de lo buena que estaba el agua? Sí, nos pusieron
una multa de ochenta euros por meternos en un carril reservado y
aparcar en cualquier sitio. Sí,nuestro coche se asomaba a las ruinas
de Baelo, y el contraste de las piedras cansadas con el papelito en
el parabrisas me puso en la cara una risita pacífica.
Así que, por la noche, medio desvelada,
con los brazos todavía calientes de sol y el corazón a la altura de
la garganta, hice mi recuento, y pude sacar un par de frases en
limpio de un día que nos puso a prueba. Una, que si bien no puedo
presumir de tener una vida rica en experiencias dignas de ser
contadas, al menos puedo dar un ejemplo de los tumbos y vaivenes por
los que pasa un simple corazón humano, igual al tuyo y al tuyo. Es
mentira que no tenga aventuras que justifiquen la existencia de un
blog: yo me enfrento al reto de la convivencia, a la rareza de ser
uno al lado de otro uno, a la avidez simultánea de libertad y amor.
Y dos, que el amor en bruto no basta: si no está pulido por la
alegría, en cualquier circunstancia, amable o fiera, el amor se
convierte en sacrificio. Y eso para mí no tiene sentido.
Hija mia que cansina estás con tus ánsias por vivir aventuras extraordinarias.La mayoria de esas vivencias está,solo,en la imaginación del que las cuenta,el resto son las de ingrato recuerdo,piensa si no en tu"viajecito holandes".
ResponderEliminarSi ya sé,soy una ceniza.
Hubiera jurado -madrede- que el post va de lo contrario, que su conclusión es que no hacen falta grandes aventuras para justificar un blog, ni para justificar una vida. Que en ese recuento de antes de rendirse uno al sueño -no es mal ejercicio de supervivencia- seguro que podemos encontrar cada día un instante que lo salve. Bueno, y si no, la valentía de haberlo pasado con la esperanza de que lo habrá al día siguiente, mientras la alegría nos eche una mano ¿no?
ResponderEliminarHuy, no sé si tal como lo he escrito no me convierto en candidata a un puestecillo de becaria en la redacción de una de esas revistas...o en candidata a protagonista de "Vuelve la abeja Maya, la película".