domingo, 10 de junio de 2012

La cruda realidad


¿Qué otra cosa podría decir de este lugar que no haya dicho ya? Vuelve a ser la hora de la siesta. Cada uno hace lo mejor que puede para pasar estas horas de nadie. Mi padre ha dejado el plato de arroz a medias y se ha ido a la cama, porque esta mañana, después del desayuno, le ha dado jaqueca. Mi madre, en el sofá, empieza ya a no captar el sentido de los diálogos de la película de sobremesa. Jose, en mi habitación en penumbra, se amarra al transistor como si fuera un chupete. Los coches siguen rodando por la autovía, los pájaros, dando amablemente por saco. A mi alrededor está todo lo que me gusta de Estepona: la disparidad de tonos verdes de los huertos, las malas hierbas de los campos abandonados, tan altas, tan doradas, que casi parecen la última moda de esa jardinería que se llama a sí misma paisajismo. Las toallas de playa que colgamos hace tres horas se mecen con ritmo de hamaca, porque, hoy, hasta el Poniente furibundo de estos días se ha echado a la siesta. La cuerda que las sostiene, esa es otra cosa que me gusta. Uno de sus extremos está atado al olivo bajo el que mi coche dormita desde que llegamos el jueves pasado. El otro extremo se sujeta a un palo que, cuando el viento dice aquí estoy yo, oscila tanto, que parece como si echase de menos aquellos tiempos en que era una rama. Me gusta esta rusticidad de rancho de Texas. Me gusta tener los ojos así de cargados, no sé si por el sueño, por la sal de esta mañana en la playa, o porque aquí brilla todo tanto que no se puede mirar sin hacer guiños.

Ya lo he dicho todo y, sin embargo, me siento nueva y tranquila. Ayer fue la primera noche del año en que cenamos al aire libre, junto a los jazmines, que es algo así como el meollo del verano. Siempre es lo mismo: la ensalada, el queso de cabra de los Montes de Málaga, el jamón, las perras y el gato que ponen unos ojitos de pena muy poco dignos, por si les cae algo, el yogur, los bichos cayendo como nieve, y la boca llena con un último puñado culpable de fresas recién recogidas. Después, un rato de lectura, que siempre es más corto de lo que había planeado, porque, es inevitable, no hay manera de que los pies no se me queden fríos. Me arrebujo en la toalla que he sacado, y entonces es cuando me invade una borrachera muy suave, y ya no quiero hacer nada, ni leer, ni hablar, ni engañarme a mí misma diciéndome que estaría muy bien subir a la habitación a escribir algo. Me tapo hasta el cuello, cierro los ojos, y empiezo a ver cosas que no podrían describirse con palabras. Es una paz de animales, de los árboles que nadie ve cuando se hace de noche en el monte. Una paz sin sujeto ni predicado, sin lenguaje.

Y aunque ahora busque palabras para expresarla, esta paz de siesta se parece en algo a aquella: estoy tan compenetrada con la realidad que no queda espacio para la imaginación o la esperanza. Y eso, aunque ni siquiera parezca humano, es tan bueno. Porque ya no me acuerdo de un solo “debería”. Debería hacer. Debería actuar. Debería darle un pequeño giro a mi vida. Debería pasar algo. Debería tener experiencias nuevas. Debería acumular materias primas para la escritura. Debería inventar. Debería estar sembrando recuerdos inolvidables. Debería estar en otro sitio. Debería ser más intensa y potente. Debería hablar por los codos, y hacer eso que se supone que hace la gente que está realmente viva, o sea, beberse la vida. Debería ser más.

Todo eso, ahora mismo, me suena al credo de una religión de la que empiezo a apartarme. No tengo nada nuevo que decir, y no estoy agobiada, porque aquí, en esta casa, los conceptos de nuevo y viejo, como los de futuro o pasado, carecen de sentido. Todas las mañanas, los pájaros me despiertan antes de las ocho, y aunque volvería a dormirme si lo intentara, siento un deseo ardiente de abrir los postigos de la ventana y de que el día empiece a rodar. Todas las noches me acuesto como si recién hubiera aprendido a leer, como si nunca hasta hoy hubiera corrido, como si fuese la primera vez que veo cómo el mar se pone completamente rosa. Como si nunca me hubieran hecho caricias circulares en la coronilla, como si nunca hubiera comido nada tan bueno, como si me bañase en la playa por primera vez. Como si no me supiese los nombres de los frutales de mi padre. Como si fuese una hija pródiga que vuelve a casa después un viaje muy largo, y llevase meses sin ducharme. Como si en la vida se me hubiera pasado por la cabeza escribir alguna cosa y darlo a leer a quien quiera. Como si me asombrara nacer cada día.

Estar aquí es como ser un devoto de esa filosofía nutricional tan puritana que por ahí llaman raw food, que, dicho así, suena más glamuroso que crudivoría, o comida cruda. Es querer alimentarse siempre de momentos muy sencillos, preparados mínimamente, para que no se pierda ni uno solo de sus preciosos nutrientes. Vivir aquí es amar la cruda realidad. Vale, es verdad que estoy de descanso, y que no doy un palo al agua. Por eso, el único deseo del que todavía no quiero desprenderme es el de que, mañana, cuando vaya andando camino del trabajo, todo me sepa igual de bueno y de nuevo y de sano.

3 comentarios:

  1. Pero cómo me gusta todo lo que escribes,chiquilla!.
    Besazos.

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  2. Hija mía,eso de beberse la vida,como se hace?.Mira que yo tambien quiero,pero a traguitos cortos,para que me dure mucho tiempo.

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  3. Anónimo entre comillas10 junio, 2012 22:54

    Creo que has encontrado "el santo grial"; porque de eso se trata ¿no? De olvidar los "debería" constantes que nos fastidian la vida y ver cada cosa como recién estrenada una y otra vez y que te guste lo que ves. Y tener ganas de abrir las ventanas por la mañana y que te guste lo que ves. Y saber que habrá días en que podrá no gustarte, y tener la seguridad de que pasarán...

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