¿Qué otra cosa podría decir de este
lugar que no haya dicho ya? Vuelve a ser la hora de la siesta. Cada
uno hace lo mejor que puede para pasar estas horas de nadie. Mi padre
ha dejado el plato de arroz a medias y se ha ido a la cama, porque
esta mañana, después del desayuno, le ha dado jaqueca. Mi madre, en
el sofá, empieza ya a no captar el sentido de los diálogos de la
película de sobremesa. Jose, en mi habitación en penumbra, se
amarra al transistor como si fuera un chupete. Los coches siguen
rodando por la autovía, los pájaros, dando amablemente por saco. A
mi alrededor está todo lo que me gusta de Estepona: la disparidad de
tonos verdes de los huertos, las malas hierbas de los campos
abandonados, tan altas, tan doradas, que casi parecen la última moda
de esa jardinería que se llama a sí misma paisajismo. Las toallas
de playa que colgamos hace tres horas se mecen con ritmo de hamaca,
porque, hoy, hasta el Poniente furibundo de estos días se ha echado
a la siesta. La cuerda que las sostiene, esa es otra cosa que me
gusta. Uno de sus extremos está atado al olivo bajo el que mi coche
dormita desde que llegamos el jueves pasado. El otro extremo se
sujeta a un palo que, cuando el viento dice aquí estoy yo, oscila
tanto, que parece como si echase de menos aquellos tiempos en que era
una rama. Me gusta esta rusticidad de rancho de Texas. Me gusta tener
los ojos así de cargados, no sé si por el sueño, por la sal de
esta mañana en la playa, o porque aquí brilla todo tanto que no se
puede mirar sin hacer guiños.
Ya lo he dicho todo y, sin embargo, me
siento nueva y tranquila. Ayer fue la primera noche del año en que
cenamos al aire libre, junto a los jazmines, que es algo así como el
meollo del verano. Siempre es lo mismo: la ensalada, el queso de
cabra de los Montes de Málaga, el jamón, las perras y el gato que
ponen unos ojitos de pena muy poco dignos, por si les cae algo, el
yogur, los bichos cayendo como nieve, y la boca llena con un último
puñado culpable de fresas recién recogidas. Después, un rato de
lectura, que siempre es más corto de lo que había planeado, porque, es
inevitable, no hay manera de que los pies no se me queden fríos. Me
arrebujo en la toalla que he sacado, y entonces es cuando me invade
una borrachera muy suave, y ya no quiero hacer nada, ni leer, ni
hablar, ni engañarme a mí misma diciéndome que estaría muy bien
subir a la habitación a escribir algo. Me tapo hasta el cuello,
cierro los ojos, y empiezo a ver cosas que no podrían describirse
con palabras. Es una paz de animales, de los árboles que nadie ve
cuando se hace de noche en el monte. Una paz sin sujeto ni predicado,
sin lenguaje.
Y aunque ahora busque palabras para
expresarla, esta paz de siesta se parece en algo a aquella: estoy
tan compenetrada con la realidad que no queda espacio para la
imaginación o la esperanza. Y eso, aunque ni siquiera parezca
humano, es tan bueno. Porque ya no me acuerdo de un solo “debería”.
Debería hacer. Debería actuar. Debería darle un pequeño giro a mi
vida. Debería pasar algo. Debería tener experiencias nuevas.
Debería acumular materias primas para la escritura. Debería
inventar. Debería estar sembrando recuerdos inolvidables. Debería
estar en otro sitio. Debería ser más intensa y potente. Debería
hablar por los codos, y hacer eso que se supone que hace la gente que está realmente viva, o sea,
beberse la vida. Debería ser más.
Todo eso, ahora mismo, me suena al credo
de una religión de la que empiezo a apartarme. No tengo nada nuevo
que decir, y no estoy agobiada, porque aquí, en esta casa, los
conceptos de nuevo y viejo, como los de futuro o pasado, carecen de
sentido. Todas las mañanas, los pájaros me despiertan antes de las
ocho, y aunque volvería a dormirme si lo intentara, siento un deseo
ardiente de abrir los postigos de la ventana y de que el día empiece
a rodar. Todas las noches me acuesto como si recién hubiera
aprendido a leer, como si nunca hasta hoy hubiera corrido, como si
fuese la primera vez que veo cómo el mar se pone completamente rosa.
Como si nunca me hubieran hecho caricias circulares en la coronilla,
como si nunca hubiera comido nada tan bueno, como si me bañase en la
playa por primera vez. Como si no me supiese los nombres de los
frutales de mi padre. Como si fuese una hija pródiga que vuelve a
casa después un viaje muy largo, y llevase meses sin ducharme. Como
si en la vida se me hubiera pasado por la cabeza escribir alguna cosa
y darlo a leer a quien quiera. Como si me asombrara nacer cada día.
Estar aquí es como ser un devoto de esa
filosofía nutricional tan puritana que por ahí llaman raw food,
que, dicho así, suena más glamuroso que crudivoría, o comida
cruda. Es querer alimentarse siempre de momentos muy sencillos,
preparados mínimamente, para que no se pierda ni uno solo de sus
preciosos nutrientes. Vivir aquí es amar la cruda realidad. Vale, es
verdad que estoy de descanso, y que no doy un palo al agua. Por eso,
el único deseo del que todavía no quiero desprenderme es el de que,
mañana, cuando vaya andando camino del trabajo, todo me sepa igual
de bueno y de nuevo y de sano.
Pero cómo me gusta todo lo que escribes,chiquilla!.
ResponderEliminarBesazos.
Hija mía,eso de beberse la vida,como se hace?.Mira que yo tambien quiero,pero a traguitos cortos,para que me dure mucho tiempo.
ResponderEliminarCreo que has encontrado "el santo grial"; porque de eso se trata ¿no? De olvidar los "debería" constantes que nos fastidian la vida y ver cada cosa como recién estrenada una y otra vez y que te guste lo que ves. Y tener ganas de abrir las ventanas por la mañana y que te guste lo que ves. Y saber que habrá días en que podrá no gustarte, y tener la seguridad de que pasarán...
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