lunes, 4 de junio de 2012

La casa con ruedas


Enlazando con el final del post anterior, acabo de poner en la barra del Google las palabras “precio”, “alquiler”, “caravanas”. Por juguetear, más que nada. Todavía falta como media era geológica para que los habitantes de esta casa junten más de cuatro días de vacaciones y, todo hay que decirlo, a uno de ellos no lo veo yo muy fan de la idea de ir tirando por carreteras desconocidas de un enorme trasto blanco que no se deja aparcar. La otra mitad de la población, en cambio, está empezando a adquirir el hábito preocupante de quedarse dormida, durante la siesta, mientras se imagina sentada en el asiento del copiloto de una autocaravana.

Lo veo tan claro que me da la impresión de estar recordando. Ahí estoy yo, estudiando un críptico mapa de carreteras rurales de la Bretaña, con los pies desnudos en un salpicadero tan ancho y tan llano, que casi podría colocar el portátil en él, y escribir la carretera a tiempo real. Jose ha protestado, porque las tías que van montadas de esa guisa en los coches le parecen el colmo de la chabacanería, pero como el Pequemóbil, que es como hemos bautizado al trasto, no es suyo, aunque ya esté empezando a lamentarlo, no se ha puesto muy pesado. Yo parezco de lo más concentrada, no en vano soy el cerebro de la operación, pero en realidad no hago más que admirar el contraste tan bonito que hacen mis muslos morenos con la tapicería a rayas azules de los asientos. Cuando vuelvo a mirar el mapa, me doy cuenta de que estamos atrapados en medio de una maraña de líneas verdes, amarillas, blancas. Mmm, suspiro para disimular, qué sitio más bonito.

La carretera, cualquiera que sea su maldito color, es estrecha y, gracias a los dioses galos, bastante solitaria: todavía no nos hemos hecho del todo a su anchura, y cada vez que nos cruzamos con otro coche, nos dan unas poquitas de ganas de hacer pipí. Lo cual no es mayor problema, teniendo en cuenta que ahí, a nuestras espaldas, estas dos vejigas hiperactivas tienen a su disposición un cuarto de baño tan recogidito como el de un avión. En estos momentos deben de estar rodando en él todos los geles y cremas especiales que mi delicada piel necesita, cuando le falta el aire cargado de buena humedad salina de las costas. Pero aquí, en este espolón de Francia, ese aire es una especie de lugar común inevitable, y mi mano se ve tan incorrupta como la de Santa Teresa. (Quizás, en el próximo pueblo coqueto al que lleguemos, busque la tienda coqueta tan inevitable como la humedad del aire, y me compre un coqueto jabón artesano de leche y algas, uno que haga una espuma tan espesa como la nata montada, y me olvide para siempre de esos aceites de ducha con los que lavarse parece un acto de la posguerra).

El aire también le sienta bien a los robles, que llevan unos treinta kilómetros haciéndonos el pasillo de los campeones a nuestro paso. De vez en cuando un azor se asusta al ver a esta gran ballena blanca que pilotamos. Dan ganas de pararse en cada metro de cuneta, porque esa sombra de ahí dentro del bosque promete unos olores diferentes a los que estamos acostumbrados, no sé, olor a hongos salados y a arándanos. El cartel de un área recreativa me echa una mano. Anda, vamos a estirar las piernas un poco, le digo a Jose, postergando así el momento de confesarle que nos hemos perdido. Hay un río, hay hierba alta, hay una sombra que no necesitamos porque el día está nublado. Podemos lavarnos la cara y prepararnos un té en la cocinita. Abrimos todas las ventanas, Jose se tira de bruces en la cama antes de abandonar el Pequemóbil, y yo estoy castigada: no pienso poner pie tras pie hasta que no resuelva dónde estamos y adónde nos encaminamos.

Pero, en serio, el aire, ¿qué tiene este aire, morfina? He extendido todo el mapa encima de la mesa donde comemos (ah, poder desayunar lo que quieras sin tener que poner a prueba tu dudoso don de lenguas y de gentes, así, tan de mañana, con el estómago tan desamparado), y con el dedo trato de recomponer la trayectoria que nos ha traído hasta aquí. Pero no hago más que mirar por la ventanilla. Hay mucha, mucha hierba, y tengo muchas, muchas ganas de pisarla descalza, como si fuera nieve recién caída. Vuelvo a mirar el mapa, y entonces me doy cuenta de que son simples líneas, signos de un lenguaje que se nos ha quedado obsoleto. Qué más da dónde estamos, o hacia dónde vamos. Tenemos sidra en la neverita, y un foie que nos costó lo mismo que un día de gasolina, además de unos cuantos dilemas éticos, porque todo el mundo ha visto lo que le hacen a los pobres patos antes de sacarles el hígado. Tenemos un par de sudaderas bien dobladas en el armario. Tenemos luz eléctrica por si se hiciera de noche y nos diera por leer. Tenemos la cama. Toda Europa es nuestra casa.

Pero todavía queda bastante luz, y no estamos cansados. Por una vez consigo adelantarme a Jose, y robarle el volante. La parte masculina de mi cerebro se siente de lo más poderosa al saberse al control de este trasto tan grande. Molo mil. Molo diez mil. Molo un millón. Entonces, ¿ya sabes dónde vamos?, pregunta Jose. Yo lo miro, con mi media sonrisa de road movie. Todo en orden, muchacho. El pobre confía más de la cuenta en mi cerebro masculino, gran descifrador de planos. Así es cómo conduzco sin rumbo, durante cerca una hora, pendiente de cada kilómetro de la carretera, dejándome guiar por el olor del aire, hasta que la humedad vuelve un poco viscoso el tacto del volante. Y así es cómo dejamos atrás el bosque, y atravesamos landas llenas de un matorral amarillo que desde el coche parecen aulagas. Así decimos adiós con la mano a esas granjas en las que podría pasarme el resto de la vida batiendo mantequilla. Así es cómo llegamos al mar. Hay una buena explanada de pasto pisoteado, detrás de un cordón de dunas, y otro par de caravanas ya aparcadas. Vale, a veces no viene mal tener vecinos, salir al fresco de la mañana con la taza en la mano, y saludar al par de jubilados suecos, a los chicos italianos, mirando después todos al mar, como si fuéramos cofrades.

Entonces, por fin hemos llegado. El mapa bueno era nuestro propio cansancio, y la intuición de que aquí estaremos esta noche a gusto. No nos hemos tenido que pelear con la circulación de una ciudad, no hemos luchado por sobrevivir al aparcamiento, no ha hecho falta buscar un hotel cualquiera, a estas horas en los que los cuerpos no están ya lúcidos, por unas calles cuyos nombres no conocemos, y después no hemos tenido que acarrear maletas, como dos tristes Sísifos. Todo lo que nos hace falta para vivir dignamente está al alcance de nuestro brazo.

Cuando me despierto de la siesta, me obligo a pensar que, igual que una caravana puede ser un hogar verdadero, una casa parada en la ciudad puede ver tanto mundo y ser tan libre como una caravana.

5 comentarios:

  1. Ay Silvia!!, qué bonito!. Mientras leía, imaginaba y después desechaba el ponerte un comentario del tipo "cuando te vayas a ese viaje, avisa que me voy en una caravana adosada", pero de repente, me encuentro con ese final tan brutal y me encanta!!!. Estoy completamente de acuerdo: en nuestro micromundo, está todo el mundo.
    Besos gordos!.
    Laura

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  2. Laurita, bieeen. Te echaba un euromillón de menos.

    Estoy viendo que de este post va a terminar resultando un proyecto serio de caravana de circo.

    Un beso a las dos

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  3. En mi incapacidad para tomar una identidad,te escribí el otro día pero se me olvidó firmar, así que aparecí como anónima y ya está. Me apunto a la caravana!!, porque este año no me aclaro mucho con las vacaciones...lo que pasa es que no sabría decantarme entre el contorsionismo o algún número payasil. Ya veremos.
    Besos mil.
    Laura
    PD.: Bien!, y ahora voy a leer tu nuevo post

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  4. Pero sí que firmaste, mujer! Aunque no te hace falta, porque tus comentarios con inconfundibles.
    Yo creo que en la caravana podrías hacer bien cualquier papel. Le das al yoga, que no es tan diferente del contorsionismo. Y no seré yo la que te llame payasa, pero graciosa lo eres un rato

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