martes, 26 de junio de 2012

Hogueras


Ninguno de los tres tenemos muy claro lo que hay que hacer, así que nos lo inventamos. Se supone que en algún momento se piden deseos, y a mí también me suena algo relacionado con siete olas, así que se me ocurre que podemos meter los pies en el agua, y pedir un deseo con cada ola que venga a mojarnos, contando hasta siete. Desde lejos debe de quedar claro que no somos en absoluto profesionales en esto de los ritos mágicos. Estamos un poco rígidos, expectantes, como un hijo soltero que siguiera, punto por punto, una receta de lentejas apuntada por su madre. Y en la orilla no hay nadie más. Quizás no estemos respetando la cronología. Una ola, que nuestros cuerpos sigan fuertes. Dos olas, que nos queramos siempre igual que esta noche. Tres olas, que no vuelva a sentirme varada. Cuatro olas, mmm, ¿que me entusiasme ser escritora? ¿Que el fuego nunca se apague? ¿Una casa junto al monte? La quinta ola es un poco menos faldera que las otras, y nos empapa a traición hasta las rodillas. La verdad es que ya había perdido la cuenta de mis deseos. ¿Llevaba cuatro, ocho? Las olas eran más rápidas que mi capacidad de desear y, eso, esta noche, me parece una buena señal.

Así que, venga, Silvia, ha llegado la hora de meterse en el agua. ¿Te acuerdas del año pasado, en septiembre, cuando quisiste bañarte por la noche, y luego, parada en la orilla, no te atreviste? Había muchas olas, y te indignó tu propio miedo. Te sentiste a la vez muy vieja y muy pequeña. Pero esta noche todo está bien. El agua está tibia, lógico, después de estos días de Levante, y el aire es un buen amigo. Las olas dan risa. Ninguno de tus deseos lleva específicamente tu nombre y tu apellido. El presente ha mojado de tal manera tu pensamiento, que no queda espacio para sentir deseo o miedo. Ahora. Al agua.

Después de mi baño (Jose todavía un poco preocupado, aunque orgulloso; mi padre todavía y siempre callado; yo todavía colocada de endorfinas, riéndome como una lerda e intentando, bikini en mano, que no se me caigan los pantalones), damos un paseo por la orilla. En toda la playa, que al llegar nos pareció casi vacía, la gente se va revelando como en un laboratorio fotográfico. Hay poca luna, y pocas farolas, porque estamos a unos cuatro kilómetros de la ciudad. Unas cuantas familias se arremolinan en torno al olor de la panceta asada, y a nosotros nos dan ganas de ir a merodear, a ver si nos cae algún hueso. Es tan esteponera esta imagen: las mesas endebles de plástico, una islita de neveras portátiles rodeada de mochilas, el barreño de sangría, ensaladas con mucha cebolla y mucha lechuga de los “campitos”, barrigones con camisetas de mangas a la sisa, niños descuidados por sus madres. Pero, un momento, ¿y esa tele? Joder, estos malagueños, y su costumbre, más vieja que el solsticio, de llevarse el propio salón a la playa. En la pantalla, obscena de grande, erguida sobre las arenas como una especie de ídolo, se suceden todavía las entrevistas y los resúmenes del partido que España le ha ganado a Francia: mucho rojo, mucho amarillo, una perfecta hoguera contemporánea que hace palidecer a la montaña de palés que espera cerca de ella.

En la zona donde la arena se vuelve piedras, bastante apartada ya del meollo sanjuanero, otra familia cena bajo el toldo anexo a una caravana. Sobre la mesa cuelga una bombilla que se ve roja en la distancia, y un aire como de blues americano, de mecedora que cruje en un porche junto al río Mississippi. A pesar del chimpún-chimpún que sale de alguna radio, se nota que es gente callada, para la que cenar al raso es un estilo de vida, y no algo que se planea de lunes a viernes y se ejecuta el fin de semana, en medio de un buen jaleo. Desprenden un olor tan fuerte a intimidad, que el pudor nos obliga a darnos la vuelta.

Y, entonces, oooh, de repente el cielo se ha llenado de globos de papel iluminados. Aaah, ¡China! Chicas monas con pinta de dermatólogas, chicos que seguro que saben la diferencia entre el arroz salvaje y el arroz basmati, desenvuelven los paquetes recién sacados del Ikea, queman el alcohol de las cazuelitas, y ponen el globo en el aire con delicadeza. Y flotan, flotan, hasta que los puntos de luz se confunden con la iluminación de aquí a Gibraltar, y alguno cae directo al agua. Es una imagen tan bonita, tan rebosante de azúcar y de significados claros, que todos los que hemos hecho corrillo en torno a ellos, la Estepona de pata negra, la aristocracia guiri del hotel Kempinsky, los nómadas y los descreídos, empezamos a aplaudir. En poco tiempo todo se desata. Los palés empiezan a arder, la orilla se llena de gente que, ahora sí, se moja lo pies. Y yo me acuerdo de esa escena imborrable de “El árbol de la vida”, de Terrence Malick, en la que estar muerto es pasear eterna y plácidamente a la orilla del mar, bajo una luz como la del verano en el Círculo Polar, mientras te cruzas con todas las personas con las que coincidiste en el tiempo. Y me acuerdo de que mi tía Juani cumpliría hoy cuarenta y nueve años.

Así nos vamos alejando poco poco de la medianoche, sin que apenas percibamos el paso de los minutos. Los pijos que echaban a volar globos se hacen fotos delante de la hoguera, para colgarlas luego en el Facebook. Unos cuantos tiran montones de apuntes, otros, notitas arrugadas con sus listas de penas y de deseos. Mañana, antes de que pase la máquina que alisa la arena, ¿quedará alguna de esas notas a medio quemar? Hígados que no funcionan, romances que no terminan de cuajar, la nota media de Fisioterapia, que el banco no me quite la casa, que mi hijo encuentre trabajo ya. El grupo de esteponeros ibéricos bate palmas de sevillanas, cómo no, y un par de niños obesos bailan con más ímpetu que Antonio Canales. Y uno de los barrigones con mangas a la sisa, y una gran bandera de España a modo de capa, gira alrededor de la hoguera, y proclama: “zeñore, que no noh farte la zalú a todo”.

Y, claro, todos asentimos, porque nunca un tópico tan rancio nos pareció tan sabio, y por que, aunque suene cándido, no precisamos más magia que la de estar todos juntos alrededor de la hoguera, año tras año, confiando en que, a pesar de que la mañana llegará mas temprano que nunca, el fuego nunca se apague.

3 comentarios:

  1. Mira, despues de mi comentario a tu post anterior y gracias al arte que has tenido contando tu noche de San Juan,la del próximo año no me la pierdo.

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  2. Hermoso,sí señora!.

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  3. Qué-BONITO!.
    Laura

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