Ninguno de los tres tenemos muy claro lo
que hay que hacer, así que nos lo inventamos. Se supone que en algún
momento se piden deseos, y a mí también me suena algo relacionado
con siete olas, así que se me ocurre que podemos meter los pies en
el agua, y pedir un deseo con cada ola que venga a mojarnos, contando
hasta siete. Desde lejos debe de quedar claro que no somos en
absoluto profesionales en esto de los ritos mágicos. Estamos un poco
rígidos, expectantes, como un hijo soltero que siguiera, punto por
punto, una receta de lentejas apuntada por su madre. Y en la orilla
no hay nadie más. Quizás no estemos respetando la cronología. Una
ola, que nuestros cuerpos sigan fuertes. Dos olas, que nos queramos
siempre igual que esta noche. Tres olas, que no vuelva a sentirme
varada. Cuatro olas, mmm, ¿que me entusiasme ser escritora? ¿Que el
fuego nunca se apague? ¿Una casa junto al monte? La quinta ola es un
poco menos faldera que las otras, y nos empapa a traición hasta las
rodillas. La verdad es que ya había perdido la cuenta de mis deseos.
¿Llevaba cuatro, ocho? Las olas eran más rápidas que mi capacidad
de desear y, eso, esta noche, me parece una buena señal.
Así que, venga, Silvia, ha llegado la
hora de meterse en el agua. ¿Te acuerdas del año pasado, en
septiembre, cuando quisiste bañarte por la noche, y luego, parada en
la orilla, no te atreviste? Había muchas olas, y te indignó tu
propio miedo. Te sentiste a la vez muy vieja y muy pequeña. Pero
esta noche todo está bien. El agua está tibia, lógico, después de
estos días de Levante, y el aire es un buen amigo. Las olas dan
risa. Ninguno de tus deseos lleva específicamente tu nombre y tu
apellido. El presente ha mojado de tal manera tu pensamiento, que no
queda espacio para sentir deseo o miedo. Ahora. Al agua.
Después de mi baño (Jose todavía un
poco preocupado, aunque orgulloso; mi padre todavía y siempre
callado; yo todavía colocada de endorfinas, riéndome como una lerda
e intentando, bikini en mano, que no se me caigan los pantalones),
damos un paseo por la orilla. En toda la playa, que al llegar nos
pareció casi vacía, la gente se va revelando como en un laboratorio
fotográfico. Hay poca luna, y pocas farolas, porque estamos a unos
cuatro kilómetros de la ciudad. Unas cuantas familias se arremolinan
en torno al olor de la panceta asada, y a nosotros nos dan ganas de
ir a merodear, a ver si nos cae algún hueso. Es tan esteponera esta
imagen: las mesas endebles de plástico, una islita de neveras
portátiles rodeada de mochilas, el barreño de sangría, ensaladas
con mucha cebolla y mucha lechuga de los “campitos”, barrigones
con camisetas de mangas a la sisa, niños descuidados por sus madres.
Pero, un momento, ¿y esa tele? Joder, estos malagueños, y su
costumbre, más vieja que el solsticio, de llevarse el propio salón
a la playa. En la pantalla, obscena de grande, erguida sobre las
arenas como una especie de ídolo, se suceden todavía las
entrevistas y los resúmenes del partido que España le ha ganado a
Francia: mucho rojo, mucho amarillo, una perfecta hoguera
contemporánea que hace palidecer a la montaña de palés que espera
cerca de ella.
En la zona donde la arena se vuelve
piedras, bastante apartada ya del meollo sanjuanero, otra familia
cena bajo el toldo anexo a una caravana. Sobre la mesa cuelga una
bombilla que se ve roja en la distancia, y un aire como de blues
americano, de mecedora que cruje en un porche junto al río
Mississippi. A
pesar del chimpún-chimpún que sale de alguna radio, se nota que es
gente callada, para la que cenar al raso es un estilo de vida, y no
algo que se planea de lunes a viernes y se ejecuta el fin de semana,
en medio de un buen jaleo. Desprenden un olor tan fuerte a intimidad,
que el pudor nos obliga a darnos la vuelta.
Y, entonces, oooh, de repente el cielo se
ha llenado de globos de papel iluminados. Aaah, ¡China! Chicas monas
con pinta de dermatólogas, chicos que seguro que saben la diferencia
entre el arroz salvaje y el arroz basmati, desenvuelven los paquetes
recién sacados del Ikea, queman el alcohol de las cazuelitas, y
ponen el globo en el aire con delicadeza. Y flotan, flotan, hasta que
los puntos de luz se confunden con la iluminación de aquí a
Gibraltar, y alguno cae directo al agua. Es una imagen tan bonita,
tan rebosante de azúcar y de significados claros, que todos los que
hemos hecho corrillo en torno a ellos, la Estepona de pata negra, la
aristocracia guiri del hotel Kempinsky, los nómadas
y los descreídos, empezamos a aplaudir. En poco tiempo todo se
desata. Los palés empiezan a arder, la orilla se llena de gente que,
ahora sí, se moja lo pies. Y yo me acuerdo de esa escena imborrable
de “El árbol de la vida”, de Terrence Malick, en la que
estar muerto es pasear eterna y plácidamente a la orilla del mar,
bajo una luz como la del verano en el Círculo Polar, mientras te
cruzas con todas las personas con las que coincidiste en el tiempo. Y
me acuerdo de que mi tía Juani cumpliría hoy cuarenta y nueve años.
Así nos vamos alejando poco poco de la
medianoche, sin que apenas percibamos el paso de los minutos. Los
pijos que echaban a volar globos se hacen fotos delante de la
hoguera, para colgarlas luego en el Facebook. Unos cuantos tiran
montones de apuntes, otros, notitas arrugadas con sus listas de penas
y de deseos. Mañana, antes de que pase la máquina que alisa la
arena, ¿quedará alguna de esas notas a medio quemar? Hígados que
no funcionan, romances que no terminan de cuajar, la nota media de
Fisioterapia, que el banco no me quite la casa, que mi hijo encuentre
trabajo ya. El grupo de esteponeros ibéricos bate palmas de
sevillanas, cómo no, y un par de niños obesos bailan con más
ímpetu que Antonio Canales. Y uno de los barrigones con mangas a la
sisa, y una gran bandera de España a modo de capa, gira alrededor de
la hoguera, y proclama: “zeñore, que no noh farte la zalú a
todo”.
Y, claro, todos asentimos, porque nunca
un tópico tan rancio nos pareció tan sabio, y por que, aunque suene
cándido, no precisamos más magia que la de estar todos juntos
alrededor de la hoguera, año tras año, confiando en que, a pesar de
que la mañana llegará mas temprano que nunca, el fuego nunca se
apague.
Mira, despues de mi comentario a tu post anterior y gracias al arte que has tenido contando tu noche de San Juan,la del próximo año no me la pierdo.
ResponderEliminarHermoso,sí señora!.
ResponderEliminarQué-BONITO!.
ResponderEliminarLaura