sábado, 30 de junio de 2012

Arañazos


No hace ni una semana que me fui, y ya estoy otra vez con la espalda pegada a la puerta de la casa de mi padre. Y una lamentable veta de mi cerebro me obliga a buscar excusas para ello. Que si el Calor Apocalíptico de tierra adentro. Que si cinco noches seguidas de sueño sudoroso e intermitente son demasiadas para mi cordura. Que si he agotado demasiado pronto mi dosis de fresas. Que si el agua del mar es la pócima definitiva para mi mal. Me veo sacando de nuevo la maleta del armario, y entre ceja y ceja se me forma una nube. Otra vez la maleta, me digo, otra vez Estepona. Más me valdría dejar allí un camisón, un bikini, una falda y una camiseta, y un hato cualquiera para las carreras. Escucho dentro de mi cabeza las vocales mordaces de mi hermana: “¿ootraa veeez? Qué pesaadoos”. Y, antes de guardar el ordenador en su funda, me obligo a pensar en algún plan alternativo. ¿Rodalquilar? Más gente de la que queremos ver asociada a uno de nuestros paraísos. ¿Ronda, y meter los pies en el río Guadiaro, trepar, cabalgar, perdernos entre árboles? Mmm. Temporada alta para las chicharras. Como si me diera cierta vergüenza reincidir en un destino cómodo y trillado. ¿Otra vez Estepona? ¿Pero cuántos años me quedan para que el Imserso me mande sus programas? ¿Dos, uno? ¿Ninguno? ¿Esa es toda la imaginación que me cabe en el cuerpo?

Conforme el coche va comiéndose, medio sonámbulo, esos doscientos kilómetros que conoce ya como a un hermano gemelo, mi incomodidad sin palabras se disipa. ¿Y por qué no voy a volver adonde me gusta estar de veras? ¿Por qué tengo que justificarme, cuando lo cierto es que esta es la casa que me viene a la cabeza cuando pienso en la palabra “hogar”? ¿Por qué voy a sucumbir de nuevo a ese consumismo vital que se vanagloria en rechazar la costumbre, y que me obliga a buscar más, más, más nuevo, más intrépido, más raro, más? Si me gusta leer aquí, después del desayuno, sentada en el escalón de la entrada, me gusta ir a la playa, me gusta escribir aquí, me gusta poner los pies a ambos lados de un lomo de judías verdes, me gusta despertar aquí, me gusta la última, irisada hora de la tarde. Me gusta repetir estos gestos, igual que un pianista en pos del virtuosismo. Y me gusta quien soy aquí, un yo cachorro y sin glotonería, alguien para quien la experiencia es algo que, la esperes o no, llega cuando toca, y no cuando tú la deseas.

Y, sin embargo, hay que ser lerda para escapar del Calor Apocalíptico, y venir a caer en las garras del Tórrido Terral. Terral: dícese del aliento del demonio disfrazado de viento. Los fusibles saltan. Al helado le crecen cristalitos de hielo a fuerza de derretirse y congelarse quince veces al día. El peine se vuelve superfluo. E ir a la playa se convierte en uno de esas aventuras dignas de aparecer en un concurso de la Cuatro. Pero hay color. El viento de poniente, incluido este terral, satura el color y agudiza los contornos de las cosas, como si de repente alguien te devolviese las gafas limpias de esa costra de grasa con la que, sin saberlo, vas por la vida. Esta semana Granada parecía haber sido atrapada en un goterón de pegamento Imedio. Ibas conduciendo por la circunvalación, y toda la ciudad se veía polvorienta y plana, como un polígono industrial especialmente sórdido, y hasta la misma, majestuosa Sierra parecía una reverberación en el desierto. Aquí el calor no se disfraza de calor. El cielo es tan azul como en las canciones infantiles, y volver a verlo así, con ese color que se supone que es el suyo, después de esta semana de cielo sepia, es como recuperar la visión de las estrellas. Los árboles son verdes. La tierra marrón. La fachada de mi casa, como debe ser, blanca.

Y mis muslos son del color de los caramelos Solano. Todavía llevan los arañazos que me traje ayer del trabajo. Son diminutos, apenas unos cuantos pinchazos de zarzas y aulagas, pero yo me recreo en ellos. Los rastreo por la piel, sigo su curso, hago círculos a su alrededor, añoro la sensación de ardor con que el agua de la ducha los revela. Quizás es que en mi psique hay disimulados unos cuantos rasgos masoquistas. El cas0 es que yo amo mis arañazos. Son como una medalla al mérito. Son como lo que aquí dejo escrito: un registro del día. Durante la ducha, decepciona un poco que el agua se pierda por el sumidero igual de transparente a como salió por la alcachofa. Que no se vea oscura del polvo acumulado a lo largo de toda una mañana dando bandazos por el monte, buscando (y encontrando!) cebos envenenados, pegajosa de calor y de sueño, rica en todos los olores acumulados. El de la jara, el del romero, el olor del suelo ardiente de las once de la mañana, y de las hojas rabiosas de las encinas. El desodorante del compañero, a primera hora, el olor a comino de sus sobacos, a última. El de las motos farrucas de los agentes del Seprona. El olor indescriptible y tristísimo de un cachorro de zorro en descomposición.

Miro mis preciosos arañazos rojos bajo esta luz afilada, veo mi reflejo en la pantalla del ordenador, con las gafas escurridas a media nariz, y me doy cuenta de que todo esto, esta casa, esta luz, mis días, mi escritura y mis arañazos, está, de algún modo, y no porque me vea obligada a redondear el post, conectado. Porque en este lugar del mundo al que me he hecho adicta, donde el aire es claro y la luz esculpe, en este rincón callado de la escritura, lo real se realza, permanece y se salva. Al menos el tiempo que dura en la piel un arañazo.

2 comentarios:

  1. necesitas buscar excusas para volver a tu casa,¿como es eso?

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  2. No, para volver a mi casa, no. A veces soy tan idiota que necesito excusas para olvidarme de ese agobio necio de querer ser un poco aventurera y original. De la obligación de la novedad.

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