lunes, 21 de mayo de 2012

Sábanas raras



Mírala, mi cama, con esas sábanas revueltas que a lo largo de la mañana han dejado escapar a regañadientes el calor de mi cuerpo. Mira qué aspecto tan inocente. Y, sin embargo, ahí pasan cosas raras Si no fuera porque, cuando llego del trabajo, vengo dispuesta a devorarme tres niños recién nacidos, haría la cama apenas traspasada la puerta, sin quitarme el uniforme siquiera. Nunca lo hago, y luego vienen las consecuencias. 
 
No he terminado todavía de comer, y la cama deshecha empieza ya a cantar sus persuasivos cantos de sirena. La puerta del dormitorio está abierta, y puedo verla bien, sentada a la mesa donde, con el tenedor, martirizo al último bocado de lo que hoy me he puesto por delante. Hay días en los que podría ir a la tele a contar el Extraño Caso del Estómago Menguante, y este es uno de ellos. Desde donde juego a comer, la cama se ve pequeña e impúdica, con todas sus vergüenzas al aire, como una francesita de los años veinte. No me puedo resistir a sus encantos.

Aun sabiendo de sobra que la siesta me provoca resaca. Ya lo he comentado alguna vez, ¿verdad? No es raro que, a eso de las cinco, me despierte soñando, y a mí, ese contraste entre la realidad indiscutible del sueño y la luz redonda de la primera tarde, me trastorna particularmente. Me levanto de la cama gimiendo, que es algo que nunca hago por la mañana, y con el alma en los tobillos. Como si me hubieran expulsado del hábitat del sueño, a un lugar en el que tampoco tengo tiempo para vivir de verdad. Como si me hubieran robado el bolso en un aeropuerto, con todo mi dinero, el pasaporte y la tarjeta de embarque.

Pasan otras cosas perturbadoras, en la cama. Los mismos sueños, por supuesto, pero de eso ya hablé en un post antediluviano. Miro las arrugas de las sábanas, y me pregunto cómo pueden disimular tan bien todo lo ha sucedido esta noche entre ellas. Cómo pueden ser tan sibilinas, y preparar semejantes trampas. Todo lo que soñé anoche se ha perdido, igual que los recuerdos de mi primer año en la Tierra y, sin embargo, me parece que mi cama huele todavía a desencuentros. Anoche soñé con un hombre que está radicalmente fuera de mi vida cotidiana, alguien sobre quien podría escribir una larga lista de oportunidades perdidas. Nunca fui con él a la playa. No conocí a su hermana. Nunca me dejó verlo desnudo a la luz del día. No lo vi llorar. No fui con él a las rebajas o a la boda de un compañero de trabajo. No lo vi aburrirse un domingo por la tarde. Ni sudar. Mear. Sufrir un dolor de cabeza. Ni por asomo hizo nunca proyectos para cuando fuéramos viejecitos. No me regañó por ir descalza por la casa, ni me metió prisa para que saliera del cuarto de baño. No le vi apuntar el papel higiénico en la lista de la compra, ni entenderse con el mapa de carreteras de un país de alfabeto raro.

Ese hombre tuvo anoche la poca consideración de colarse en uno de mis sueños, en los que, de alguna manera, yo no soy del todo yo, aunque todo lo que en ellos pase afecte a la Silvia que aparece en mi carnet de identidad. En el sueño, él entraba a una tienda de la que yo salía, me miraba de refilón y, con fastidio evidente, se veía en la obligación de saludarme y de presentarme a sus amigos. Pasaban luego más cosas de las que ahora puedo acordarme, cosas que me han dejado a lo largo de todo el día un poso de humillación en el aliento. Hay desaparecidos, como él, que parecen seguir escribiendo con tinta invisible en los márgenes de mi vida.

Pero hay otros momentos turbadores que suceden en la cama, cuando uno no tiene la suerte de estar abrazado a un cuerpo suavito y cálido. Está la sensación de los días que pasan, más aguda que nunca. Están algunas imágenes sueltas y aleatorias de mi historia, que, a veces, justo antes de dormirme, pasan a toda velocidad por el visor loco de la memoria. Como si me estuviera muriendo, exactamente. Son imágenes de momentos intrascendentes que he olvidado por completo: yo andando por un lugar espeso de árboles, zafándome de una rama espinosa de zarza que se me ha enganchado en el forro polar del uniforme. Yo esperando en una cafetería a que lleguen mis tías. En lo alto de un cerro de 1500 metros de altura, apretando los pies contra el suelo para que el viento no me dé empujoncitos de matón de colegio. Luchando contra el sueño en un bar, mirando a mi alrededor en busca de alguna cara curiosa o un gesto que me entretenga. Yo paseando sola por la playa, pensando que todos los guijarros de la orilla son iguales, pero distintos, o distintos, pero iguales, y que todos tienen una historia geológica que se cuenta en millones de años. Yo con la almohada sobre la cabeza para amortiguar el escándalo de la obra de al lado de mi casa. Y así me voy durmiendo, durmiendo, casi con una protesta en los labios, porque quiero seguir viendo la película detallada de mi vida, quiero llevarme a mi casa esas fragmentos desechados de biografía, como si tuviera una especie de síndrome de Diogénes temporal. Coger todos esos momentos, conservarlos aunque no valgan nada, enhebrarlos, ser capaz luego de escribirlos.

Cuando despierto por la mañana, ya no me acuerdo de nada. Me levanto, y la cama se queda con toda esa carga secreta de tiempo y sentimientos.


2 comentarios:

  1. lectoraadicta21 mayo, 2012 20:40

    Escuché contar a alguien que parecía entender del tema,que la siesta,para que sea reparadora, tiene que durar lo que tarden en caerse de la mano unas llaves,que habremos cogido para tal efecto.

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  2. Pues el que dijera eso es un roñoso, una tacaño, un engurruñío de la siesta. Si no dura dos o tres horas, si cuando te despiertas no estás desorientado, sin saber si es por la mañana o por la tarde, o si es lunes o domingo, si cuando pones el pie en el suelo no estás hecho polvo por los sueños, si no te apetece un café por encima de todas las cosas, si no tienes la vista nublada y el ánimo decaído y al mismo tiempo en plan malafollá, eso no es una siesta. Unas llavecitas en la mano, anda, no me hagas reír. Ocurrencias de luis Carandell. Además creo que dijo bolígrafo. M.

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