No sé cómo me atrevo siquiera a
encender el ordenador. Son las cuatro de la tarde de un sábado tan
de verano como el Frigo Pie. Me acabo de levantar de la siesta y me
duele toda la cara. Y me he refugiado del Maldito Poniente en el
coche, y tengo las orejas a punto de entrar en combustión, y la
sombra de las hojas del olivo sobre mis pies es preciosa, y el aire
huele a gazpacho y a Tour de Francia y no puedo dejar de mirarme la
tenue pero irrefutable marca del bañador y sólo me apetece achinar
los ojos, igual que hacen los gatos cuando saben que los miras, y
ponerme a ronronear. Todo porque esta mañana me he dado mi primer
baño en la playa. Cómo se me pudo olvidar esta instrucción básica
para la buena vida en la lista (insuficiente) del post anterior.
El primer baño es diferente a todos los
que le siguen a lo largo del verano. Es solemne, y también un poco
sentimental, porque todos los actos que giran en torno a él tienen
la timidez de los reencuentros. Sólo cuando vuelvo a ponerme el
bikini naranja, me acuerdo de que ya el año pasado prometí buscarle
sustitutos, porque el paso del tiempo, y lo terriblemente holgazana
que soy después de la playa, cuando lo último que me apetece es
enjuagarlo y colgar las toallas, han hecho que, lo que antes era el
perfecto disfraz de Halle Berry sacando su divina anatomía de las
aguas, se haya convertido en una especie de pelota de baloncesto
pinchada. Mi bikini es un como un viejo amigo que se ha ido poniendo
fofo y cansino, y, hoy al menos, yo no concibo tumbarme en la playa
con otra compañía.
Después viene el momento de untarme la
crema que, a estas alturas del año, todavía no se ha convertido en
un trámite fastidioso y urgente. Siempre es lo mismo: rebusco por
toda la casa hasta que doy con tres o cuatro botes que todavía
conservan en su boca la arena de varias playas, los huelo uno por
uno, toda gourmet, y sopeso si el factor de protección 10 será
suicida, y el 30, timorato. Al final opto por un factor 20 de
compromiso, y doy comienzo al rito del embadurnado. Lo hago con
lentitud, haciendo mi particular recuento de moratones y venillas, y
masajeando bien, como para aplacar la vergüenza blanquecina de mis
carnes, hasta que me da la impresión de ser una novia turca. Me
pongo una falda, meto el libro y la botella de agua en el primer
bolso cochambroso que encuentro, y me cuelgo al hombro una de esas
toallas tan finas y rasposas, como traídas por una abuela de un
viaje exprés a Portugal, que da cosita extender en la arena. Ya
estoy preparada.
No es la playa más bonita ni salvaje del mundo,pero funciona |
En la playa hay poca gente. Unos cuantos
guiris cuyo tono rojo-sobre-rojo jamás pasará por bronceado. Algún
matrimonio bien, que nunca coge vacaciones en agosto porque eso es
una vulgaridad. Gente con pinta de vivir en autocaravanas. Aunque
tengo metros y metros de arena libres, casi echo de menos los
encantos de una playa atestada. Es que no lo puedo evitar: siempre me
maravilla la descarada suspensión de los códigos de apariencia.
Tengo ganas de volver a ver a esas viejas, embutidas en sus bañadores
grandes y rectangulares como la Península Ibérica, que no
soportarían que, por la calle Terraza de Estepona, una punta de faja
les asomase por la falda. El Culo. Un mogollón de desinhibidas tetas
caídas. Las frases “el poniente pone el agua muy fría” y “qué
va, no está tan fría” repitiéndose como un fractal hasta El
Peñón de Gibraltar. Novio que le lame la sal de la boca a novia.
Esos dos colegas, con edad de tener hijos universitarios, que
pavonean por la orilla sus dos semanas de gimnasio. Novia que le saca
puntos negros de la nariz a novio. Esposa que obliga a esposo a que
se eche crema en los hombros. Esposo que iza la barriga y mira al
horizonte, como un gran almirante, disimulando para disfrutar a sus
anchas de la visión gloriosa del Culo. En la playa es imposible,
imposible aburrirse. Y eso sin contar con las idas y venidas sedantes
de las olas, el hecho impagable de estar casi desnuda y a merced del
aire y del sol, empanarme con arena, que es algo de lo que la gente
de secano abomina y que a mí me encanta y, siempre, el feliz sopor.
El momento perfecto de no hacer nada, y no desear hacer nada.
Venga, ahora llega la ceremonia
definitiva. Toca entrar en el mar. ¿Cuánto tiempo hace desde la
última vez? ¿Siete, ocho meses? Inconcebible. El agua, es verdad,
está tan fría que me erizo igual que los ya fatídicos Consejos de
Gobierno de los viernes. Voy poco a poco, muy poco a poco, un pasito
corto tras otro. Ya llegarán los días de las zambullidas
exageradas, y de los baños de aquí te pillo, aquí te mato. Esto es
amor, Silvia, no lujuria. Recuerda, eres una novia turca. Doy otro
paso, el hielo sube otro centímetro. Las rodillas, ay, la cintura,
ayay, una costilla tras otra, a este paso salgo de la playa en
camilla. Me quedo parada, imagino que soy un alga. Y antes de que el
agua llegue a la cota peliaguda de las tetas, me veo retrocediendo.
Entonces recuerdo los pasajes bellos y fuertes que Marina le dedica a
la escalada, y pienso que, mira, a lo mejor eso es precisamente lo
que estoy haciendo, con mi frío, y mi determinación y mi olvido de
todo lo demás: estoy escalando el mar. Al final consigo meter la
cabeza, y todas sus ideas peregrinas, bajo el agua. Algo me dice que
este es el momento cumbre del calendario. Estoy sostenida por algo
grande y aromático. No tengo peso, expectativas o proyectos. Hay
mucho espacio dentro de mí. Me he bautizado.
De la playa a la casa hay unos cuatro
minutos andando. Siempre que hago ese camino, sucia de sal y arena,
pero inmaculada, molida y contenta, con la piel caliente y todo el
hambre de los niños durante la merienda, me creo más guapa y mejor
persona de lo que era antes. Y pensar que, en mis años de mostrenca
adolescente, ir a la playa me daba náuseas. Cuántas cosas que hoy
considero fijas me quedan todavía que poner en cuarentena.
Chica cómo vives!.que envídia.
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