sábado, 26 de mayo de 2012

Mi ceremonia favorita


No sé cómo me atrevo siquiera a encender el ordenador. Son las cuatro de la tarde de un sábado tan de verano como el Frigo Pie. Me acabo de levantar de la siesta y me duele toda la cara. Y me he refugiado del Maldito Poniente en el coche, y tengo las orejas a punto de entrar en combustión, y la sombra de las hojas del olivo sobre mis pies es preciosa, y el aire huele a gazpacho y a Tour de Francia y no puedo dejar de mirarme la tenue pero irrefutable marca del bañador y sólo me apetece achinar los ojos, igual que hacen los gatos cuando saben que los miras, y ponerme a ronronear. Todo porque esta mañana me he dado mi primer baño en la playa. Cómo se me pudo olvidar esta instrucción básica para la buena vida en la lista (insuficiente) del post anterior.

El primer baño es diferente a todos los que le siguen a lo largo del verano. Es solemne, y también un poco sentimental, porque todos los actos que giran en torno a él tienen la timidez de los reencuentros. Sólo cuando vuelvo a ponerme el bikini naranja, me acuerdo de que ya el año pasado prometí buscarle sustitutos, porque el paso del tiempo, y lo terriblemente holgazana que soy después de la playa, cuando lo último que me apetece es enjuagarlo y colgar las toallas, han hecho que, lo que antes era el perfecto disfraz de Halle Berry sacando su divina anatomía de las aguas, se haya convertido en una especie de pelota de baloncesto pinchada. Mi bikini es un como un viejo amigo que se ha ido poniendo fofo y cansino, y, hoy al menos, yo no concibo tumbarme en la playa con otra compañía.

Después viene el momento de untarme la crema que, a estas alturas del año, todavía no se ha convertido en un trámite fastidioso y urgente. Siempre es lo mismo: rebusco por toda la casa hasta que doy con tres o cuatro botes que todavía conservan en su boca la arena de varias playas, los huelo uno por uno, toda gourmet, y sopeso si el factor de protección 10 será suicida, y el 30, timorato. Al final opto por un factor 20 de compromiso, y doy comienzo al rito del embadurnado. Lo hago con lentitud, haciendo mi particular recuento de moratones y venillas, y masajeando bien, como para aplacar la vergüenza blanquecina de mis carnes, hasta que me da la impresión de ser una novia turca. Me pongo una falda, meto el libro y la botella de agua en el primer bolso cochambroso que encuentro, y me cuelgo al hombro una de esas toallas tan finas y rasposas, como traídas por una abuela de un viaje exprés a Portugal, que da cosita extender en la arena. Ya estoy preparada.

No es la playa más bonita ni salvaje del mundo,pero funciona

En la playa hay poca gente. Unos cuantos guiris cuyo tono rojo-sobre-rojo jamás pasará por bronceado. Algún matrimonio bien, que nunca coge vacaciones en agosto porque eso es una vulgaridad. Gente con pinta de vivir en autocaravanas. Aunque tengo metros y metros de arena libres, casi echo de menos los encantos de una playa atestada. Es que no lo puedo evitar: siempre me maravilla la descarada suspensión de los códigos de apariencia. Tengo ganas de volver a ver a esas viejas, embutidas en sus bañadores grandes y rectangulares como la Península Ibérica, que no soportarían que, por la calle Terraza de Estepona, una punta de faja les asomase por la falda. El Culo. Un mogollón de desinhibidas tetas caídas. Las frases “el poniente pone el agua muy fría” y “qué va, no está tan fría” repitiéndose como un fractal hasta El Peñón de Gibraltar. Novio que le lame la sal de la boca a novia. Esos dos colegas, con edad de tener hijos universitarios, que pavonean por la orilla sus dos semanas de gimnasio. Novia que le saca puntos negros de la nariz a novio. Esposa que obliga a esposo a que se eche crema en los hombros. Esposo que iza la barriga y mira al horizonte, como un gran almirante, disimulando para disfrutar a sus anchas de la visión gloriosa del Culo. En la playa es imposible, imposible aburrirse. Y eso sin contar con las idas y venidas sedantes de las olas, el hecho impagable de estar casi desnuda y a merced del aire y del sol, empanarme con arena, que es algo de lo que la gente de secano abomina y que a mí me encanta y, siempre, el feliz sopor. El momento perfecto de no hacer nada, y no desear hacer nada.

Venga, ahora llega la ceremonia definitiva. Toca entrar en el mar. ¿Cuánto tiempo hace desde la última vez? ¿Siete, ocho meses? Inconcebible. El agua, es verdad, está tan fría que me erizo igual que los ya fatídicos Consejos de Gobierno de los viernes. Voy poco a poco, muy poco a poco, un pasito corto tras otro. Ya llegarán los días de las zambullidas exageradas, y de los baños de aquí te pillo, aquí te mato. Esto es amor, Silvia, no lujuria. Recuerda, eres una novia turca. Doy otro paso, el hielo sube otro centímetro. Las rodillas, ay, la cintura, ayay, una costilla tras otra, a este paso salgo de la playa en camilla. Me quedo parada, imagino que soy un alga. Y antes de que el agua llegue a la cota peliaguda de las tetas, me veo retrocediendo. Entonces recuerdo los pasajes bellos y fuertes que Marina le dedica a la escalada, y pienso que, mira, a lo mejor eso es precisamente lo que estoy haciendo, con mi frío, y mi determinación y mi olvido de todo lo demás: estoy escalando el mar. Al final consigo meter la cabeza, y todas sus ideas peregrinas, bajo el agua. Algo me dice que este es el momento cumbre del calendario. Estoy sostenida por algo grande y aromático. No tengo peso, expectativas o proyectos. Hay mucho espacio dentro de mí. Me he bautizado.

De la playa a la casa hay unos cuatro minutos andando. Siempre que hago ese camino, sucia de sal y arena, pero inmaculada, molida y contenta, con la piel caliente y todo el hambre de los niños durante la merienda, me creo más guapa y mejor persona de lo que era antes. Y pensar que, en mis años de mostrenca adolescente, ir a la playa me daba náuseas. Cuántas cosas que hoy considero fijas me quedan todavía que poner en cuarentena.

1 comentario: