miércoles, 9 de mayo de 2012

Más semi-pensamientos comestibles


Hoy es uno de esos días tontos en los que no hay nada que hacer en la oficina. Al cabecilla de la manada parece habérselo tragado un agujero negro, y el otro jefe, el abúlico, se ha largado al campo, dejándonos sin un mal trabajillo que llevarnos a la boca. Podría echarme en brazos de la corrección política, y decir que, en realidad, si le pones un poquito de interés, siempre es posible encontrar algo que hacer: hay miles de normas esperando en cola, las muy ilusas, a incorporarse a mi memoria. Hay archivos que reorganizar, incluso alguna posibilidad, más o menos creativa, de inventar bases de datos o tratar de mejorar ciertos oxidados métodos de trabajo. Pero pa qué. Esta mañana estoy dispuesta a revolcarme en el lodo de la desidia. Como si el mundo se hubiera convertido en una viñeta de Forges. Eso significa: dejar arrastrar las horas hasta la del desayuno, llevando a cabo las tareas más intrascendentes que se me puedan ocurrir con una meticulosidad japonesa. Gandulear por internet. Llenar botella tras botella de agua a un ritmo prediabético. O bajar a la farmacia un par de veces, porque soy una adicta a su orden blanco y promisorio, y me chifla pasar lista a los tarritos de cosmética, y el pulular teatral de las batas. Y porque he encargado otra de esas cremas que amenazan con fagocitar mi sueldo. Y porque mi farmacéutico favorito me ha hecho una consulta forestal, y yo me he comprometido a resolverla con toda la profesionalidad que hoy no estoy aplicando a mi trabajo.

(Mi farmacéutico preferido casi nunca lleva bata. Es pequeño y perspicaz como un sefardita y las chicas, que sí llevan bata, siempre corren a consultarlo a las entrañas de la farmacia, donde parece ser que él se pasa el día mezclando potingues alquímicos, cuando entra alguna impertinente que, en vez de presentar una receta, se pone a preguntar por las novedades en el ramo de la dermatitis atópica. Entonces es cuando él sale, con sus gafas de pasta, la camisa negra, y las manos un poco demasiado homosexuales, con la pinta de un guionista de serie de la CBS. Yo me lo llevaría a mi casa, envuelto en ese papel finito con que te empaquetan las medicinas, y lo encerraría en la cocina hasta que diese con la solución, farmacéutica o culinaria, de mis males. Es tan atento, y mira de esa forma reconcentrada, como si te estuviera diagnosticando mediante la observación del iris o del aura, que si me pidiera una cría de lince, me largaría a Doñana a buscársela)

En estas me hallo, cuando me doy cuenta de que ya casi son las doce y media. El tiempo sigue sabiendo a chicle cien mil veces mascado, pero ya se ve asomar por la puerta la patita de la hora de salida. Venga, es el momento de los héroes, me exhorto. Deja de bostezar. Sujeta bien los ojos dentro de las cuencas. Ya queda menos para llegar a casa, arrancarte el uniforme como Clark Kent en las cabinas, devorar y no echarte a la siesta, porque tienes que ir a la peluquería, intentar hacer unas galletas sin azúcar ni trigo, y recibir a tu tía. Así es como se demuestra el carácter. Aunque esta noche, entre duermevela y trozos de sueño ligero como el chocolate de máquina, no hayas descansado nada.

Porque, sí, me he pasado tooda la noche con la misma nube zumbona de pensamientos con la que me acosté girando en mi cabeza, como si fuera agosto, como si fueran moscas. Más bien debería decir semi-pensamientos, que es todo a lo que puedo aspirar cuando escucho esa alarma interior que me avisa de que algo está a punto de empezar. No sé muy bien qué, ni en qué quedará. Si será otra de mis fulgurantes nuevas vocaciones que nunca llegan a materializarse, o el verdadero embrión de algo que podría llegar a cambiar ciertos pilares de mi vida.

Ya sabéis que, desde mi último brote de dermatitis del terror, del que estoy saliendo gloriosamente, gracias a las malas artes de la farmacopea química (y pese lo que le pese a mi orgullo), me he interesado hasta cotas delirantes en el tema de la nutrición. En el transcurso de aquella semana de dieta absolutamente infundada con que me castigué, llegué a pensar que no valía la pena dedicarle tanta energía mental a la cuestión de qué comer o qué no, porque, bueno, al fin y al cabo, comer es comer, algo necesario para la subsistencia que hay que resolver rápidamente, antes de poder pasar a cosas más...trascendentes. Ahora, superados los picores nazis, me doy cuenta de que no podía estar más confundida, porque la alimentación es el tema más trascendente al que tiene que enfrentarse todo ser vivo. Más allá de la simple y evidente biología, la comida es el eje en torno al que giran todas nuestras vidas. Tú, tú, y tú, y hasta yo misma, nos levantamos a las seis y media de la mañana, después de una noche de sueñus interruptus, para poder tener algo que llevarnos  a la boca, así como un techo bajo el que hacerlo. Millones de seres humanos se han partido el lomo en los campos, para alimentarse y alimentarnos. Estos tienen que robar. Aquellos no hacían otra, a lo largo del día, que acechar presas entre el bosque o los hielos, o experimentar, hasta la diarrea o el envenenamiento, con las míseras raicillas que le podían escamotear a la tierra. Por mucho que a nuestra humanidad se le pueda olvidar, hemos estado y seguimos estando obligados a gastar una cantidad exagerada de energía para solventar la cuestión de lo que nos llevamos a la boca. Comer es algo más que un acto hedonista y autocomplaciente. Comer es una cosa seria que se ha de tomar en serio es la manera en que nos relacionamos más íntimamente con el resto de elementos de lo que ya no solemos llamar “cadena alimentaria”, y también una de las maneras básicas en la que los humanos nos relacionamos unos con otros. Comer es un asunto ecológico y cultural, y nuestra dieta, un resumen sutil de la posición que ocupamos en el ecosistema, y el olvidado nexo de unión con los flujos que nutrientes y energía que circulan entre músculos, hojas, suelos, ríos, rayos de sol y la mesa en la que tu madre te iba educando con cada cucharada.

Todo esto, y mucho más, es lo que estoy aprendiendo con la lectura compulsiva de “El detective en el supermercado”, de Michael Pollan. Entre otras cosas, me ha ayudado a superar la ansiedad que me estaba empezando a provocar el hecho de tener que decidir qué cosa, de todo lo que como o dejo de comer, podía ser bueno para la salud de mi piel. Y ello gracias a la crítica que le hace a la ciencia del nutricionismo que, como ya me venía dando cuenta, es parcial y reduccionista, ya que se limita a descomponer los alimentos en una serie limitada de nutrientes que, estudiados por separado, no explican las complejas relaciones entre dieta y salud. Pollan, bendito sea, se limita a dar unas pautas tan sensatas como que debemos comer comida. Suena ridículo, ¿verdad? Pues es condenadamente difícil. Comida es todo aquel alimento entero que no ha sido procesado por la industria. Comida es aquello que podría reconocer nuestra bisabuela de paseo por el supermercado. Comida es lo que ha sido producido de acuerdo a unas normas mínimamente naturales. Así que la mayor parte de lo que hay en el Mercadona no es comida. Un jamón york que lleva proteínas de soja y leche no es comida. La margarina no es comida. Un tomate de madera, tampoco. El filete de una ternera que no visto nunca la hierba, siendo rumiante, dudosamente es comida. Igual que todo lo que sale de una caja.

Así que, si uno empieza a mirar lo que hay en su plato desde este punto de vista, como yo estoy empezando a hacer, se da cuenta de que si quiere alimentarse con comida, sea cual sea, puesto que a lo largo de la historia de los pueblos ha habido múltiples dietas saludables, vegetarianas o carnívoras, basadas en el trigo, en los lácteos, o en los boquerones en vinagre, tiene que empezar a introducir una serie de cambios sustanciales en su rutina. Que van desde huir de los supermercados, rastrear en internet a la caza de animales que se hayan alimentado con pastos, apuntarse a una cooperativa de productores ecológicos (cosa que yo ya he hecho), y gastarse el correspondiente pastizal, hasta alquilar una parcela de huerto urbano (mirando estoy), implicarme mucho más en el de mi padre, e incluso, qué demonios, soñar con que un día uno puede dejar su trabajo asalariado para irse a vivir al campo y montar una elegante granja como ésta, con la cual, visto lo raquítico del mercado andaluz de productos orgánicos, me haría de oro.

Sabiendo la clase de cándidos semi-pensamientos que anoche me revoloteaban por la cabeza, ¿se comprende ahora que tenga una falta importante de sueño? Prometo no volver a dar mucho la murga con el asunto.

3 comentarios:

  1. Anónimo entre comillas10 mayo, 2012 19:05

    Síííí, ese camino me gusta y espero que al menos a mí me tengas al corriente de cada pasito que vayas dando. Quizás un día demos el gran paso ¿no?

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  2. Hija me dejas intrigada con ese revoltillo de ideas/proyecto que parece que te tienen desvelada.

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  3. Me encanta este post. Muaca.

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