A pesar de que hay por ahí un ser humano
que se horroriza del aspecto antiestético y enfermizo que han
adquirido mis hombros y mi escote en el último mes, sigo siendo
capaz de acarrear en mi enclenque espalda un montón de kilos. Esta
mañana, cuando salí del Cortés Inglés, había un banco
milagrosamente vacío esperando a que me sentara. La mezcla de sol y
sombra era perfecta, una verdadera celosía, y la temperatura, la
justa para uqe cayera rendida a los pies de esta primavera indecisa.
Sólo cuando me descolgué la mochila, me di cuenta de lo que pesaba.
Llevaba unas dos horas y media con ella a cuestas, y no estaba
siquiera cansada. Simplemente, quería sentarme, intercambiar miradas
retadoras con los viejos sentados en el banco de enfrente, y seguir
disfrutando un poquito de esa vida de jubilada que llevo cuando voy a
Estepona.
Mentiría si dijese que me fijé en la
gente. Me limité a tomar el poquito de sol que se colaba entre las
ramas, a admirar lo bien que me quedaban los vaqueros arremangados
con las zapatillas rojas tan molonas que me compré hace unos días
en el Decathlon de Los Barrios, y a hacer un recuento de mi carga.
Tres libros de la biblioteca, yogures, un filete de atún, nueces,
latas de sardinas. Un candado para taquilla. Una crema barrera para
aislar del cloro mis partes leprosas. Un par de cajas de lentillas.
Sé que ni mi oftalmólogo ni mi dermatóloga me recomiendan que me
apunte a la piscina, pero me da igual. He dejado de estar dispuesta a
que lo que hago o dejo de hacer a lo largo del día venga
sistemáticamente decretado por mi salud. Joder, que tengo 33 años.
Estoy en la flor de la vida. Tengo más energía y más ganas que
nunca. Y hay un montón de gente valiente, enferma de verdad,
impedida de verdad, que sale a pasear pese a los efectos de la
quimioterapia, que hace el Camino de Santiago a lomos de su silla de
ruedas, y que me está señalando con el dedo. Ya se me han agotado
las reservas de prudencia. A partir de mañana voy a aprender a
nadar.
Porque hace mucho tiempo que no empiezo
nada de cero. Porque adoro el chapoteo. Porque me dan una envidia
mortal los que se mueven como flechas por el agua, los que se tiran
de espaldas desde el borde de una barca para cotillear en el fondo de
los mares, los que se levantan de manera tan sexy sobre una tabla de
surf. Porque de pequeña me daba muchísimo miedo la parte de las
piscinas donde no hacía pie. Porque sigue dándome miedo. Porque
estoy harta del miedo. Porque mi cuerpo ama el movimiento. Porque
tener siempre los pies en el suelo es un coñazo. Por escaparme un
par de horas a la semana de la ley de la gravedad. Porque soy un
patito mareado al que le vendría de perlas entrenar su coordinación
con un poquito de constancia. Porque no tengo ni un solo músculo de
ombligo para arriba.
Así que ya os podéis hacer una idea de
cuál es mi estado de ánimo. Estos días de descanso me han hecho
tanto bien. He absorbido sol como una sanguijuela. Las diferentes
opciones que se me ofrecían para ocupar mi tiempo eran como cartas
marcadas, un manojo de boletos de tómbola, todos con premio. Estuve
andando entre mis viejos árboles, y atroché por helechales que
todavía no se han secado. Me senté al pie de un alcornoque, y volví
a entusiasmarme con la filigrana de sus ramas, y me sentí abarcada y
muda, empezando igual que uno de los brotes que asomaban por entre
las hojas ganchudas que tapizaban el suelo. Fui a la playa, ya lo
sabéis. Me tragué sin vergüenza todo el festival de Eurovisión.
La cosecha de judías verdes y fresas me ha dejado unas simpáticas
agujetas en los muslos. Un día comí curry de pescado con leche de
coco, y al siguiente un castizo guiso de costillas. La comida me
sienta mejor que nunca. Ya no me invade la sensación de ser una
impostora cuando recito mis instrucciones para la buena vida.
Y no fui a pasar el día en Bolonia, pero
qué más da. Por fin me doy verdadera cuenta de que la nostalgia es
un derroche de energía, porque todos esos lugares con los que sueño,
cuando los coches de Granada me irritan alma y garganta, todas las
hipótesis lejanas que trazo para ser feliz, todo eso está ya dentro
de mí. Llevo una carga preciosa a mis espaldas, una mochila llena de
recuerdos dulces que me acompañan cuando entro en cualquier
habitación del mundo, cuando estoy en la oficina, o tumbada en la
cama, o saneando las flores muertas de la jardinera de claveles.
Algún día volveré a aquellos lugares, claro, pisaré la arena fría
de marzo en la playa de Los Lances. Dejaré que mis piernas cuelguen
frente a la visión inverosímil del Estrecho. Veré los ojaranzos en
flor, creyéndome a ciegas que Algeciras limita con Tahití. Se me
hará la boca agua con el olor de los espetos. Plantaré una viña
cerca de donde lo hizo mi abuelo Juan, a quien no conocí. Cogeré
setas. Me emborracharé con el aire verde de los quejigos. Haré todo
eso de nuevo, sí, despegada de mi propia historia, y de manera
amable, sin tratar de apropiarme de lo que veo. Sin querer retenerlo.
Sin echarlo luego de menos.
Pero ahora estoy donde estoy, y un
espacio se acaba de abrir en mi interior. Mañana dejaré mi mochila
en la taquilla, y seré lo bastante ligera como para aprender a
nadar.
Cuando dices "un ser humano" ¿te refieres a... o a uno humano-humano?
ResponderEliminarPor cierto, sabes que aunque haya dejado de arrojar comillas por aquí, no dejo de leerte ni de entusiasmarme al ver que cada vez escribes mejor.
Envidio tus paseos entre alcornocales más que tus primeras inmersiones marinas. La Mancha que llevo impresa en los genes a fuego -y tierra- marca mucho. Te deseo suerte con la natación.
¡OLE TÚ!.
ResponderEliminarComillista, me refería a un ser humano de verdad que comparte carga genética y apellidos contigo. (Mira a tus pies)
ResponderEliminarY que sepas que me da penita la sequía de comillas, porque era de las mejores cosas que me pasaban cuando abría el blog. Sin presiones.