lunes, 28 de mayo de 2012

La mochila


A pesar de que hay por ahí un ser humano que se horroriza del aspecto antiestético y enfermizo que han adquirido mis hombros y mi escote en el último mes, sigo siendo capaz de acarrear en mi enclenque espalda un montón de kilos. Esta mañana, cuando salí del Cortés Inglés, había un banco milagrosamente vacío esperando a que me sentara. La mezcla de sol y sombra era perfecta, una verdadera celosía, y la temperatura, la justa para uqe cayera rendida a los pies de esta primavera indecisa. Sólo cuando me descolgué la mochila, me di cuenta de lo que pesaba. Llevaba unas dos horas y media con ella a cuestas, y no estaba siquiera cansada. Simplemente, quería sentarme, intercambiar miradas retadoras con los viejos sentados en el banco de enfrente, y seguir disfrutando un poquito de esa vida de jubilada que llevo cuando voy a Estepona.

Mentiría si dijese que me fijé en la gente. Me limité a tomar el poquito de sol que se colaba entre las ramas, a admirar lo bien que me quedaban los vaqueros arremangados con las zapatillas rojas tan molonas que me compré hace unos días en el Decathlon de Los Barrios, y a hacer un recuento de mi carga. Tres libros de la biblioteca, yogures, un filete de atún, nueces, latas de sardinas. Un candado para taquilla. Una crema barrera para aislar del cloro mis partes leprosas. Un par de cajas de lentillas. Sé que ni mi oftalmólogo ni mi dermatóloga me recomiendan que me apunte a la piscina, pero me da igual. He dejado de estar dispuesta a que lo que hago o dejo de hacer a lo largo del día venga sistemáticamente decretado por mi salud. Joder, que tengo 33 años. Estoy en la flor de la vida. Tengo más energía y más ganas que nunca. Y hay un montón de gente valiente, enferma de verdad, impedida de verdad, que sale a pasear pese a los efectos de la quimioterapia, que hace el Camino de Santiago a lomos de su silla de ruedas, y que me está señalando con el dedo. Ya se me han agotado las reservas de prudencia. A partir de mañana voy a aprender a nadar.

Porque hace mucho tiempo que no empiezo nada de cero. Porque adoro el chapoteo. Porque me dan una envidia mortal los que se mueven como flechas por el agua, los que se tiran de espaldas desde el borde de una barca para cotillear en el fondo de los mares, los que se levantan de manera tan sexy sobre una tabla de surf. Porque de pequeña me daba muchísimo miedo la parte de las piscinas donde no hacía pie. Porque sigue dándome miedo. Porque estoy harta del miedo. Porque mi cuerpo ama el movimiento. Porque tener siempre los pies en el suelo es un coñazo. Por escaparme un par de horas a la semana de la ley de la gravedad. Porque soy un patito mareado al que le vendría de perlas entrenar su coordinación con un poquito de constancia. Porque no tengo ni un solo músculo de ombligo para arriba.

Así que ya os podéis hacer una idea de cuál es mi estado de ánimo. Estos días de descanso me han hecho tanto bien. He absorbido sol como una sanguijuela. Las diferentes opciones que se me ofrecían para ocupar mi tiempo eran como cartas marcadas, un manojo de boletos de tómbola, todos con premio. Estuve andando entre mis viejos árboles, y atroché por helechales que todavía no se han secado. Me senté al pie de un alcornoque, y volví a entusiasmarme con la filigrana de sus ramas, y me sentí abarcada y muda, empezando igual que uno de los brotes que asomaban por entre las hojas ganchudas que tapizaban el suelo. Fui a la playa, ya lo sabéis. Me tragué sin vergüenza todo el festival de Eurovisión. La cosecha de judías verdes y fresas me ha dejado unas simpáticas agujetas en los muslos. Un día comí curry de pescado con leche de coco, y al siguiente un castizo guiso de costillas. La comida me sienta mejor que nunca. Ya no me invade la sensación de ser una impostora cuando recito mis instrucciones para la buena vida.

Y no fui a pasar el día en Bolonia, pero qué más da. Por fin me doy verdadera cuenta de que la nostalgia es un derroche de energía, porque todos esos lugares con los que sueño, cuando los coches de Granada me irritan alma y garganta, todas las hipótesis lejanas que trazo para ser feliz, todo eso está ya dentro de mí. Llevo una carga preciosa a mis espaldas, una mochila llena de recuerdos dulces que me acompañan cuando entro en cualquier habitación del mundo, cuando estoy en la oficina, o tumbada en la cama, o saneando las flores muertas de la jardinera de claveles. Algún día volveré a aquellos lugares, claro, pisaré la arena fría de marzo en la playa de Los Lances. Dejaré que mis piernas cuelguen frente a la visión inverosímil del Estrecho. Veré los ojaranzos en flor, creyéndome a ciegas que Algeciras limita con Tahití. Se me hará la boca agua con el olor de los espetos. Plantaré una viña cerca de donde lo hizo mi abuelo Juan, a quien no conocí. Cogeré setas. Me emborracharé con el aire verde de los quejigos. Haré todo eso de nuevo, sí, despegada de mi propia historia, y de manera amable, sin tratar de apropiarme de lo que veo. Sin querer retenerlo. Sin echarlo luego de menos.

Pero ahora estoy donde estoy, y un espacio se acaba de abrir en mi interior. Mañana dejaré mi mochila en la taquilla, y seré lo bastante ligera como para aprender a nadar.

3 comentarios:

  1. Anónimo entre comillas28 mayo, 2012 23:52

    Cuando dices "un ser humano" ¿te refieres a... o a uno humano-humano?
    Por cierto, sabes que aunque haya dejado de arrojar comillas por aquí, no dejo de leerte ni de entusiasmarme al ver que cada vez escribes mejor.
    Envidio tus paseos entre alcornocales más que tus primeras inmersiones marinas. La Mancha que llevo impresa en los genes a fuego -y tierra- marca mucho. Te deseo suerte con la natación.

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  2. lectoraadicta29 mayo, 2012 19:53

    ¡OLE TÚ!.

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  3. Comillista, me refería a un ser humano de verdad que comparte carga genética y apellidos contigo. (Mira a tus pies)

    Y que sepas que me da penita la sequía de comillas, porque era de las mejores cosas que me pasaban cuando abría el blog. Sin presiones.

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