miércoles, 2 de mayo de 2012

El belén junto al mar


Hay lugares ávidos que no se conforman con quererte siempre a su lado, sino que, cuando esa cercanía no es posible, te obligan a una permanente y fea nostalgia. Así son, para mí, los bosques y playas de Cádiz, o el Estrecho de Gibraltar. A ellos me ata una cadena de recuerdos, historias, apegos y frustraciones, tan recia, que dudo yo que algún día se pueda llegar a romper. También hay otros lugares, y otras personas, que aparecen en tu vida y te cautivan, y más tarde te sueltan con generosidad. A la hora de despedirte de ellos sientes una pequeña, dulce fractura, pero luego la vida sigue y, cuando los recuerdas, es difícil que la memoria se mezcle con el dolor. Es lo que me pasa, por ejemplo, con el Cabo de Gata.

Ayer salí de allí a las siete pasadas de la tarde, cuando el relieve empezaba a ponerse redondito de sombras, y es verdad que tuve que echar mano de toda mi sensatez para arrancarme del puerto diminuto de la Isleta del Moro, donde llevábamos casi una hora sentados. Ya en el coche, diciéndole adiós con la mano a las palmeras y a los cubos de azúcar de las casas, no podía dejar de repetirme “no quiero irme, no quiero irme, no quiero”. Pero el coche siguió rodando, dejando atrás las flores, exageradas como torres, de las pitas, atravesando la desolación de los invernaderos, rápido, rápido, antes de que el ánimo cayese en picado. A lo largo de las dos horas de viaje a casa, fui toda silencio y sonrisa, y ahora, de nuevo en casa, aunque la sonrisa dura, tengo que hacer esfuerzos para recordar ese lugar que amo sin nostalgia.

Así que voy a imaginar ahora que mi coche da media vuelta, y que cualquiera de vosotros viene conmigo. Hemos intentado que nuestros ojos y nuestros corazones se acostumbraran a la esterilidad de las sierras que flanquean la autovía que va de Granada a Almería. Después los hemos abiertos como platos mientras pasábamos por la desmesura del desierto de Tabernas. Luego, un buen trecho de paisajes heridos, cemento sin alma que se deshace como bicarbonato, el oneroso plástico de los invernaderos, siempre cubierto de una capa parda de polvo, cuya sola visión intoxica los pulmones y el alma; los carteles publicitarios de un montón de razas de tomates, que prometen mucha durabilidad, pero nunca sabor o tiempo. Pasamos todo eso, atravesamos el poblado de Ruescas, que es donde se queda toda la amargura de la hortaliza que llega a nuestros supermercados, dejamos atrás, un poco alucinados, una fábrica de atracciones de feria, en cuyo patio hay un Papa Noel gigante, muy, muy despistado, y un cabezudo con la boca tan abierta que parece una pesadilla.

En pocos kilómetros hemos llegado al desvío del Pozo de los Frailes, y entonces, sí, ya podemos decir que nos encontramos en el Cabo. No sé qué pasará por tu mente (¿“pues no es para tanto”, quizás? ¿”Vaya un pelagartal”?), pero la primera sensación que a mí me embarga es el alivio. Hemos llegado a un lugar donde hay pocas cosas, y ninguna superflua. Al principio la sequedad puede imponerte un poco, pero luego, cuando afinas la mirada, te das cuenta de que ésta es una pobreza falsa: hay espartos, palmitos, y un sinfín de plantas heroicas cuyo nombre sólo conocen los botánicos. Vida pequeña e inadvertida, pero vida por todas partes. Tampoco hay montañas, sino cerros y, si no te acercas demasiado a ellos, predomina una imagen de suavidad sobre su fulgurante pasado volcánico. Así que todo es pequeño, las montañas, las palmeras rechonchas, las espigas de trigo, que son del tamaño de mis dedos, y las flores, también por todas partes, en las playas, sobre la pared de los acantilados, en los huecos de esto que un día fue lava.

Y, claro, tanta pequeñez termina desembocando en ternura. Cada vez que he llegado al Cabo de Gata, después de la primera vez, he sentido la alegría de los niños que, durante las vacaciones, regresan al pueblo materno, donde los esperan abuelas besuconas y consentidoras, y primos revoltosos y espacios por donde corretear a gusto, sin preocuparse de coches o vecinos. Ayer se me ocurrió que esa ternura que siento al contemplar estos paisajes, y el calorcillo como de llegar a un lugar inscrito en la historia de mi infancia, se debe a que me recuerdan cantidad a un belén, con sus palmeras, y sus norias y sus casas blancas de techo plano.

Pero que no te engañen mis sensaciones particulares, ni las que tú puedas recabar con una sola mirada. Este no es un lugar fácil. No es complaciente ni hipócrita. Puede parecer dulce, sobre todo a última hora de la tarde, pero en ningún momento te permite olvidar que este no es el jardín del Paraíso. La fruta no cuelga de los árboles, al alcance de tu mano, por la sencilla razón de que, aparte de unos cuantos olivos andrajosos, no hay árboles. Hay que ser muy fuerte para adaptarse, hay que saber tolerar la falta salvaje de sombra. Vale, es verdad que, desde que se inventaron los pozos de bombeo y el turismo y las carreteras, se puede sobrevivir, y hasta requetevivir aquí sin que nadie te considere un héroe. Pero antes de eso... Antes la vida debía de ser una especie de ejercicio ascético.

¿A qué ya empiezas a sentir respeto por esta tierra marciana? Déjame entonces que te lleve hasta los acantilados. Cámbiate de zapatos. Vamos a andarnos toda la línea de costa, de torre en torre vigía, porque ¿sabes? por aquí corretearon un montón de piratas. Mira las formas estrafalarias de las rocas. Trata de encontrarle un nombre a sus colores. ¿Quieres una cala blanca, o una negra, una playa lila, un acantilado gris, azufrado? Fíjate en la transparencia insultante del agua. ¿No te da la sensación de estar en la Cueva de Alí Babá? ¿Te imaginas lo que puede ser bucear en la Cala de San Pedro? Debe ser como estar atrapado dentro de una turquesa. Y sí, también yo me quedaría a vivir con los hippies, por lo menos una semana.

Suerte de los soldaditos que dejaron encerrados en este castillo
Venga, otra vez al coche, es hora de llegar a Rodalquilar. Mmm. Se me escapan los suspiros. No concibo un lugar mejor para descansar. Ahí está, el monte que, este sí, hasta de lejos tiene pinta de volcán, soberbio como una teta quinceañera, parado en medio del paisaje como un tío bueno en una playa nudista. Y al otro lado, por detrás de las casitas sumisas, la montaña del oro de Rodalquilar. Hay que obviar las ruinas del poblado minero, los cortados del color de las vísceras, para llegar a las estructuras de cemento de la vieja explotación, raras como Persépolis. Todo esto es tan remoto que apabulla. Cuesta imaginar que sólo fue hace poco más de veinte años cuando la minería se dio finalmente por vencida en este lugar. Mira la engañosa dulzura del campo, el relieve, que tiene algo de religioso, este silencio perfectamente visible: ¿no te parecen las explosiones, el chirrido de las cintas transportadoras, el trasiego de camiones, más alejados en el tiempo que la noria de aquel campo maltratado? Es porque aquí, en la tierra de los volcanes y las flores, como la publicidad turística vende con acierto, la modernidad es simplemente anacrónica. Estoy convencida de que, si viviera en Rodalquilar, terminaría olvidando los nombres de los meses.

Lástima que se vea tope oscura, y que Blogger no me permita manipulaciones. Purista!

Aquí nos quedamos. Conozco un sitio que te va a gustar. Mañana, si tenemos suerte, y hemos llegado en la época adecuada, veremos miles de amapolas a la orilla de la Playa de los Genoveses, o a los pescadores desembarcando grandes peces limón en la Isleta del Moro, y despiezándolos allí al lado, en la misma puerta de sus casas. Rodalquilar, al final, nos dejará escapar.

2 comentarios:

  1. Klauss.........¡sí soy yo!05 mayo, 2012 20:47

    Preciosa descripción.

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  2. lectoraadicta06 mayo, 2012 10:58

    Debería viajar mas... pienso cuando te leo.

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