Hay lugares ávidos que no se conforman
con quererte siempre a su lado, sino que, cuando esa cercanía no es
posible, te obligan a una permanente y fea nostalgia. Así son, para
mí, los bosques y playas de Cádiz, o el Estrecho de Gibraltar. A
ellos me ata una cadena de recuerdos, historias, apegos y
frustraciones, tan recia, que dudo yo que algún día se pueda llegar
a romper. También hay otros lugares, y otras personas, que aparecen
en tu vida y te cautivan, y más tarde te sueltan con generosidad. A
la hora de despedirte de ellos sientes una pequeña, dulce fractura,
pero luego la vida sigue y, cuando los recuerdas, es difícil que la
memoria se mezcle con el dolor. Es lo que me pasa, por ejemplo, con
el Cabo de Gata.
Ayer salí de allí a las siete pasadas
de la tarde, cuando el relieve empezaba a ponerse redondito de
sombras, y es verdad que tuve que echar mano de toda mi sensatez para
arrancarme del puerto diminuto de la Isleta del Moro, donde
llevábamos casi una hora sentados. Ya en el coche, diciéndole adiós
con la mano a las palmeras y a los cubos de azúcar de las casas, no
podía dejar de repetirme “no quiero irme, no quiero irme, no
quiero”. Pero el coche siguió rodando, dejando atrás las flores,
exageradas como torres, de las pitas, atravesando la desolación de
los invernaderos, rápido, rápido, antes de que el ánimo cayese en
picado. A lo largo de las dos horas de viaje a casa, fui toda
silencio y sonrisa, y ahora, de nuevo en casa, aunque la sonrisa
dura, tengo que hacer esfuerzos para recordar ese lugar que amo sin
nostalgia.
Así que voy a imaginar ahora que mi
coche da media vuelta, y que cualquiera de vosotros viene conmigo.
Hemos intentado que nuestros ojos y nuestros corazones se
acostumbraran a la esterilidad de las sierras que flanquean la
autovía que va de Granada a Almería. Después los hemos abiertos
como platos mientras pasábamos por la desmesura del desierto de
Tabernas. Luego, un buen trecho de paisajes heridos, cemento sin alma
que se deshace como bicarbonato, el oneroso plástico de los
invernaderos, siempre cubierto de una capa parda de polvo, cuya sola
visión intoxica los pulmones y el alma; los carteles publicitarios
de un montón de razas de tomates, que prometen mucha durabilidad,
pero nunca sabor o tiempo. Pasamos todo eso, atravesamos el poblado
de Ruescas, que es donde se queda toda la amargura de la hortaliza
que llega a nuestros supermercados, dejamos atrás, un poco
alucinados, una fábrica de atracciones de feria, en cuyo patio hay
un Papa Noel gigante, muy, muy despistado, y un cabezudo con la boca
tan abierta que parece una pesadilla.
En pocos kilómetros hemos llegado al
desvío del Pozo de los Frailes, y entonces, sí, ya podemos decir
que nos encontramos en el Cabo. No sé qué pasará por tu mente
(¿“pues no es para tanto”, quizás? ¿”Vaya un pelagartal”?),
pero la primera sensación que a mí me embarga es el alivio. Hemos
llegado a un lugar donde hay pocas cosas, y ninguna superflua. Al
principio la sequedad puede imponerte un poco, pero luego, cuando
afinas la mirada, te das cuenta de que ésta es una pobreza falsa:
hay espartos, palmitos, y un sinfín de plantas heroicas cuyo nombre
sólo conocen los botánicos. Vida pequeña e inadvertida, pero vida
por todas partes. Tampoco hay montañas, sino cerros y, si no te
acercas demasiado a ellos, predomina una imagen de suavidad sobre su
fulgurante pasado volcánico. Así que todo es pequeño, las
montañas, las palmeras rechonchas, las espigas de trigo, que son del
tamaño de mis dedos, y las flores, también por todas partes, en las
playas, sobre la pared de los acantilados, en los huecos de esto que
un día fue lava.
Y, claro, tanta pequeñez termina
desembocando en ternura. Cada vez que he llegado al Cabo de Gata,
después de la primera vez, he sentido la alegría de los niños que,
durante las vacaciones, regresan al pueblo materno, donde los esperan
abuelas besuconas y consentidoras, y primos revoltosos y espacios por
donde corretear a gusto, sin preocuparse de coches o vecinos. Ayer se
me ocurrió que esa ternura que siento al contemplar estos paisajes,
y el calorcillo como de llegar a un lugar inscrito en la historia de
mi infancia, se debe a que me recuerdan cantidad a un belén, con sus
palmeras, y sus norias y sus casas blancas de techo plano.
Pero que no te engañen mis sensaciones
particulares, ni las que tú puedas recabar con una sola mirada. Este
no es un lugar fácil. No es complaciente ni hipócrita. Puede
parecer dulce, sobre todo a última hora de la tarde, pero en ningún
momento te permite olvidar que este no es el jardín del Paraíso. La
fruta no cuelga de los árboles, al alcance de tu mano, por la
sencilla razón de que, aparte de unos cuantos olivos andrajosos, no
hay árboles. Hay que ser muy fuerte para adaptarse, hay que saber
tolerar la falta salvaje de sombra. Vale, es verdad que, desde que se
inventaron los pozos de bombeo y el turismo y las carreteras, se
puede sobrevivir, y hasta requetevivir aquí sin que nadie te
considere un héroe. Pero antes de eso... Antes la vida debía de ser
una especie de ejercicio ascético.
¿A qué ya empiezas a sentir respeto por
esta tierra marciana? Déjame entonces que te lleve hasta los
acantilados. Cámbiate de zapatos. Vamos a andarnos toda la línea de
costa, de torre en torre vigía, porque ¿sabes? por aquí
corretearon un montón de piratas. Mira las formas estrafalarias de
las rocas. Trata de encontrarle un nombre a sus colores. ¿Quieres
una cala blanca, o una negra, una playa lila, un acantilado gris,
azufrado? Fíjate en la transparencia insultante del agua. ¿No te da
la sensación de estar en la Cueva de Alí Babá? ¿Te imaginas lo
que puede ser bucear en la Cala de San Pedro? Debe ser como estar
atrapado dentro de una turquesa. Y sí, también yo me quedaría a
vivir con los hippies, por lo menos una semana.
Suerte de los soldaditos que dejaron encerrados en este castillo |
Venga, otra vez al coche, es hora de
llegar a Rodalquilar. Mmm. Se me escapan los suspiros. No concibo un
lugar mejor para descansar. Ahí
está, el monte que, este sí, hasta de lejos tiene pinta de volcán,
soberbio como una teta quinceañera, parado en medio del paisaje como
un tío bueno en una playa nudista. Y al otro lado, por detrás de
las casitas sumisas, la montaña del oro de Rodalquilar. Hay que
obviar las ruinas del poblado minero, los cortados del color de las
vísceras, para llegar a las estructuras de cemento de la vieja
explotación, raras como Persépolis. Todo esto es tan remoto que
apabulla. Cuesta imaginar que sólo fue hace poco más de veinte años
cuando la minería se dio finalmente por vencida en este lugar. Mira
la engañosa dulzura del campo, el relieve, que tiene algo de
religioso, este silencio perfectamente visible: ¿no te parecen las
explosiones, el chirrido de las cintas transportadoras, el trasiego
de camiones, más alejados en el tiempo que la noria de aquel campo
maltratado? Es porque aquí, en la tierra de los volcanes y las
flores, como la publicidad turística vende con acierto, la
modernidad es simplemente anacrónica. Estoy convencida de que, si
viviera en Rodalquilar, terminaría olvidando los nombres de los
meses.
Lástima que se vea tope oscura, y que Blogger no me permita manipulaciones. Purista! |
Aquí nos quedamos. Conozco un sitio que
te va a gustar. Mañana, si tenemos suerte, y hemos llegado en la
época adecuada, veremos miles de amapolas a la orilla de la Playa de
los Genoveses, o a los pescadores desembarcando grandes peces limón
en la Isleta del Moro, y despiezándolos allí al lado, en la misma
puerta de sus casas. Rodalquilar, al final, nos dejará escapar.
Preciosa descripción.
ResponderEliminarDebería viajar mas... pienso cuando te leo.
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