lunes, 9 de abril de 2012

Menos


Lo malo de tener un blog jovencito, nacido en una época en la que esa manera de comunicación parece haber entrado en decadencia, es que casi todo lo que a una se le ocurre ha sido publicado previamente. Unas doscientas veces. Es inevitable: las emociones humanas, aunque tengan infinitos matices, son finitas. Si no creyera en ello, no podría pretender que hay un punto de encuentro entre tus experiencias y las mías, un lugar en el que todos nosotros podemos reconocernos como integrantes de algo más amplio que la intimidad de cada uno. Por supuesto que la vivencia profunda de esas emociones sólo se puede expresar y compartir hasta cierto punto, a partir del cual tenemos que adaptarnos a una soledad radical, pero también es verdad que, si todos fuéramos absolutamente originales, el mundo sería una torre de Babel todavía más difícil de entender.

Todo este rollo viene a que me da pudor confesar lo mucho que me cuesta escribir, y hasta hablar, sobre temas sociales o políticos, sólo porque en el blog de Marina leí algo parecido. (Qué le vamos a hacer: llevo pensando desde hace mucho tiempo muchas cosas que ya ha pensado y publicado ella antes. Igual que ahora pienso cosas que antes no pensaba, gracias a ella, y a otros generosos blogueros) Puedo achacar esa dificultad al hecho impepinable de que son unos temas muy, muy complejos, de los que sólo tengo un conocimiento muy, muy epidérmico. O a que la demagogia me parece uno de los defectos más feos sobre la faz de la Tierra (aunque, sí, admito que la mayoría de las manifestaciones que suenan a demagogia son, como los lugares comunes y los tópicos, verdades verdaderas de la vida). O a que mi manera de hacer sociología parte de lo práctico y personal. Pero también podría ser más honrada, y admitir que en realidad soy un lamentable ejemplo de narcisismo individualista y que, aunque me indigne, mi ira no me alcanza para levantarme más de media hora del sofá o de donde quiera que lleva a cabo mis amadas tareas cotidianas.

Y este segundo rollo viene a que ayer vi la película documental Inside Job, en la que se desgrana de manera muy minuciosa el origen de la crisis financiera que estalló en 2008, y que nos va a conducir, a algunos más que a otros, al Armagedón. Y, vale, es cierto que hacía uso de una demagogia muy sofisticada que, a través de cuadros sinópticos e incisivas entrevistas, revelaba la misma verdad que se escucha en los botellones y las peluquerías: que los banqueros y los especuladores son el Mal, y que ellos, que provocaron la catástrofe mediante el desarrollo de un monstruoso castillo de arena levantado con dinero invisible y codicia auténtica, no sólo no han pagado su responsabilidad, sino que se han visto reforzados: han conservado sus riquezas obscenas, se han incorporado a prestigiosos equipos universitarios y hasta se han colado como asesores en los gobiernos. Mientras que los servicios públicos se desmantelan progresivamente, la empresa privada mete sus tentáculos en escuelas y quirófanos, y el paro y la deuda familiar lleva al Banco de Alimentos a gente que antes comía en restaurantes dos veces por semana.

¿Es así de simple la historia? No lo sé. No lo creo. Pero cuando acabó la película, además de la indignación lógica y de la tristeza, lo que sentí fue una especie de losa en el alma. Era la desolación de comprender que yo también formo parte de ese sistema perverso, voraz y especulativo, en calidad de esclava un poco ilustrada. Porque me levanto todos los días a hacer algo, con más o menos ganas, por lo que se me da un dinero que yo nunca veo. Algo que no haría si no me pagaran, y que me roba tiempo para hacer cosas por las que nadie va a pagarme. Porque ese dinero me sirve para mantener la ilusión de que mi realidad es segura y firme. Porque mi tiempo es cada vez más barato, gracias a esa nueva moralidad de esfuerzo y recorte que alimenta las fauces de los mismos mercados que han armado todo este cotarro, pobrecitos ellos, tan desconfiados. Porque todos nosotros, clase media maligna que ha vivido por encima de sus posibilidades, somos como víctimas propiciatorias de un sacrificio azteca. Después de comprender todo esto, me costaba imaginarme yendo al trabajo de la misma alegre manera, sin cuestionar la manera en que vivimos y nos relacionamos.

Después de la peli, Jose y yo nos quedamos tan chafados que nos fuimos a dar un paseo. Había una luz tan bonita, después de la poca lluvia de estos días, una luz que parecía brotar directamente de Sierra Nevada. Conforme nos íbamos acercando, sin apenas darnos cuenta, a la boca del lobo de una procesión, mantuvimos una charla interesante. Yo trataba de convencerle de que la codicia extrema que carcome el corazón y el cerebro del mundo financiero no se puede entender del todo si no se considera que esa codicia es un principio rector de nuestra civilización. Que, quien más, quien menos, ha puesto su minúsculo ladrillo en el edificio del capitalismo salvaje. Está en nuestra sangre y nuestra grasa, como los restos de plaguicidas que dejaron de usarse hace treinta años. Jose se defendía con el argumento de que no es inmoral que la gente quiera vivir bien.

Y eso me hizo pensar en qué consiste realmente vivir bien. Desde luego que la idea general de lo que es vivir bien traza una especie de espiral ascendente, que va dejando abajo escalones y más escalones de bienestar en busca de niveles mucho más complejos y, a veces, enigmáticos. Como hemos sido educados en la ley del deseo, cuando alcanzamos un nivel de bienestar, soñamos hasta la frustración con el siguiente, aunque ni siquiera sepamos la forma que este tiene. ¿Pero eso es vivir bien? ¿Hay que irse todas las Semanas Santas de vacaciones a algún lugar distinto para estar bien? ¿Hay que tener por huevos una casa en propiedad? ¿Hay que tener una cuenta en un banco que te dé más rendimiento que la que te ofrece el de al lado? Digo demagogas perogrulladas de perro- flauta, lo sé, pero ¿el mecanismo de la vida no consiste simplemente en consumir oxígeno y alimentos? ¿Tiene que ser el ocio algo tan atareado?

¿A qué podría yo renunciar, sin dejar de vivir bien? Podría dejar de comprar libros de manera desaforada, porque tengo muchos sin leer y una generosa biblioteca sin igual. A tomar una cerveza de vez en cuando con mi Jose, como culminación a un paseo. A la ropa nueva en cada temporada, los pintauñas y los pendientes y pañuelos (aunque, la verdad, últimamente gasto en ello menos que la madre Teresa de Calcuta). A los viajes de hotel y restaurante. A los viajes motorizados, en casos muy extremos. A la fotografía y estas ganas nuevas de comprarme acuarelas y papel que me han crecido esta semana. A comer fuera. A los regalos de cumpleaños. A mi pisito con vistas a Sierra nevada y garaje.

Sólo necesito comer, beber, tampoco demasiado, un cuerpo sano que no necesite de cremas especiales, a la gente a la que quiero, y a la que me queda por querer. Y un poquito a internet que, aunque esté lleno de paja, me alimenta de belleza, y me ofrece parte de todo eso a lo que estaría dispuesta a renunciar.

3 comentarios:

  1. Supongo que esa "crisis" de escritura en mayor o menor medida llega siempre a todos. Creo que yo la tengo desde que soy feliz y me jode, pero compensa. Para mi uno de los problemas es que no me concentro. Suelo pensar en ella y cuando se me ocurre alguna historia, un tema para desarrollar ella entra en mi cabeza y parece que se instala a ver como escribo, como voy hilvanando detalles, pero entonces no me concentro y en lo que pienso es en besarla, en apoyar mi cabeza en su hombro, en abrazarla y... la historia desaparece, junto con las ganas de escribir que entonces están con ella y hacen que me dirija a su encuentro.

    Con respecto a vivir bien... te das cuenta de que es lo que necesitas verdaderamente, de lo importante, cuando lo pierdes todo. ¡Mano de santo!

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  2. Bubo, entonces está claro: disociarse es la peor manera de concentrarse.

    ¿Tú lo has perdido todo? Buscaré pistas en tu blog para comprobarlo

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    1. ¡No! Todo no. La familia sigue ahí y es un puntal. Me refiero a la material.

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