miércoles, 18 de abril de 2012

Madrid (I): Gente

Lo que más echas de menos en ese lugar que contiene el mundo es un banco donde sentarte a observarlo. Al principio, cuando sales por la boca de metro, te asusta un poco, a pesar de que cada uno de los españoles lleva la imagen de ese hormiguero bullente escrito en su genoma. Luego, si consigues escapar de la corriente que te ha izado escaleras arriba, y recuperas una mínima trayectoria propia, llega el momento de la excitación. Eso es lo que a mí, que soy una forofa de la gente, me pasa al desembocar en la Puerta del Sol. Gente. Gente. El vagón del metro iba ya atestado de gente y, sin embargo, salir de nuevo a la superficie es una especie de deslumbramiento de gente. Tengo que buscar un hueco y parpadear, hasta que mi vista se acostumbre. Así es como van aclarándose algunos detalles, poco a poco, igual que en una foto Polaroid. El hombre alto, cuya elegancia sólo se me ocurre calificar de afgana, que acarrea tranquilamente una pequeña maleta de ruedas, andando en círculos lentos, como si su cabeza estuviera enfrascada en la resolución de un críptico teorema matemático. Un grupo de chicas americanas a las que el exceso de azúcar parece haber echo mella en su crecimiento, vestidas con un desaliño tal que sólo puede ser estudiado, listo para ser cazado por la cámara ávida de un cazatendencias. El enésimo chaleco amarillo fluorescente en cuya espalda se anuncia un negocio de compra-venta de oro.

Llega un momento en el que estar parada de esa manera, en pleno cruce delirante de caminos, se vuelve un poco extraño, como si fuera una loca en medio de una manada de cuerdos, y pensara que todo ese mundo que no entiendo me estuviera viendo desnuda. Se hace necesario, entonces, buscar un refugio desde donde poder mirar. A estas alturas del día, después de una borrachera de cuadros y calles, lo que más me apetece es sentarme e imaginar retazos de vida, y hacerme con ellos una colcha de esas, tipo patchwork, con la que me arroparé esta noche, cuando esté a punto de quedarme dormida. Me gusta tanto, calibrar la temperatura emocional de cada grupo, cada pareja: darme cuenta de la química incipiente de estos dos que hoy han quedado, la manera en la que el chico que espera trata de componer una imagen publicitaria de sí mismo, ahuecándose el flequillo, ofreciendo un perfil, haciendo como que mira entre interesado y distraído a la gente, para que la chica, cuando llegue, no note los nervios con los que la esperaba.

Me gusta más que nada cuando una pareja de cincuentones, con aspecto de comprar cajas de vino por correo, y hacer la compra de los sábados en el Corte Inglés, se para un momento para abrazarse. Me gustan los turistas que se calzan con zapatos horrendos pero cómodos. Me gusta la gente sola que no sabe, en medio de toda esta corriente, qué hacer con los brazos, y por eso anda y anda rápido. Me gusta la gente sola que no parece tener rumbo fijo. Me gusta el policía cuadrado delante de su furgón, con la misma poca credibilidad que los leones del Congreso. Me gusta ver cómo sus ojos se quedan colgados de la gente igual que los míos. Me gustan las doscientas bocas pintadas de rojo que llevo vistas, y las dos amigas de falda de paño y pañuelo de seda al cuello, que compaginan con una destreza admirable la charla, el caminar y los bocados a las napolitanas que acaban de sacar, casi a empujones, de La Mallorquina.

Pero aquí no hay bancos. Es como si hubiera una política municipal contra los ángulos muertos en las plazas. Por eso a mí, armada con la última palmera de chocolate que espero comerme en mucho tiempo (la palmera cumbre, a la que siempre añoraré, cubierta con un chocolate que sabe a verdad, a infancia de pueblo, a  la despedida final de Casablanca, y no a crema de zapatos), sólo se me ocurre apoyarme en la varanda de la vieja boca del metro. Gente. Gente. Gente. Estoy al lado de una abuela de pueblo que, juraría yo, empieza a sospechar que se han olvidado de recogerla. O lo que es lo mismo: estoy en medio de un fotograma de una película de Paco Martínez Soria. Gente. Gente. Un chico muy joven mira al amigo que camina a su lado con una avidez y una desesperanza que parece ignorar que Chueca está a un par de paradas de metro de aquí. Gente. Tres treintañeros valencianos que han venido a pasar el fin de semana en la casa de un colega, locos por que este los lleve a ver las famosas putas de la calle Montera. Gente cargada de bonitas bolsas de papel, como si la crisis fuera una cosa de las periferias. Gente que nunca para: un monumento vivo a la intención y al movimiento.

Y así hasta que me emborracho. De repente soy incapaz de distinguir ni una sola cara más, ni un solo individuo. Ya no hay historias, sino coreografía: gente que se mueve y hace figuras, como bandadas de estorninos. Durante un instante me planteo volver a subirme a cualquier vagón de metro, donde al menos el caudal de brazos, piernas, narices y peinados está encauzado. También disfruto mirándolos a ellos, a los que están entrenados para la concentración absoluta, y no pueden dejar de leer o mirar sus móviles, ni siquiera cuando suben y bajan por ese mundo de escaleras subterráneas. Una mezcla de compasión y ganas de bromear me asalta al ver la cantidad de gente que, a media tarde, se queda dormida en sus asientos. Me admira, y también me repugna un poco, la forma en la que la prisa se queda petrificada en la cara de los que acaban de entrar, y cómo casi siguen corriendo dentro del vagón, para conquistar una posición lo más próxima posible a la boca de la escalera por la que, en un momento, empezarán a subir. Y, dios, cómo me cuesta resistir el espectáculo de los músicos que, en pleno viaje, le dan al acordeón o a la guitarra a cambio de unas monedas improbables. Da tanta pena entender la sincronización de sus melodías con la duración de las paradas, o encontrarse la cara vuelta de fastidio del resto de pasajeros. Quizás, a estas alturas de su vida en Madrid, sólo gente ajena a ellos, como yo, es capaz  ya de recordar sus viejos sueños. Porque es verdad que alguno de esos músicos  conserva, a pesar de lo barato de sus canciones, un verdadero talento.

Y, sin embargo, aquí me quedo, apoyada en la varanda, amando casi con lágrimas a mi palmera. Es una especie de desafío estar así de parada, en medio de tanto movimiento. Y,  entonces recuerdo, no sé por qué, la imagen de Madrid de la que menos voy a poder olvidarme: los ocho o diez bultos de personas preparadas para dormir, cuando todavía quedaba un resto de luz de tarde limpiada por la lluvia, bajo el viaducto de Segovia, por completo indiferentes al fluir continuo de los coches.

4 comentarios:

  1. Anónimo entre comillas18 abril, 2012 23:16

    Es lo peor de esa ciudad y de las demás, de la nuestra también. Esa última imagen que seguro que sí olvidarás; si no ¿cómo dormir tranquilo en nuestras cálidas y seguras camas?
    En mi último viaje a Madrid, el pasado otoño, vi con extrañeza cómo la gente en el metro sí reaccionaba con generosidad a alguno de esos músicos que nos regalaron su talento.
    Me agrada que te guste esa pareja de cincuentones que se paran un momento para abrazarse. No sé por qué...

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  2. Tus descripciones de la gente son fotografías,qué buenas!.Besico.

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  3. Precioso tu post, querida. ¡Cuántos recuerdos me has traído con tus descripciones! Aquel triángulo formado por Callao, Puerta del Sol y Gran Vía fue durante algunos años el núcleo central de mi adicción a la música, tantas tiendas donde mirar, rebuscar nuevas músicas... y cuantas veces me quedé mirando como tú a la gente mientras dejaba pasar la vida... Un saludo/abrazo/beso.

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  4. Perdón, se me olvidaron los deberes de hoy. Para levantar el ánimo. Anouk, "Good God" http://www.youtube.com/watch?v=SYX7XCDTHp8

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