domingo, 22 de abril de 2012

La opereta de mi dieta

Seguro que ya sabéis que el huerto de mi padre es uno de los amores de mi vida. Es un lugar diligente, denso de relaciones y de olores, de lo más fantasioso a la hora de ensayar siluetas y matices de verde o rojo, divertido, escandaloso, solidario. Muchas veces, cuando subo la cuestecilla que lo separa de la casa, cargada con un cubo de limones o de puerros, pienso que perfectamente podría vivir así, siempre, vestida como una guiri post-menopáusica, aprendiendo cada día un poco sobre la manera delicada en la que se articula la vida de tantas hierbas y bichos, trabajando con las manos y el espinazo. Sería genial estar jubilada y vivir en una égloga.

Sin embargo, esta mañana fue como si bajara con las gafas sucias. Había roña por encima de las hojas brillantes como bisutería. Veía la mata de fresitas del bosque, y con más pena de la que espero que comprendáis, me preguntaba cómo una cosa tan candorosa podía haberse convertido en una oportunidad para pecar. Olía los azahares, entre los que pululaban un millón de abejas glotonas, y en medio de una aguda crisis de fe, cual Vuestro Señor en el Huerto de los Olivos, me decía que todo eso, las naranjas, la miel, las fresas, no podía ser malo. ¿Cómo va a ser capaz de dañar mi cuerpo algo que resulte de semejante trama de sutilidades, de ese mecanismo amoroso bien engrasado? Porque resulta que la dieta que me he fabricado al buen tuntún, a partir de un ramillete de informaciones parciales y juraría yo que sectarias, y puede que hasta patrocinadas, también considera la miel y las frutas ácidas como otro de los nombres del diablo.

Otro rodeo antes de entrar en materia. Durante el viaje a Madrid, y después de coincidir delante de un cuadro de Chagall con un paleto de guante blanco que, con la ceja levantada más condescendiente del mundo, le perdonaba al pintor la repetición de ciertos motivos, se me ocurrió que quizás un día podría escribir sobre las obsesiones. En ese momento, y luego en la Casa del Libro, con mi hermana, me pareció que la gente no suele tolerar la profundidad de los intereses o preocupaciones de los demás. En cuanto escuchamos que alguien hace referencia a un tema por tercera o cuarta vez, resoplamos, y empezamos a confeccionar mentalmente la lista de la compra. A lo sumo, miramos a esa persona con una compasión ligera que no nos obliga a comprometernos demasiado. Por mi parte, pienso que las personas capaces de sentir con toda intensidad la fuerza de un miedo, un apego o una vocación son dignas de todo respeto. Quizás sea tal intensidad desestabilizadora lo que  atemoriza a los demás.

Y, sin embargo, hoy soy yo la que está obsesionada, y eso ya no me parece tan respetable.   Todo lo que me he preocupado esta semana por lo que como o dejo de comer no tiene pinta de ser una expresión de robusta vitalidad. No es una energía alegre y creativa. No demuestra que esté implicada hasta el fondo en la curación de mi piel. Es, simplemente, otro tipo de inflamación malsana que, me temo, sólo puede hacer que empeore. Sé que una semana es un periodo ridículamente corto como para empezar a sacar conclusiones, y que si realmente tuviera fe en la decisión adoptada, tendría que ser mucho más prudente y perseverar durante mucho más tiempo, antes de esperar a ver algún resultado. Pero el problema es precisamente ese, que he perdido casi por completo la confianza, y casi desde el primer día.

Por una razón muy sencilla: porque la fuente de mi pobre y vacilante conocimiento es Internet y, como todo el mundo sabe, Internet es, con perdón, el co-y lo que sigue de la Bernarda. Internet me ha hecho abandonar el pan que sólo cataba en forma de tostadas en el desayuno, y me ha obligado a llenar ese vacío con una mezcla de huevos, jamón, y nueces. Internet me ha mostrado, asimismo, que precisamente esos alimentos pueden desencadenar una respuesta alérgica que se traduzca en eczema. Internet me ha vociferado que las carnes grasas son lo que el cuerpo humano anda reclamando desde los albores del Neolítico. Internet me ha advertido dulce y santurronamente que debo huir de todo lo que píe, gruña, muja o bale. Y cada vez que me ha hablado, Internet ha usado perfectos argumentos científicos. Eso está haciendo que sospeche un poquito de la enjundia de la ciencia.

Por tanto, creo que tengo razones más que fundamentadas para mandar las lecciones de Internet a la mierda. Es algo de lo que me di cuenta el mismo martes, y si he aguantado hasta hoy ha sido por simple y burda hidalguía. Los rollos de la voluntad, y tal. Me parecía bastante intolerable el hecho de que eliminar mi querido desayuno cotidiano (porque ni las comidas ni las cenas me han dado tantos quebraderos de cabeza) pusiera en jaque al proyecto que ideé para un mes (sin mucha idea, como ha quedado demostrado). Me daba rabia no saber renunciar a esa muletilla digestiva, aferrarme así a unos hábitos mecánicos y, por tanto, seguros. Empezaba a considerar un poco patética esa preocupación por la comida, y la dependencia del principio del placer  y comodidad que conlleva. Comer  sólo sirve para obtener energía, hostia, me decía yo con la nariz helada, después de pasarme un rato con la nevera abierta para adivinar lo que podría desayunar al día siguiente. Al rato pensaba que uno puede empezar con la digna intención de escapar de las satisfacciones obvias y narcóticas, y terminar dictando leyes que prohíban la música o que las niñas jueguen a la comba en la calle. La falta de glucosa, que es mu mala.

Así que, pacientes lectores míos, tengo que declarar públicamente que el domingo pasado, hipervitaminada quizás por la febril energía de los Madriles, me pasé de ambiciosa. Quise correr la maratón sin entrenarme. Ahora tendré que replantearme mis esfuerzos, y aprender a dar paso a paso. Total, mis picores son muy molestos, pero no diabólicos, como cuando esta dichosa enfermedad entró en mi vida, así que tengo tiempo de ir ensayando y corrigiendo. Tengo que aprender a ser sufrida antes que perseverante.

P.D.: Se me ha ocurrido que, si algún día consigo sacar algo en claro de todo esto de la alimentación, recogeré mis intuiciones (porque se ve que a partir de ahora sólo me podré guiar por ellas) en otro blog, que llamaré, mmm, no sé, ¿Cordura al Horno? ¿Pinchitos de Cordura?

7 comentarios:

  1. Menos mal hija mia,despues de una semana de tontunerías con la dieta del" a ver si(averno!)esta es la solución",vuelves a la sensatez.

    ResponderEliminar
  2. Me ha encantado el post. Tienes mucha razón en todo: tanto en intentarlo a muerte como en relativizarlo un poquito. Besitos.

    ResponderEliminar
  3. Hola Silvia!, pues yo te veo muy valiente con el tema de intentar lo que esté en tu mano, y si al final es que no, pues nada. Ánimo con las pruebas que surjan!!. Otra cosa es lo de encontrar algún criterio común en internete, más bien será cosa de intuición, si te tuvieras que decantar por algo.
    Y ya para terminar, sí!, por favor!!, crea ese nuevo blog!, pero de tus propias recetas. Me quedé con las ganas en alguno de tus posts en los que hablas de los platos que preparas, de haberte pedido la receta...no sé si eso es legítimo en la blogosfera.
    Besazo gordo.
    Laura
    PD.: Cuando terminé tu anterior y bonito post, pensé como en el chiste: "¿Seré yo, padre?"

    ResponderEliminar
  4. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

    ResponderEliminar
  5. No se si esto significa que has vuelto al trigo, pero que sepas que lo que está hablando no es tu cerebro sino tu síndrome de abstinencia, nadie dijo que fuera fácil librarse de una alimentación tóxica, y tu tienes la prueba de lo mal que te sienta. De verdad, se puede vivir sin cereales, yo llevo así dos años y salvo alguna mirada nostálgica de vez en cuando a las galletas de mi hijo, ni me acuerdo de que existen, y entreno en bici como una auténtica machaca, es cuestión de acostumbrar al cuerpo a usar las grasas en vez del glucógeno, vamos, a quemar las reservas que tenía previstas para ese momento. venga, mujer, date otra oportunidad!

    ResponderEliminar
  6. Gracias a todos por vuestro apoyo, sois unos primores, como dicen aquí en Graná. Sólo dos cositas:

    Laura, hija, ¿seré yo, seré yo? Jijiji. Por favor, pídeme todas las recetas que te parezcan, que hice una etiqueta gastromónica, y sólo tengo un post.

    Primaveritis, bonita, no era sólo el trigo, en serio. De hecho, pienso seguir reduciéndolo al máximo. Es que también me quité los lácteos, las frutas ácidas, el tomate, el chocolate, las conservas, el vinagre, etc, etc. Si yo estuviera convencida de que me iba a servir, llevaría a cabo esa dieta draconiana a muerrrte, pero como medio me la he inventado, a base de cortas y pegas, pues te puedes imaginar el desaliento. Voy a seguir, pero con más tiento.

    ResponderEliminar
  7. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

    ResponderEliminar