jueves, 5 de abril de 2012

Chispita

Quizás la conocí demasiado pronto, cuando era tan pequeña que no me daba cuenta de lo excepcional que es que tus padres te traigan una hermana a casa. Mi madre me ha contado que salió del hospital donde dio a luz a su segunda hija con unas ganas locas de ver a la primera, a la que había dejado en la casa del pueblo. Cuando llegó, por fin, y abrió los brazos para que yo me metiera dentro, descubrió con amargura que su ausencia me había afectado más bien poco. Yo, a mis catorce meses, debía de haber empezado ya a dar mis primeros pasos, y, en ese momento, me pilló de lo más atareada explorando el mecanismo prodigioso de las piernas. Así que la ignoré, e ignoré el bulto envuelto en una manta que mi padre, o a lo mejor mi abuela, sostenía entre sus brazos. Esa es nuestra mínima tragedia griega: no le hice caso a mi madre la primera vez en mi vida que nos separamos, ni me preocupé lo más mínimo de que, de pronto, mi familia, y con ella, el mundo que conocía, hubiera cambiado de manera crucial. Era tan pequeña que no me dio tiempo a asimilar el significado de mi hermana, tal como les toca a hacer a los primogénitos. Llegó a mi vida sin celos ni ilusión, sin que yo la esperara. Tuve una hermana antes de tener consciencia, igual que se tiene una nariz y dos manos.

Y siempre estuvo ahí, hasta que, de alguna manera, empezamos a desvincularnos. A lo largo de nuestra infancia de gitanos, ella fue para mí la única niña constante, como yo fui la única para ella. Supongo que teníamos que aferrarnos la una a la otra a la hora de jugar, sobre todo durante el proceso de adaptación que seguía a cada nueva mudanza. Nos recuerdo, con el corazón encogido, jugando en la escalera del bloque donde vivíamos en Málaga, acechando y siendo acechadas por Carolina y Olivia, las hermanas de la planta de arriba. O sentadas en el suelo de otra casa de Málaga, dibujando y recortando mucho más que el fondo de armario de las muñecas recortables que acabábamos de crear. Y, con otro encogimiento mucho más espantado, recuerdo nuestras peleas brutales, el cerco de sus dientes en mi brazo, la saña con la que intentaba quedarme con un manojo de su pelo. Creo que eso fue después de la época en que mi madre nos vestía a las dos iguales, con el mismo modelo de vestido o de peto, pero con colores diferentes, ella en azul o verde, yo en rojo. Cuando pude elegir mi propia ropa, tardé un tiempo en volver a vestirme de rojo. Yo quería ser azul, y tener los ojos azules de mi hermana, que tanto gustaban a todo el mundo.

Supongo que fue en Estepona, donde por fin conseguimos durar más de dos años, cuando empezamos a poner tierra de por medio. Ella tenía sus muchas amigas, yo las mías. Nos necesitábamos menos. Ahora, cuando veo a hermanos a los que se les quedan cortos los lazos de parentesco para definir su vínculo, o incluso cuando mi madre y sus hermanas se llaman por teléfono, siguiendo un ritmo pautado, siento una punzada de nostalgia. Porque yo todavía, desde los catorce meses, no he terminado de asimilar el hecho de tener una hermana. Es un amor que me escuece. Y es un misterio. Mi hermana es un misterio. Es dura. Es frágil. Tengo una hermana de cristal.

Si la pones en el Facebook, te reclamaré derechos de autor

Mi hermana es a veces un juguete, y a veces un juez. Es aguda, ingeniosa, inventa expresiones que se convierten en los hits de mi verano, y tiene mucha, mucha chispa. Pero también, cuando quiere, o cuando no, no lo sé muy bien, sabe ser cortante. Sabe dar bocados de los que se quedan señalados. Observada por ella, me he sentido, con más frecuencia de la que me gusta admitir, ridícula: empalagosa de más, sosa, cándida. O todo lo contrario. Ella sigue empeñada en mantener bien vivo el mito de que yo soy el Dr. Jekyll, y que mantengo a Mister Hyde crionizado. Y no sabe lo que me entristece. Porque yo nunca he tenido el genio más dulce del mundo, es verdad, pero tampoco todo lo que le he dicho ha ido inevitablemente envenenado. Hemos tenido siempre una gota de veneno en los oídos, las dos, igual que la tenían mis padres, cada vez que se hablaban.

Y a veces me conmueve su fragilidad. En la última excursión que hicimos todos juntos, los cuatro más Jose, al borde de la vereda que se tiende entre Tarifa y Algeciras, mi hermana se quedaba a tramos rezagada, como si sus pensamientos brujuleasen hacia direcciones aisladas. En esos momentos me acordé de su cara, casi azul, de tanto ojo, en Ferrara, cuando se quedó encargada de comprar unos billetes de autobús, y el autobús llegaba, llegaba, y ella no, y mi tía y yo repiqueteábamos sendos pies contra el suelo. Me acordé de todas las cosas que no he sido capaz de decirle cuando en alguna ocasión se le han saltado las lágrimas. Que tiene una cara preciosa y un cuerpo dulce y brioso al que le queda la ropa rebien. Que sus hombros redondeados incitan al que la ve al abrazo. Que es condenadamente lista. Que admiro su decisión, y esa valentía discreta que la llevó a irse a vivir a Irlanda, a pesar de no tener buen nivel de inglés ni trabajo. Que me gusta su vida de intermitencia laboral, que no tenga un puesto fijo, y que eso le permita compaginarlo con el estudio y los viajes. Me gusta que sea enfermera, y la profesionalidad robusta y compasiva que yo sé que tiene, aunque nunca la haya visto con el pijama de faena. Y, claro, me gustan sus viajes y esas fotos donde los colores revientan gracias a la óptica, no de su cámara, sino de su propio ojo. Que sueño con Tailandia a través de sus imágenes. Que tengo envuelta en un pañito, bien guardada, la luz que había en este piso cuando vino a visitarnos, mientras ella estudiaba, Jose leía y yo hojeaba las recetas de un libro que le había regalado. Que su generosidad desbarata. Que se merece todo ese amor del que aún desconfía. Que espero de corazón que siempre confíe en el mío.

Qué pimpollo de padre despecheretado. El color no está editado con efectos "Cuéntame". Conste

5 comentarios:

  1. Que bonito, me has emocionado, también tengo una hermana.

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  2. Cuando he visto el título el corazón me ha dado un vuelco y he llorado al leerlo. Nadie es capaz como tú de provocarme con sus palabras sensaciones tan opuestas: ira, rabia, contra amor, devoción, admiración..una crítica tuya es una lápida y un piropo un motivo de orgullo y exaltación de mi ego a veces pequeño..es verdad que hay exceso de veneno en nuestros oídos y créeme no lo hago adrede..Creo que ésta relación nuestra está apenas nacida, que necesitaba que ambas creciéramos por dentro y por fuera para empezar a florecer..
    Que sepas que te adoro, que te admiro, que te envidio..éste cristal a veces se empaña pero es sólo vaho después de una ducha demasiado caliente, se va rápido..En mi corazón no hay duda. TE QUIERO. Gracias.

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  3. Muchas gracias, Isa!!

    Y no puedo decir más, porque tengo los pelillos de punta y así no hay quien escriba

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  4. Bueno, sí, la imagen del cristal empañado es tremenda.

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  5. Una vez,en una boda,nos decía el padre de la nóvia,mirándola "...estoy enamorado de mi hija,en el buen sentido".Yo tambien de las mias.

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