sábado, 21 de abril de 2012

Desgranando el momento


Aunque yo misma me flagele, comparando mi ritmo de escritura con la vida laboral de Paquirrín, en realidad soy constante. Si no, de qué me iba a pasar unas dos horas desgranando guisantes. A ver, acepto plenamente que mis dos lamentables post semanales no me van a hacer ganar el premio de Fénix de los Ingenios de la Blogosfera. Pero no tuerzan el ceño todavía, plis, que no estoy otra vez con la cantinela de la escritura y la vida. Por fin he conseguido asimilar que cada una de las peripecias humanas merecen un hueco en mi tiempo, y que no es preciso que establezca ninguna jerarquía entre mis vocaciones y mis gustos, teniendo en cuenta que soy un poco demasiado absolutista, y que casi todo me gusta. Ahora sé que, de cada uno de los ratos que voy robándole a una actividad para dárselo a otra (de la escritura al paseo o al sol, de la lectura a la cocina, del sueño a la escritura), es posible destilar una pequeña, y a lo mejor inútil, gota de sabiduría. Todo lo que haga puede revelarme algo sobre la vida o sobre mí misma.

Por ejemplo, desgranar guisantes. Un día de estos me voy a intoxicar a fuerza de adrenalina, ¿eh? Fue precisamente ese talante sarcástico con el que me dispuse a realizar esa tarea propia de ¿un Hemigway a punto de pegarse un tiro, quizás?, lo que me llevó a hacer un pequeño ejercicio, esta mañana. Se trataba de “ser extremadamente cuidadosos con cada uno de nuestros actos”, como dice un libro de meditación que me estoy leyendo a salto de mata. Así que me puse por delante el cubo de guisantes como si fuera un león al pie del Kilimanjaro (iba a escribir “elefante”, pero la rima era demasiado chabacana, y el chiste real demasiado fácil). ¿Acaso un acto tan mínimo tiene que estar, por fuerza, vacío de contenido, de sangre y de médula?

Como enseña ese libro, empecé poniendo atención al mundo físico, a cada una de las sensaciones que brotaban o rodeaban a mi acto. (y dale con la atención, pensará mi hermana) Así fue como empecé a fijarme en el plop de puntas crujientes con el que estallaba cada una de las vainas, en su olor a césped, en la preciosidad de los granos apretados como deditos de bebé. Me fijé en los movimientos de mis dedos (aprieta, abre, desliza, aprieta, abre, desliza), y a la vez anoté mi reacción de agradecimiento: ser capaz de realizar mecánicamente semejante baile de pequeños gestos me pareció un milagro. Que mis neuronas formularan la voluntad de llevar a cabo algo, y que mis manos sanas respondieran con limpieza y agilidad. Me fijé en que lo blanco de las uñas se estaba convirtiendo en verde, y eso me pareció una especie de humilde y emocionante comunión.

Noté también el jaleo de los pájaros, y cómo los músculos de mi cara lo recibían esbozando una inconsciente sonrisa. Entonces me fijé en el pensamiento de que si las voces de todos esos pájaros chiflados fueran traducidas al lenguaje humano, la tranquila casa de campo de mi padre sería más ruidosa que el bloque donde vive Omaíta, y a mí no me quedaría más remedio que llamar a la policía.

Me fijé en que, por mucho que desgranara, no había manera de dejar de ver el fondo morado del recipiente donde estaba echando los guisantes limpios, y de que, en cambio, la montaña de vainas abiertas crecía y crecía. Pensé en la cantidad de residuos que es preciso generar para obtener una porción de conocimiento limpio, y en la cantidad de tonterías que debo escribir sin vergüenza antes de escribir bien. Pensé en lo necia que yo era cuando dejaba de hacer cosas por miedo a no hacerlas perfectas.

Seguía abriendo guisantes, mientras percibía el hormigueo de mi pie derecho, que colgaba sobre las escaleras, la tensión de las ingles abiertas sobre el pretil del porche, la tirantez que se me iba acumulando poco a poco en el lomo. Sentí los lametones del sol a esa misma altura de la espalda, y cómo se me formaba el pensamiento de que, para construir un paraíso, no necesito billetes de avión, sino veintipocos grados en el termómetro y poco viento. Recordé cuando, después de mi complicado desayuno de dieta, salí de la casa, me quité la ropa como una posesa, y me planté frente al sol, con la firme convicción de que esa es la única medicina que mi piel inflamada precisa. 

Aquí,  Huckleberry Finn atareada.


En ese momento, era inevitable, volvieron a girar en mi mente todas las nociones contradictorias sobre la nutrición que estoy recabando últimamente. Me vi otra vez enfurruñada, tratando de imaginar un desayuno lo bastante confortable como para hacerme olvidar las tostadas de queso y membrillo. Desorientada. Desamparada. Escuché el ruidito con el que se iban ensamblando las frases de un post sobre el tema que, quizás escriba mañana, a modo de resumen de esta semana de privaciones alimentarias. ¿A modo de despedida, también? Lo decidiré cuando pulse la tecla de punto y final, mañana.

Noté, entonces, que empezaba a sentirme cansada. La espalda un poco agarrotada. El impulso de acabar con la tarea menguando a mayor velocidad que el nivel de guisantes en el cubo. Saturada ya de movimientos repetitivos y de atención. E, inmediatamente, la respuesta de mi cabezonería. Iba a terminar, aunque a este mar dócil de hoy le diese de repente por vomitar un tsunami. Y vaya, me terminé el cubo, después de comer, y antes de ponerme a escribir este post, que demuestra que la pereza de la siesta no es una ley inquebrantable del Universo, y que se le puede sacar unas gotas de jugo vital hasta al acto más menudo.

 
P.D: Laura, Primaveritis, os debo un post dedicado. Me pondré a ello antes de que acabe esta era geológica.

2 comentarios:

  1. Creo que todos esos pensamientos no se deben a la labor de desgranar guisantes, sino a esa camiseta de la abeja Maya que te pusiste.

    ¿Para cuándo la parte "(II)" de Madrid? Me gustó mucho la "(I)" ...

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  2. No sé que cantidad de residuos generas, pero en mi modesta opinión cada vez te dán mejor resultado.

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